Estaba embarcado en la traducción del famoso búlgaro Gregori Dimitroff cuando el otrora alcalde de Bilbao, José María Gorordo, nos invitó vía e-mail a la presentación de dos gruesos libros, fruto de su tercer doctorado, éste en historia por la Universidad vallisoletana calificado de sobresaliente cum laude por unanimidad: Bizkaia en la Edad Media, «investigación […]
Estaba embarcado en la traducción del famoso búlgaro Gregori Dimitroff cuando el otrora alcalde de Bilbao, José María Gorordo, nos invitó vía e-mail a la presentación de dos gruesos libros, fruto de su tercer doctorado, éste en historia por la Universidad vallisoletana calificado de sobresaliente cum laude por unanimidad: Bizkaia en la Edad Media, «investigación que, como el autor sostiene, intenta sintetizar y sistematizar las opiniones de tres grandes historiadores en relación con la historia de Bizkaia y el origen y naturaleza de sus derechos históricos, de sus fueros, sin pretender establecer ninguna teoría general al respecto; la investigación es un estudio crítico-comparativo relativo exclusivamente a Bizkaia, sobre las tesis de tres historiadores coetáneos de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX y que no pretende ser árbitro entre los mismos: Juan Antonio Llorente (1756-1823), el barakaldés Francisco Aranguren y Sobrado (1754-1808) y el gaditano fray Domingo de Lerín y Clavijo (1748-1808).
Chistoph Jünke, comentando la época en la que tocó en suerte vivir a Gregori Dimitroff, sostiene que «la noticia, llegada de Moscú, causó sorpresa y desató una amplia ola de estupor y confusión. A 10 años de la revolución soviético-rusa de 1917, que removió el mundo, los medios estatales anunciaban a mitades de agosto de 1936 un simulacro de proceso público contra una serie de los más importantes antiguos bolcheviques, cuyos nombres eran inseparables de la Revolución de Octubre y con la guerra civil derivada.
Grigori Sinowjew, Lew Kamenew, Iwan Smirnow y 13 revolucionarios más de Octubre fueron acusados de haber fundado un «centro trosquista-sinowjewista» para llevar a cabo atentados terroristas contra representantes dirigentes del partido y del gobierno, así como contra el Secretario del Partido de Leningrado Kirow y contra el Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética, Stalin. El tribunal no pudo mostrar Informes jurídicos o documentos desenmascaradores, estuvo deliberando durante 5 días. Toda la acusación al igual que las condenas a muerte, derivadas de ella, se basaban en supuestas confesiones voluntarias de aquellos acusados a los que el fiscal general del estado, Wyschinski, les calificaba y despreciaba públicamente tratándoles de «mentirosos, payasos, pigmeos infelices», de «mastines del capitalismo, de banda de asesinos y criminales». Y para completar la confusión de este escenario de horror, los acusados confesaron los graves crímenes que se les imputaban aparentemente gustosos, y asumieron este envilecimiento increíble y la sentencia a muerte sin pestañear.
La prensa soviética fue informando con detalle durante días y semanas sobre este proceso. Carteles, folletos e informaciones taquigráficas se distribuyeron en masa entre las gentes, se organizaron manifestaciones masivas en las que el pueblo pudo mostrar su horror por estos «crímenes de la oposición». Llegaron cartas, telegramas y resoluciones de todos los rincones del país llamando a la vigilancia revolucionaria contra los enemigos y saboteadores de la construcción socialista y pidiendo la ejecución de los acusados -un clima de linchamiento a lo ancho y largo del país, que movilizó políticamente a las gentes, dando su aprobación a un proceso legitimador-.
El mismo proceso de simulacro se repitió todavía dos veces más. En enero de 1937, acusados 17 dirigentes del partido y del estado como Juri Pjatakow, Karl Radek entre otros, en marzo de 1938 Nikolai Bucharin, Alexei Rykow, Christian Rakowski y 18 más (entre ellos también Genrich Jagoda), fueron condenados y después ejecutados. También aquí la acusación y condena se basaban exclusivamente en supuestas confesiones voluntarias y autoinculpaciones de las víctimas. Otro proceso contra casi la totalidad del Ejército Rojo fue llevado en secreto en mayo de 1937 y terminó también aquí con la amplia «decapitación» de todos ellos.
