En un libro titulado Introducción a la lectura de Platón, Alexandre Koyré llevaba a cabo una curiosa interpretación del conocido «fracaso» en el que acaban precipitándose muchos de los diálogos del gran filósofo griego, diálogos -especialmente aquellos a los que se considera como los «más socráticos» del autor- que terminan siempre por no llegar a […]
En un libro titulado Introducción a la lectura de Platón, Alexandre Koyré llevaba a cabo una curiosa interpretación del conocido «fracaso» en el que acaban precipitándose muchos de los diálogos del gran filósofo griego, diálogos -especialmente aquellos a los que se considera como los «más socráticos» del autor- que terminan siempre por no llegar a ninguna parte.
Lo que resulta sorprendente en el análisis de Koyré, es que no se dedique a localizar las razones de ese fracaso en la problematicidad particular de las cuestiones mismas que se abordan en ellos, o en las dificultades -de carácter ontológico y metafísico- en las que se ve envuelto necesariamente cualquier discurso que intenta decir la verdad acerca de algo. Koyré se interesa, por el contrario, por un plano que podría parecer mucho más superficial, y que no es el que queda recogido en el contenido doctrinal de los discursos o en el papel que juegan en la historia de la filosofía y de la ciencia, sino sólo en sus aspectos más propiamente literarios; y ni siquiera en los verdaderamente profundos -en sus raíces simbólicas, poéticas o psicológicas- sino en los más elementales, en aquellos que, si no se tratara de textos de Platón, sino de -pongamos por caso- películas de cine, series de televisión o tertulias radiofónicas, serían, probablemente, los primeros que cualquiera mencionaría en caso de que tuviese que contar de qué iba aquello: qué personajes han salido, cómo eran, qué actitudes tenían, cómo se han comportado, como se han tratado los unos a los otros y cómo han demostrado ser, qué historia es la que se nos ha contado en esos diálogos, a lo largo de esa «obras» que, -como el propio Koyré recuerda- los intelectuales romanos todavía se hacían representar dramáticamente.
Y ¿qué historia era esa? Pues bien, según Koyré (aunque ya se sabe que, en estos casos, cada uno suele tener su propia interpretación de la película) la de cómo Menón, Protágoras y Teeteto -que son los interlocutores principales de Sócrates en cada uno de los tres diálogos de los que se ocupa- son, ellos solitos, los que se bastan y se sobran para hacer fracasar el diálogo. Cada uno lo hace fracasar a su manera, pero todos ellos demuestran a la perfección, lo fácil que es hacerlo fracasar, y cómo basta, para ello, con que una o uno quiera. No son necesarias, en efecto, en tal caso, profundas consideraciones acerca de la inmarcesibilidad del ser, del desear, del haser y del desir, ni apelar a las limitaciones del discurso humano, la fragilidad de la vida, o a la inutilidad y perversidad de la propia razón, sino que basta con que Menón, que es un pijo, se comporte como un pijo, o con que Protágoras, que es un sofista, se comporte como tal, e incluso con que Teeteto se comporte, igualmente, como lo que es: un joven brillante que cree que cualquier problema puede resolverse con una regla y un compás.
Ciertamente, parecería entonces que la moraleja de estos diálogos podría resumirse con alguna fórmula del tipo: «No es por no dialogar, y si hay que dialogar se dialoga; pero dialogar pá na es tontería». Y sin embargo no es así. Porque en esos diálogos, incluso a pesar de su fracaso o gracias a él, se aprende algo que quizás también es importante: lo fácil que es hacer fracasar un diálogo en comparación con lo difícil que parece ser hacerlo salir adelante.
Protágoras hace fracasar el diálogo porque es un sofista, pero no es un sofista sólo porque -digámoslo así- enuncie ciertos contenidos doctrinales de carácter sofístico. El propio Sócrates se harta de hacerlo con bastante frecuencia. Protágoras es un sofista porque se comporta como un sofista; y se comporta como un sofista cuando se niega claramente -como hace en el Protágoras– a asumir las consecuencias de sus propias afirmaciones -aunque sean contradictorias-, o cuando se muestra incapaz de ir más allá de ellas. Del mismo modo, Menón no es un pijo porque sea rico, educado, y guapo, ni porque diga pijoteces, sino porque se muestra -en el Menón– más interesado en obtener de Sócrates una respuesta a una cuestión de moda -una respuesta que poder exhibir en un debate intelectual- que en aclarar mínimanente todas esas complicadas, inacabables y poco vistosas cuestiones previas que parece que habría que examinar antes de poder siquiera ponerse a intentar resolver aquello. Teeteto, por su parte, está tan acostumbrado a aplicar reglas y a seguir compases que se muestra incapaz de formular ninguna nueva o de bailar a otro ritmo distinto.
