Hace muchos años, a mediados de los 70 del siglo pasado, un amigo que trabajaba en el sector público me pidió un estudio sobre las probabilidades de que Porfirio Muñoz Ledo fuera candidato del PRI a la Presidencia de la República, en lugar de Mario Moya, que sonaba mucho, o de José López Portillo, que […]
Hace muchos años, a mediados de los 70 del siglo pasado, un amigo que trabajaba en el sector público me pidió un estudio sobre las probabilidades de que Porfirio Muñoz Ledo fuera candidato del PRI a la Presidencia de la República, en lugar de Mario Moya, que sonaba mucho, o de José López Portillo, que no sonaba tanto. Al día siguiente le entregué los resultados de mi estudio: Muñoz Ledo no tenía ninguna probabilidad. Mi amigo me corrió de su oficina, especialmente molesto cuando le dije, entre otras cosas, que Estados Unidos no permitiría que alguien como Porfirio, calificado entonces de populista, ocupara la Presidencia mexicana. En aquellos tiempos los priístas de buena fe todavía pensaban que nuestro país era independiente y soberano y, obvio, no les cabía en la cabeza que nuestro futuro fuera diseñado en Washington.
Los planes del gobierno estadunidense, mediante su oficina de planeación estratégica mundial conocida como Fondo Monetario Internacional, ya contemplaban en aquellos años la necesidad de tener en su patio trasero (América Latina) a gobernantes dóciles o a militares entreguistas que llevaran a cabo las políticas diseñadas por los Chicago boys. El primer laboratorio de las políticas monetaristas encaminadas al cambio estructural de la economía sería, precisamente, Chile, con Pinochet al frente, para la desgracia del pueblo de ese país latinoamericano. México no sería la excepción. López Portillo estableció acuerdos con el FMI y aceptó sus condiciones puntualmente. En su gobierno comenzó la ruptura con el Estado de bienestar, el fin de lo que el presidente llamó «economía ficción», es decir, los subsidios a la producción nacional, y lo que más adelante se llamaría neoliberalismo económico que padecemos hasta hoy.
El gobierno de Washington, con la complicidad absoluta del FMI y del Banco Mundial, inició una política ofensiva directa, en primer lugar, contra los pueblos de América Latina. El primer paso, como ya se mencionó, fue hacer aceptar (y seguir puntualmente) la nueva economía por parte de los gobiernos, sin importar entonces si éstos eran más o menos democráticos o dictatoriales. El segundo paso, en paralelo, era terminar con los nichos de subversión pro socialista desde el Río Bravo hasta Tierra del Fuego. Las dictaduras militares servirían para acabar con los movimientos guerrilleros, y donde no había dictaduras también. En México, deberá recordarse, López Portillo permitió, si no ordenó, la formación de la Brigada Blanca, cuya existencia sólo fuera reconocida al final de su mandato, y que tenía como papel principal continuar con el exterminio de guerrilleros iniciado por Luis Echeverría.
En política ocurre algo semejante a lo que es común en la economía. Los empresarios nacionales, sobre todo de los países subdesarrollados, aceptan ser socios minoritarios de los grandes capitales o, por lo menos, gerentes de las empresas que antes eran de ellos y ahora de las trasnacionales. Esto ha pasado también con muchos políticos, muy especialmente con los del nuevo PRI y del nuevo PAN. En el primero los cambios se iniciaron cuando en julio de 1981 Javier García Paniagua, entonces presidente del Revolucionario Institucional, señaló que «el pueblo tiene la capacidad suficiente para detectar a un tecnócrata y emitir su voto por él, o por un político que con emoción sienta lo que aqueja al pueblo». Se instalaron los tecnócratas. Y en el PAN, cuando después de su crisis de 1975-76 el pragmatismo empresarial se adueñó de su dirección. Los tecnócratas de ambos partidos aceptaron ser socios minoritarios del gobierno de Estados Unidos o, más bien dicho, gerentes del presidente de USA & company. Y la apuesta de estos tecnócratas/gerentes es la alternancia entre ellos, con la bendición de Washington.
La única excepción en la región latinoamericana continental es Hugo Chávez en Venezuela, pero es la excepción porque no han podido tirarlo (aunque seguirán intentándolo). Estados Unidos no quiere otra excepción, y menos en México. Alguien calificado de populista (independientemente de lo que cada quien entienda por este ambiguo concepto) no podrá ser presidente de nuestro país. De aquí todo lo que están haciendo los tecnócratas del PRI y del PAN, gerentes, subgerentes y jefes de departamento de USA & Company en México.
Cuando el PRI dominaba los procesos electorales primero marginó a García Paniagua, y luego fue fácil maniobrar para que «el pueblo» votara por un tecnócrata. Cuando los priístas tecnócratas se dieron cuenta de que el pueblo, en elecciones más o menos libres y transparentes, no votaría por otro de los suyos, le vendieron un ranchero empresario que ofrecía cambios con un discurso de apariencia populista (en campaña). Ahora debe detenerse a un político «que con emoción sienta lo que aqueja al pueblo», y detenerlo a como dé lugar, pues se corre el riesgo de que el pueblo vote por él, si lo dejan llegar como candidato. Y este no es el plan. El presidente de USA & Company, sea Bush o Kerry, no permitirá que llegue a la Presidencia de México una persona que no coincida con la lógica neoliberal ni con los dictados de Washington. Los diputados del PRI y del PAN, obedientes empleados, harán hasta lo imposible por no contrariar a sus amos. Sólo el pueblo tiene, desde ahora y no hasta las elecciones, la decisión en sus manos.
A Gérard Pierre-Charles, de indeleble recuerdo