Para todos los observadores ya entonces aparecía claro que los tres procesos de simulacro eran tan sólo la punta de un iceberg violento de procesos y medidas persecutorias a lo largo y ancho del país, si bien se desconocía la dimensión de este iceberg. Y así como la dirección del partido y del estado sobre todo en 1936 actuó públicamente, en los años 1937 y 38, cuando la búsqueda de enemigos internos adquirió un volumen represivo en masa, se llevó a cabo de modo secreto. Con la apertura de archivos soviéticos en los años 80 y 90 se va haciendo luz en la oscuridad del desconocimiento hasta ahora. En el gran terror de los años 30 no sólo fue aniquilada casi totalmente la denominada vieja guardia bolchevique. También fueron «depurados» el Partido Comunista, el Ejército Rojo y todas las demás organizaciones del estado y partido -es decir la élite de la administración, de la política y de la económica- adquiriendo una dimensión tal que la Unión Soviética a finales de los 30, incluso físicamente, era otra muy distinta a la de finales de los años 20.
Y este terror estalinista afectó todavía más a todas las capas y grupos de la sociedad. Científicos, intelectuales y artistas de todo tipo, trabajadores, campesinos, religiosos, extranjeros que vivían en la Unión Soviética y todas las minorías nacionales fueron cruelmente perseguidas, el teóricamente caprichoso terror no se detuvo ante nadie. Sólo de agosto de 1937 a octubre de 1938 fueron encarcelados 1,5 millones de personas, la mitad de ellos, unos 700.000, ejecutados, los demás encerrados en cárceles o campos de trabajo. Con las víctimas de la represión de épocas anteriores y posteriores asciende la cifra a varios millones, que como individuos particulares, según criterios jurídicos, hubiesen sido generalmente absueltos, ya que el politburó por regla general había establecido ya antes de su detención una determinada cuota de víctimas, que al final de la represión tenía que resultar. Esto y otras cosas más hoy están demostradas.
La responsabilidad total y la batuta de estos encarcelamientos, deportaciones y ejecuciones -tampoco sobre esto hoy ya cabe discutir- recae sobre el círculo más estrecho de dirección del Partido Comunista en el gobierno, el denominado Politburo con Stalin a la cabeza. Aquí se determinó la cuota de víctimas y la lista de represaliados para detenciones, deportaciones y ejecuciones, elaboradas por los órganos locales del partido y servicios de información y sancionadas por miembros particulares del Politburo como Stalin, Kaganowitsch, Shdanow entre otros, la mayor parte de las listas fueron firmadas personalmente por Stalin. Stalin no sólo estaba enterado de (casi) todo sino que también fue notoriamente el iniciador y la fuerza impulsora tanto del gran terror como de toda la represión política de los años 30, y terminó él de asesinar en 1938 de un modo burocrático, al igual como había comenzado y tal como lo había llevado a cabo.
Y se pregunta si con el «gran terror» nos hallamos, como siempre se afirma, ante una erupción explosiva de irracionalismo histórico, ante un exceso de poder ilimitado de Stalin. O si Stalin y sus compañeros oligarcas fueron tan sólo los ejecutores de una idea utópica asentada en el socialismo marxista de la revolución social.
Wilfried Schoeller cataloga a Georgi Dimitroff como héroe y canalla. «Fue durante años un héroe del antifascismo, además de uno de los funcionarios más intrigante del Partido Comunista en su época estalinista, un «timonel» de la ideada revolución mundial y uno de los ideólogos más influyentes. La historia de los Komitern se halla muy vinculada al búlgaro Georgi Dimitroff.
Detenido y encarcelado pocos días después de la quema del Reichstag en 1933 bajo el falso nombre de Steiner y acusado de haber ayudado a Marinus van der Lubbe, el holandés que confeso bajo tortura de haber sido él el causante. En la cárcel comenzó a escribir una agenda, una especie de diario, con textos, anotaciones, informes, protocolos, documentos e informes de lo que iba aconteciendo. Su momento de gloria llegó con el primer careo ante el tribunal de la Cámara Imperial. Como acusado hechiza y embelesa a los oyentes con sus cuestiones incidentales y réplicas. Se presenta como abogado de su propia causa, como contrincante de Göring, que hace todo lo posible por criminalizarle como enemigo político, pero fracasa en su intento. A Dimitroff se le absuelve, si bien, a pesar de todo, sigue bajo «arresto preventivo» en manos de la Gestapo.
A finales de febrero de 1934 es expulsado a Moscú. «Resulta difícil imaginarse el grandioso recibimiento, la simpatía y amor manifestado hacia este hombre. Su situación en el mundo cambió para él». En las conmemoraciones y celebraciones del 1 de mayo en Moscú fue aclamado en la tribuna de honor. En sus agendas y diarios personales abunda el apunte «fotografiado». Un clamoroso ascenso. En 1935 se convirtió en el Secretario General de los Komitern y se involucró muy mucho en las prácticas criminales de Stalin. Al mismo tiempo fue uno de los muchos estigmatizados por el miedo ante el terror.
