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Andy Warhol, pintando con una fregona

Fuentes: El Viejo Topo

Andy Warhol era un chico pobre de Pittsburgh que siempre soñó con la riqueza, fue elevado a icono de la contracultura y se convirtió en uno de los artistas más famosos del mundo, uno de los patrones de ese pop art acuñado por el crítico Lawrence Alloway y que de Johns a Rauschenberg, de Oldenburg […]

Andy Warhol era un chico pobre de Pittsburgh que siempre soñó con la riqueza, fue elevado a icono de la contracultura y se convirtió en uno de los artistas más famosos del mundo, uno de los patrones de ese pop art acuñado por el crítico Lawrence Alloway y que de Johns a Rauschenberg, de Oldenburg a Lichtenstein, llenó la imaginación de Estados Unidos y Gran Bretaña durante los años sesenta del siglo pasado. Su museo en Pittsburgh, esa decadente ciudad del acero, es el mayor dedicado a un artista en Estados Unidos; y su reputación entre coleccionistas y museos se sostiene: la lata de sopa de Warhol fue vendida por once millones de dólares, uno sus retratos de Marilyn (hizo más de una decena) se vendió por veintiocho millones, y sus devotos dejan envases de Campbell ante su lápida en el cementerio de la Steel City.  

Recorrer las obras y las ocurrencias de Warhol (que fueron presentadas en el primer semestre de 2018 en el Caixaforum de Barcelona, y, después, en Madrid: Warhol, el arte mecánico) ayuda a entender los brillos de unos personajes y una época neoyorquina, los años sesenta y setenta del siglo XX, que se desvanece, aunque algunos, como el mismo Warhol, sigan mereciendo una injustificada atención, en un borroso reflejo de las fiestas interminables de esos años de apogeo del capitalismo norteamericano donde ser famoso (no importa por qué razón, y si se debía o no al mérito o la excelencia en alguna actividad) abría todas las puertas, y donde estar presente en algunos lugares de Manhattan otorgaba certificado de relevancia, en el inicio del camino que después recorrieron artistas de ocasión, buscavidas y pícaros de la modernidad, y que culmina, por ahora, en el vulgar exhibicionismo y en la putrefacción de una cultura de masas que, de la mano de la televisión, busca el conformismo, la abulia y el embrutecimiento popular.

Si hemos de creer en sus propias palabras, Warhol iba a la escuela por el ghetto checo en McKeesport, una pequeña población en el Monongahela, al sur de Pittsburgh. Estuvo seriamente enfermo durante su infancia, y estudió después en el Carnegie Tech que había fundado el magnate escocés, y, con poco más de veinte años, en 1949, se largó de Pittsburgh a Nueva York, donde empezó a vivir en cualquier tugurio neoyorquino, en pisos compartidos llenos de cucarachas, e incluso en un sótano de la calle 103 con Manhattan Avenue con diecisiete personas más. Vivió también catorce años, entre 196o y 1974, en el 1342 de Lexington Avenue, casi en la 89, con su madre. De Lexington Avenue, Warhol se fue al 57 de la East 66, entre Madison y Park Avenue, hasta su muerte.

Muchos de sus recuerdos los desgranó en un libro de título espantoso y petulante, La filosofía de Andy Warhol (de A a B y viceversa), volumen que, en realidad, escribió su secretaria Pat Hackett. Su primer libro tenía un título llamativo, A, donde Warhol grabó las ocurrencias de su amiga Ondine («la persona más interesante que conocía» entonces) en varias sesiones, con trozos de charlas de los círculos donde consumían drogas y se relacionaban sexualmente sin precauciones. Warhol publicó también una recopilación de sus conversaciones con Hackett, POPism, donde ambos pasan revista al pop art y a la década de los sesenta del siglo XX. Hackett publicaría además los Diarios del serigrafista, conversaciones de aluvión que mantenían cada día por teléfono, que, a menudo, son absolutamente prescindibles.