Los tres hacen fracasar el diálogo siendo eso que son y, lo que es peor, Sócrates les deja que lo hagan -dejando que ellos metan baza en el diálogo y lo desvíen de su objetivo hasta acabar haciéndolo fracasar-. Pero el caso es que quizás esa es precisamente la forma que Platón tiene de hacernos ver cómo, en cada caso, ellos no hacen fracasar el diálogo por ser lo que son -en cuyo caso el diálogo habría fracasado, ciertamente, antes de empezar-, sino que lo hacen fracasar siéndolo, siéndolo en él, comportándose como tales, precisamente, en el diálogo; y quizás por eso Sócrates no se limita a acusarles de ser -respectivamente- un pijo, un sofista y un pedante, de no estar seriamente interesados en la búsqueda de la verdad, ni se pone él a resolver el problema o a decir las verdades acerca de la cuestión. Sócrates se lo deja decir y mostrar a ellos mismos o más bien, nos hace ver cómo, a pesar de todos sus esfuerzos dirigidos a hacer que no lo sean y a facilitarles el dejar de serlo -y no, por ejemplo, a ponerles trampas para que demuestren lo superficiales, interesados y obtusos que son-, ellos se empeñan en seguir siéndolo incluso allí donde no hay ninguna necesidad de ello, en un diálogo mantenido con un interlocutor como él que, sinceramente, y de buena fe, intenta llegar a alguna parte en el asunto que se está discutiendo.
Sócrates logra esto, en efecto, no sólo a base de negarse a ser nada de eso que son ellos, sino a base de no ser, el propio Sócrates, ni siquiera nada de lo que él es, comportándose como un auténtico idiota (término cuya etimología griega remite, no obstante, a aquel a quien se considera como uno cualquiera, como uno más, un individuo considerado a título particular). De este modo su papel acaba siendo comparable -según él mismo le dice al propio Teeteto- al de una simple «partera», capaz de abrir paso y sacar a la luz aquello que otros están trayendo al ser, aun cuando se trate solamente de paridas.
Es cierto que parece que las paridas -por algún tipo de misteriosa asimetría de la discursividad- son capaces, por sí solas, y sin ayuda de nadie, de arruinar un diálogo a base de decirse, y eso por mucho empeño que se ponga desde la otra parte. Parece, en efecto, que lo mejor que podría hacerse con ellas sería impedir que se emitiesen, aunque fuese sustituyéndolas por monólogos guiados por un honesto afán de decir y de buscar la verdad. Pero, obviamente, para eso habría que disponer antes de esos otros discursos, disponer de esa verdad o de esa sabiduría que Sócrates trata de alcanzar dialogando con aquellos que como, por ejemplo, Anito -en el Menón– están seguros de poseerla y que, quizás por eso mismo, son los únicos que pueden decidirse finalmente a proceder, precisamente, de esa manera, por ejemplo con el propio Sócrates, y a tratar de impedir que este siga diciendo paridas y haciéndoselas decir a los demás (y corrompiendo así las costumbres), convocándole para ello -como hizo en efecto Anito- ante el Pórtico del Rey -hacia el que se dirige Sócrates al final del Teeteto-, donde será objeto de la acusación que acabará finalmente con su vida.
Ciertamente Sócrates era consciente de que las cosas en la Atenas presocrática no estaban precisamente fáciles para el diálogo. Pero quizás le habrían parecido más complicadas aún si se hubiese visto envuelto -como sugería en algún lugar el filósofo Carlos Fernández Liria- en una tertulia o en un debate televisivo de los que vemos hoy en día. Supongamos, en efecto, -como decía Fernández Liria-, que se tratara sobre el problema del paro, y que se preguntase a los invitados acerca de cómo sería posible resolver este problema. «Un momento, un momento, -diría Sócrates- no tan deprisa; porque primero tendríamos que estar seguros de que el paro es realmente un problema, y de que no se trata, quizás de la solución a otro problema; al problema -pongamos por caso- de que pudieran empezar a subir demasiado los salarios y entonces la competitividad de las empresas se resintiese en un contexto en el que esa competitividad está siendo vista como una solución… cuando quizás podría ser vista ella misma como un problema…». «Pero señor Sócrates -diría el moderador, o la moderadora, o cualquiera de los otros interlocutores o interlocutoras- responda usted a la pregunta -es decir: a esta cuestión de moda que tanto preocupa hoy a los españoles según el CIS- y no cambie de tema -no intente dedicarse ahora a intentar que pongamos de manifiesto nuestras propias contradicciones porque así no vamos a llegar a ninguna parte-, aténgase a las reglas establecidas del debate -no se dedique a poner en cuestión o pedirnos que le contemos cómo se las ha llegado a establecer o a intentar lograr que, nosotros y nosotras mismas lo pongamos de manifiesto-«.
Muy probablemente, en ese hipotético diálogo televisivo con Sócrates no sólo se acabaría no llegando a ninguna parte -lo cual es bastante habitual en el género- sino que el propio Sócrates acabaría quedando ante la mayor parte de los telespectadores como un verdadero idiota -recordemos la Apología (y las opiniones mayoritarias que esta suscitó entre el público)-. Sin embargo, quizás hubiese sido aún más lamentable que Sócrates, en lugar de esforzarse por lograr que sus interlocutores no se limitasen a ser lo que eran, se hubiese limitado a acusarles de pijos, de pedantes o de obtusos y se hubiera dedicado, simplemente, a intentar exponer sus propias doctrinas. Es verdad que así conoceríamos mucho mejor las doctrinas y las ideas de Sócrates (que probablemente eran más interesantes que las de Menón o que las de Anito), pero quizás habríamos aprendido menos acerca de qué es lo que podemos poner de nuestra parte para lograr que un diálogo no fracase.