En 1935 aparecen las grandes figuras y personajes: tras Stalin, Molotow y Kaganowitsch, Jagoda, Woroschilow, Mikojan, Bulganin, Chrustschow, Berija. El asesinato del Secretario del Comité Central, Kirow, en diciembre de 1934, así como el fanal de la oleada de depuraciones y purgas solo aparecen reflejados en sus libretas de apuntes como un grito de sorpresa. En agosto de 1936 únicamente una escueta nota sobre el inicio del proceso-simulacro contra los viejos compañeros de Stalin: Kamenew y Sinowjew. Allí alaba Stalin, a su Secretario General y loa su curso de confraternización propuesto en 1935 con los partidos de occidente. Un año más tarde Dimitroff transmite su máxima: «Su mérito son los triunfos del frente popular. Cuando llegaron aquí nos trajeron el espíritu europeo».
El mismo Dimitroff organizó un grupo que censuró la información sobre los procesos moscovitas. Sólo él se atreve a hacerse una crítica larvada: «Resulta gravosa la impresión, que produce la asquerosa afrenta de los acusados». Dimitroff mismo no se verá totalmente libre de sus dudas ante el hecho, que él mismo justifica globalmente con su aparato. En los aledaños del dictador los frentes son imprevisibles. En las celebraciones de la revolución de 1937 la nomenclatura ejerce una orgía de poder. Cuando Dimitroff pronuncia un brindis, Stalin hace uno de sus pérfidos comentarios. Por una parte recalca su amistad hacia el Secretario General de los Komitern, pero por otro lado afirma que su panegirista se ha expresado incluso «de manera no marxista». Un recadero de muerte recorre la sala.
Los detenidos y desaparecidos tampoco aparecen en las páginas de sus agendas y libros de notas: ningún interrogante tras sus nombres, ningún recuerdo en su memoria. Stalin muestra de vez en cuando y tras sus muchas máscaras sin rodeos la mueca del asesino: «Y nosotros aniquilaremos a cada uno de estos enemigos aunque haya sido un viejo bolchevique, destruiremos por completo su familia y su estirpe». Dimitroff, que en varios acontecimientos es silenciado en la prensa, empieza a rumiar recelos. Y lo peor es que no se puede negociar el qué hacer, ni prever las consecuencias que pueden derivarse del hacer. ¡Hemos decidido esperar, reflexionar!». Un poderoso ya desbancado.
Los golpes se aproximan y comienzan a rozarle. El estrecho colaborador de Dimitroff, Morkwin, es llamado por el NKWD y no regresa más. Dos días después se anuncia de modo lacónico: «Se han retomado las funciones de Morkwin». A partir de 1937 hay un giro en sus apuntes. En el lugar de las agendas de notas y diario personal surge un periódico político. Se registran las directrices ampulosas, los brindis y los discursos de Stalin de modo que así, mediante reproducción fiel de los discursos y anotación de los prominentes se convierte en una especie de reaseguro caso de que sus agendas o libretas caigan en manos del NKWD y sean examinadas con detención. Sólo la existencia de los apuntes y libretas hubiera bastado para llevarle al patíbulo.
El pacto de no agresión, cerrado entre la Unión Soviética y el Reich alemán en agosto de 1938, significa un cambio de la política socialista. El «internacionalismo» y los Komitern se vuelven inservibles. Pero en las agendas de Dimitroff no hay ni una palabra de protesta.
Una semana después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial él asumió ya una lista de tesis, que ahora debían no sólo acomodarse a la nueva situación sino que debían interpretarse con nueva perspectiva. Aquí Hitler aparece como el peón inconsciente de Stalin: «No es malo, si Alemania pone en jaque la situación de los países más capitalistas (sobre todo Inglaterra). El mismo Hitler destruye y entierra, sin darse cuenta y sin querer, el sistema capitalista». Con ello se transmite una horripilante falsa estimación por parte de Stalin.