Tanto en la publicidad como en la pintura pop o como cineasta underground tuvo un enorme éxito. Empezó trabajando como grafista para Tiffany & Co, o Vogue , en el mundo de la publicidad y la palabrería, y se convirtió en u no de los inventores del pop art norteamericano, además de Wesselman, Oldemburg, Lichtenstein y Rosenquist. En 1962, expone por primera vez sus latas de sopa Campbell en la galería Ferus de Los Ángeles, que, después, algunos relacionaron con los cuadros azules de Yves Klein que había pintado a finales de los cincuenta, y consigue exponer en la neoyorquina galería Stable, donde coloca sus serigrafías de refrescos de cola y de Marilyn Monroe: corre 1962 y el nuevo Pop Art está en boca de todos, y, a partir de 1966, gracias al crítico de Life, David Bourdon, amigo de Warhol, su notoriedad aumenta: Bourdon compara las latas de sopa con los cuadros rojos y blancos de Rothko. Warhol, hábil, crea su primera Marilyn, pocos días después del suicidio de la actriz.  

Warhol persiguió la fama y el dinero con ahínco: no tenía pretensiones, ni quería abrir nuevos caminos para el arte y la cultura. Su pintura, sus películas, sus obras, no tenían ambiciones, aunque museos como el Whitney de Nueva York lo acogieran en sus salas cuando tenía poco más de treinta y cinco años. Como años después consiguieron Jeef Koons o Damien Hirst, el dólar traía los laureles. Se inventaba las entrevistas, como el disparate hecho con John Giorno, «Un poeta entrevista a Andy Warhol», que nunca se publicó, o la entrevista que le hizo Gerard Malanga, su ayudante, en 1964: s us entusiastas repetían después que Warhol representaba un papel, y que esas charlas eran incluso eran trozos de comedias. También llegó a contratar a un doble, Allen Midgette, para que hiciera conferencias por él, convenientemente ataviado con peluca plateada y gafas de sol, como él. El escenario de sus éxitos fue la Factory: estaba en la quinta planta del 231 East 47th Street, entre la Segunda y la Tercera Avenidas y junto a la ONU, y fue durante los años sesenta, antes de los sucesivos cambios, un lugar para celebrar fiestas, consumir drogas, compartir sus relámpagos sexuales y para que los empleados trabajasen en el negocio de Warhol; desde allí, Warhol vio pasar al Papa, y a Kruschev, que se dirigían a las Naciones Unidas. También era el sitio adecuado para recibir a quienes iban a pavonearse, ricos y desocupados que querían ver orgías y rozarse con la fama: allí acudía gente como Ginsberg, Kerouac, Giorno, Jagger y sus colegas, Hopper, Capote, Bob Dylan, Barnett Newman, además de actores porno, travestis y chaperos, y tocaba el grupo de Lou Reed y John Cale, The Velvet Underground . Cuando ya era muy conocido, Warhol pudo contratar a varios ayudantes que realizaban buena parte de la carga: creó el viejo taller donde el trabajo de otros era vampirizado por el propietario.

Después, en 1968, la Factory se instaló en la sexta planta del número 33 de Union Square West: allí fue, ese mismo año, donde una de sus seguidoras, Valerie Solanas, le disparó con un revólver, dejándole secuelas para siempre: c reyó morirse y ese temor no le abandonó nunca. Allí trabajaba Warhol, entre Fred Hughes (una especie de agente suyo, que le organizaba jolgorios y citas), Paul Morrisey y Vincent Fremont. Crea entonces Interview, con Gerard Malanga, un poeta que se convirtió en su principal ayudante durante los años de la Factory en la calle 47. Era una revista conservadora, repleta de anuncios comerciales, y que jugaba con la celebridad de quienes se creían personajes relevantes: uno de sus responsables, Bob Colacello, llegó a decir que la revista pretendía «la restauración de un mundo tan glamouroso y tan olvidado como el de las dictaduras y las monarquías». Finalmente, en 1974, se instaló en el 860 de Broadway, también junto a Union Square Park. En esos años setenta, Warhol frecuenta el Studio 54, la discoteca donde iban todo tipo de personajes adinerados y con tiempo libre, que no tenían que madrugar cada día, a que los vieran, a sentirse tocados por la gloria, y para ver a Liza Minnelli, Elizabeth Taylor, Mick Jagger y tantos otros.

