Hasta el año 2001 en América Latina la fecha del 11 de septiembre estaba asociada al golpe de Estado contra Salvador Allende en 1973. Su imagen con casco y metralleta, los aviones bombardeando el Palacio de la Moneda y la foto del general Augusto Pinochet, cruzado de brazos, con anteojos negros y desafiando al mundo para imponer el terror, quedaron grabados en la memoria colectiva. Hasta el día de hoy.
Sin embargo, hace veinte años, un 11 de septiembre, Estados Unidos sufrió una serie de ataques terroristas que conmovieron al mundo por su magnitud. Había sido atacada la primera potencia mundial en el corazón de Nueva York.
En menos de un mes Estados Unidos invadió Afganistán para derrocar a los Talibán y en 2003 sus tropas ingresaron en Bagdad para derrocar a Saddam Hussein.
En ese momento muchos evaluaron que había un giro de la política exterior de los Estados Unidos y que la Casa Blanca dirigiría toda su atención al mundo árabe e islámico. De manera superficial y bajo la presión de la coyuntura de las invasiones a Afganistán e Irak, se escribieron numerosos artículos asegurando que América Latina pasaba a ser secundaria y/o marginal en los intereses de los Estados Unidos.
Como sostiene la brasileña Livia Peres Milani -en un extenso y profundo estudio- se repitió hasta al cansancio que Estados Unidos había descuidado e incluso abandonado América Latina porque se había concentrado en el Medio Oriente y había dejado de lado su interés en la región. Después de analizar numerosos autores y estudios que sostenían esta postura y contrastarlo con los hechos, Peres Milani llega a la conclusión que después de los ataques del 11 de septiembre no solo que no abandonó la región sino que incluso incrementó la visión militarista del Departamento de Estado con la excusa de luchar contra el narcotráfico y el terrorismo.
Una mirada menos superficial de la política exterior de Washington permitía comprobar entonces -y ahora- que Estados Unidos podía librar dos guerras de manera simultánea en Asia sin descuidar sus intereses en su “patio trasero”, en concordancia con su famosa “doctrina Monroe”. De hecho, mientras Estados Unidos bombardeaba Afganistán en 2001 el Departamento de Estado intervenía activamente en las elecciones presidenciales del 4 de noviembre en Nicaragua para evitar un triunfo de Daniel Ortega.
En paralelo, avanzaba con el proyecto del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), continuaba con el bloqueo a Cuba e invertía millones de dólares en el “Plan Colombia” diseñado en Washington. En abril de 2002 un golpe de Estado liderado por civiles y militares derrocó a Hugo Chávez en Venezuela. Los grandes medios de comunicación -como el New York Times y el Washington Post- que saludaron el golpe dieron cuenta de las numerosas visitas de miembros de la oposición a la embajada en Caracas esperando obtener ayuda para derrocar a Chávez.
No cabe duda de que el presidente golpista Pedro Carmona -que duró lo que canta un gallo- tuvo apoyo desde Estados Unidos. El mismo año, antes de las elecciones generales en Bolivia, el embajador Manuel Rocha abiertamente llamó a votar contra Evo Morales so pena de suspender toda ayuda económica y cerrarle los mercados a Bolivia.
En el año 2004 el presidente de Haití fue derrocado por un golpe de Estado y el New York Times revelaba la trama al afirmar que había sido como consecuencia de la “abierta presión de la administración Bush para permitir que remuevan un líder que no le gustaba y de quien desconfiaba”. El ex embajador de Estados Unidos en El Salvador y Paraguay, Roger White, públicamente aseguró que Roger Noriega -un funcionario que ocupó diversos cargos importantes vinculados con América Latina- le había dedicado años a la tarea de derrocar a Aristide.
Si bien estas intervenciones no tienen el sello de aquellas del Siglo Veinte cuando se enviaban directamente los marines para derrocar un gobierno y ocupar un territorio, el famoso Comando Sur (SOUTHCOM) no dejó de patrullar las costas de América Latina y el Caribe. La historia demuestra que Estados Unidos nunca abandona sus proyectos para influir en América Latina, considerada su área “natural” de influencia.
En este sentido, nunca relega ni abandona la región aunque esté enfrascado en guerras muy lejanas o no aparezca en el discurso de los dos grandes partidos durante las campañas electorales.
La continuidad de estas políticas la podemos distinguir desde los discursos de John F. Kennedy en 1961 cuando impulsaba la famosa -y fracasada- Alianza para el Progreso, y hablaba de “un plan de diez años que será un vasto esfuerzo cooperativo, sin paralelo en magnitud y nobleza de propósitos para satisfacer las necesidades de los pueblos latinoamericanos” hasta la iniciativa del ALCA -que nació en 1994-, pasando por el ya conocido “Consenso de Washington” de fines del siglo pasado. Todos los proyectos fracasaron, entre otros motivos porque América Latina es la única región del globo donde existe un extendido cuestionamiento de las políticas imperiales y económicas de la Casa Blanca.
Si bien mucho ha cambiado en los últimos veinte años en el mundo desde los ataques a las Torres Gemelas, en esencia la política de Estados Unidos hacia América Latina no ha sufrido grandes modificaciones. Por eso, “el 11 de septiembre” no deja de ser Chile. Es Pinochet en el basurero de la historia y es Allende agigantado en la historia
Pedro Brieger: director de NODAL