Dimitroff en esta época se concentra en potenciar la labor de propaganda, se ocupa de la reeducación de los prisioneros de guerra, de la instrucción de los movimientos de partisanos y rebeldes, de su armamento técnico y de su dotación financiera. Se crea y extiende una red amplia por cada estado. Por doquier se oyen y repiten los lemas de Dimitroff. El altavoz de Stalin alcanza en estos primeros años de guerra quizá el cénit de su poder publicitario, aun cuando los Komitern se replieguen en retaguardia. La guerra civil de China juega un papel central, los representantes de los partidos de la Europa occidental necesitan directrices sobre el curso político, se imparten lemas para los grupos de emigrantes, hay que potenciar a los compañeros sirios y libaneses en su lucha contra las potencias del Eje, y Dimitroff se preocupa tanto del Partido Comunista iraní como del Tito rebelde. En mayo 1943 se declara la disolución de los Komitern. Con esta hendidura en la actividad de Dimitroff termina el primer tomo de sus agendas.
Y Erhard Crome, hablando sobre Gregori Dimitroff y su época, escribe que «tras la finalización del Sistema socialista estatal en la Unión Soviética y en el Este de Europa las interpretaciones occidentales de la historia tuvieron como objetivo principal, desde el inicio, condenar el marxismo y las ideas comunistas, tildadas como erróneas, políticamente equivocadas e incluso calificadas de criminales o abocadas necesariamente a los crímenes del estalinismo. Todo ello destinado a prevenir en el futuro ideológica y políticamente ante los anhelos socialistas.
Claro está, en esta explicación se deja de lado que la Revolución rusa de Octubre de 1917 fue resultado de la Primera Guerra Mundial, y la violencia de la guerra civil rusa la continuación de la violencia militar que las fuerzas imperialistas desencadenaron en aquella guerra. Algo que no disculpa los acantonamientos de Stalin pero sí los ubica en el contexto de los grandes crímenes del siglo 20, a los que pertenecen sobre todo los crímenes de guerra de la Segunda Guerra Mundial perpetrados por los alemanes y el holocausto, así como el lanzamiento de bombas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki por USA.
Pero no solo se desprecia la teoría y práctica socialista sino también se sataniza a personalidades históricas, que abogaron y respondieron de ellas. Y una es Georgi Dimitroff. Su nacimiento en 1882 ocurre tan solo 4 años después de la refundación de un estado búlgaro, consecuencia de la guerra turco-rusa de 1877/78, luego de permanecer el país casi 500 años bajo dominio otomano. Las fronteras del estado búlgaro, modificadas posteriormente varias veces, fueron resultado, por una parte, de disputas de reparto entre las grandes potencias europeas y, de otra, consecuencia de nuevas revueltas y guerras. En las guerras balcánicas de 1912 y 1913 no sólo combatieron los estados balcánicos, relativamente pequeños, contra el imperio otomano sino también entre sí por el reparto de los territorios conquistados.
La niñez, juventud y socialización de Dimitroff tuvo lugar y se desarrolló en esta época convulsa. Provenía de ambientes humildes, su padre era conductor de coches de caballos, la madre obrera del campo. Él asistió a la escuela primaria, fue aprendiz en Sofía en un taller gráfico y ya con 15 años se alistó en el sindicato y con 20 en el partido Democracia Social. Tras la división del partido en 1904 se adhirió al ala izquierda, revolucionaria marxista (Engherzige). En su vida política cabe distinguirse cuatro fases.
El doctor Gorordo, hablando de interpretaciones, recoge en su tesis las palabras del filósofo polaco Adam Schaff a este respecto: «los historiadores, en la medida que difieren, no tienen la misma visión del proceso histórico; dan imágenes distintas, y a veces contradictorias, del mismo y único hecho».
Y el profesor Víctor Moreno nos recordaba días atrás que «de boquilla convenimos en que existen muchas versiones, todas válidas, decimos alegremente, pero será nuestra mirada y nuestra versión la que pretenda imponerse frente a las otras. Y ello, incluso, aceptando la imposibilidad de llegar a conclusiones definitivas, sean de Agamenón o su porquero. Lo habitual es no ponerse de acuerdo con nadie que no piense como uno. Y haremos bien. Por supuesto. Hay que llegar al consenso desde el disenso y, si no es posible, al menos permitir que los disidentes sigan vivos.
Nuestras convicciones son producto de miradas prismáticas sobre una realidad pasada y presente. Un prisma es un cuerpo geométrico que al pasar la luz, este la descompone en sus colores primarios; por ejemplo, la luz blanca (como la solar) da un espectro de siete colores (rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo y violeta). Obviando la metáfora, digamos que la mirada del historiador es de esa naturaleza. Cada cual utiliza su prisma obteniendo una luz distinta, un relato que será fruto de su luminoso ímpetu ideológico o político; además de las inevitables correcciones religiosas, morales, sexuales y artísticas que deslizará sobre el cuerpo investigado».
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