Warhol había hecho los retratos de Marilyn Monroe, Elvis Presley, Marlon Brando, Liz Taylor y, después, mantuvo una serie de comisionistas que le conseguían encargos: cualquiera podía hacerse un retrato con Warhol, siempre que tuviese dinero. Atendía a quienes podían pagar, y el procedimiento era sencillo: fotografiaba al cliente, hacía que el serígrafo (Alexander Heinrici, que trabajó también para Jasper Johns, Willem de Kooning, Robert Rauschenberg y Roy Lichtenstein ; o Rupert Smith) le pasase a acetato la imagen, y, con sus ayudantes, la retocaba para hacer más atrayente al modelo, y ampliaba el tamaño para que, finalmente, el mismo impresor le hiciese la serigrafía definitiva. De hecho, no importaba mucho cómo se hacía la obra, ni el producto final; uno de los precursores del movimiento, el pintor británico Richard Hamilton, había dicho que el pop art era resultado de «un truco publicitario, encantador y un gran negocio.» Warhol cobraba veinticinco mil dólares por cada retrato: era una magnífica transacción. Muchas veces, el producto era fruto de la casualidad: en la segunda exposición que hizo en la galería Ferus, de Los Ángeles, Warhol había hecho imprimir retratos de Elvis Presley en un rollo de lienzo; el dueño de la galería, Irving Blum, los cortó y los dispuso como le pareció. Gerard Malanga concluyó que la elaboración de las serigrafías era muy fácil: lo más trabajoso era limpiar las planchas, y los retratos podían venderse en cualquier parte. Después de todo, el propio Warhol había dicho que para él los nuevos museos eran los grandes almacenes.

Empezó también a hacer películas, utilizando fragmentos desechados, largometrajes underground. La primera, Sleep, rodada en 1963, dura seis horas y muestra al poeta John Giorno durmiendo; a su estreno, un año después, asistieron nueve personas. A partir de 1963 se vuelca con el cine, y crea las Screen Tests, unas películas mudas de unos tres minutos donde retrataba a una persona: el modelo debía sentarse y Warhol rodaba, como hizo con Marcel Duchamp o Salvador Dalí. Nada más. Sin embargo, creyó ver en sus films una travesía y una tierra más grande: en 1964 rodó ya catorce, y al año siguiente, más de veinte. En 1965, Warhol declara que va a dedicarse exclusivamente al cine y la música, abandonando la pintura. Trabaja entonces con el grupo The Velvet Underground, para quien hizo la famosa carátula del disco con un plátano amarillo, elogiada por sus incondicionales hasta el aburrimiento. Sus películas distribuidas coexistían con otras como Blue movie, donde la actriz Viva Hoffmann salía fornicando, y que se estrenaría treinta años después de su rodaje; hoy, Viva afirma que las películas eran aburridas, con razón, y que Warhol podía ser Satanás. Warhol iba al Max’s Kansas City (un restaurante y club en el 213 de Park Avenue South, donde actuaban grupos como The Velvet Underground, Cherry Vanilla, New York Dolls, Iggy Pop, Lou Reed, Patti Smith, The Fast, B-52’s, Devo, Suicide y otros muchos, muy poco conocidos, como Springsteen o Bob Marley) y allí seleccionaba personajes, o ellos mismos se presentaban en la Factory o asistían a las fiestas. Esos años alegres y despreocupados para esos asiduos de la noche, son también los años en que los soldados norteamericanos chapoteaban en el pantano de sangre de Vietnam.

A partir de los años sesenta, Warhol tenía poco que ofrecer: se centró en su revista, Interview, ocupado en conseguir publicidad, en guardar cualquier objeto o papel que le parecía relevante, y en acumular obsesivamente las grabaciones que hacía, que hoy conserva el museo que lleva su nombre en Pittsburgh. Llegaba al delirio de rodar en video todo lo que ocurría a su alrededor; en la Factory, la gente que pasaba, las horas muertas. En los setenta, era ya un personaje dedicado a hacer negocios, aunque tal vez lo fue siempre, dispuesto a firmar latas de sopa y cajas de jabón, de utilizar el rostro de Mao y el de Farah Diba o el Sha de Persia; convertido en un hombre similar a Salvador Dalí, que fue capaz también de perseguir sin descanso ni pudor la fama y el dinero; no en vano, Breton ideó su Avida Dollars con el anagrama de su nombre. Sin duda, Warhol tenía sentido de la oportunidad: en 1974, presentó en París (en el Palais Galliera, un museo sobre moda) su exposición de retratos de Mao, con un papel de lunares morados, utilizando la repercusión informativa que había tenido la visita de Nixon a Pekín en 1972.

En sus Oxidaciones (que tituló primero Piss Paintings, Pinturas de orina), realizadas a partir de 1977, Warhol orinaba sobre una superficie donde se había aplicado yeso y pintura al cobre, para conseguir tonos amarillos, verdes y calabazas, y pedía a conocidos suyos que fueran a mear también sobre sus obras, aunque el procedimiento tenía el inconveniente de que la obra conservara un olor repugnante. Según Colacello, en los años setenta se puso de moda en los círculos homosexuales de Nueva York asistir a sesiones de watersports, que consistían en acudir a locales de sauna donde hombres desnudos meaban encima de otros que estaban tumbados en el suelo. Esa orina era la forma de conseguir efectos sorprendentes para alguien que podía permitirse cualquier desorden del espíritu: también utilizó polvo de diamante. En 1964, Warhol empapela con triviales cabezas de vaca rosadas sobre fondo amarillo, serigrafiadas en papel, una galería de exposiciones, y, en sus Silver Clouds, o nubes plateadas, de 1966, infló con helio y aire unos cojines de plástico para que flotasen, como si fueran globos infantiles, que denominó «esculturas flotantes». Sus fieles, aplaudían.

A partir de 1977, con la inauguración de la discoteca Studio 54, los famosos y ricos iban allí, y también empezó a hacerlo Warhol: era el escenario perfecto para mostrarse, para estar presente en la prensa y la televisión. A finales de los años sesenta y principios de los setenta, se dedicó sobre todo a las películas, aunque tuvo problemas para su difusión. Era capaz de hacer tres o cuatro films en un mes. Empire la rodó desde la planta 44 del rascacielos donde estaban Time y Life: es una película underground de ocho horas que muestra el Empire State de noche: puso a grabar la filmadora desde las seis de la tarde hasta la madrugada, acompañado del cámara John Palmer, de Malanga, y del cineasta lituano Jonas Mekas, entre otros. «Siempre he soñado con vivir en Los Ángeles» escribió en América, recordando los tiempos en que negociaba con los estudios de Hollywood.

Warhol era un tipo amante del dinero, a quien gustaba frecuentar los círculos donde la riqueza no tenía la menor importancia; obsesionado con la fama, y que perseguía a quienes la poseían; era un católico de misa diaria, devoto hasta el punto de rezar en su casa y en la iglesia, como las señoras que pasaban el rosario; inclinado, en cuestiones políticas, hacia los demócratas, sin alardes, aunque estimulaba a sus empleados para que los votasen, ofreciendo incluso premios por ello, (contradictorio, al final de su vida afirmaba que no era ni de derechas ni de izquierdas, que le gustaba Reagan y que no tenía interés en viajar a la Unión Soviética). Satisfecho, el 14 de junio de 1977, fue a la Casa Blanca a enseñarle al presidente Jimmy Carter el dibujo que le había hecho. Ataviado con su disfraz, sin poder ocultar su nariz, siempre roja, que no le gustaba, anduvo con dermatólogos, y le gustaban las gracias banales; afirmaba que lo más hermoso de Estocolmo o de Florencia era el McDonald’s, a diferencia de Moscú o Pekín que no eran ciudades agraciadas porque carecían de ese tugurio de infames carnes picadas. Explicaba cualquier cosa cuando le preguntaba la prensa. La fama era una ventaja: hacía posible que conociera a quienes aparecían en las revistas de chismorreos.En sus últimos años era también un personaje mítico para el movimiento gay, como William S. Burroughs, hasta el punto de que una entrevista entre ambos (grabada en un restaurante de Irving Place) apareció, en octubre de 1980, en una relevante revista pornográfica para homosexuales, Blueboy, que tenía doscientos mil subscriptores, con ocurrencias entre ambos: Warhol afirma que debería ser la prostituta quien pagase al cliente, y los dos hablaron del tamaño de sus penes y otras agudezas semejantes.

Aquel chico de Pittsburgh se apropiaba de cualquier cosa, robaba motivos e imágenes de la publicidad o de los cómics, con el esquema de la repetición, aunque no desdeñaba otras fuentes de inspiración: fue a ver el cuadro de Tischbein, Goethe en la campiña romana, de 1786-87, que se encuentra en el Instituto Städel de Frankfurt, para inspirarse en él.Frecuentaba los programas de televisión, y bebía de la ramplona publicidad que empezó a inundar la vida de las ciudades norteamericanas. Warhol, siempre temeroso de arruinarse, convirtió la fama en una profesión, como en los reality de nuestros días. Desayunaba con sus criadas y después se iba por joyerías y anticuarios para regalar su revista y conseguir anunciantes, antes de volver a la oficina, mirar cartas, chismorrear, dibujar algo y prepararse para las fiestas o compromisos nocturnos.

En 1985, dos años antes de morir, publica América, con sus fotografías: es un libro patriótico (Estados Unidos es «el mejor país del mundo»), donde juega con sus viejas ideas: «El arte de masas es arte culto». Cuando estuvo ingresado en un hospital tras el atentado que sufrió, se dio cuenta de que su empresa Andy Warhol Enterprises funcionaba igual sin él: comprobó que el mejor arte eran los negocios. » Hacer dinero es arte, y el trabajo es arte, y un buen negocio es el mejor arte». Su confusión, o su hipocresía, llegaba al punto de afirmar que lo mejor de Estados Unidos era que los ricos «compraban esencialmente las mismas cosas que los pobres», ilustrando su convicción con el mejunje de cola azucarada que envenenaba ya entonces al país. Pero sabía perfectamente que no era cierto: él mismo cobraba decenas de miles de dólares por un retrato serigrafiado, mientras Joan Tiger Morse vestía a las damas burguesas de Nueva York, a quienes vendía vestidos de dos mil dólares, aunque los hubiese adquirido por dos dólares y les hiciese después algunos arreglos: Jacqueline Kennedy y Jean Harvey Vanderbilt le compraban. Como Warhol, despachaba caprichos a quienes podían permitírselos.

Tuvo suerte: muchos de sus devotos críticos, elevaron insustanciales entrevistas a la categoría de literatura; sus respuestas infantiles fueron consideradas un hábil recurso para impugnar los tópicos de su época, y sus banales textos para su libro de fotografías, América, una deliberada y sofisticada estratagema que, supuestamente, Warhol perseguía. Le dotaron de una fantasiosa aura de misterio, y de una sofisticación intelectual que estaba lejos de poseer, convirtieron su trivialidad en una tácita destreza para responder y defenderse de las imposiciones de la sociedad de consumo; fueron capaces de relacionar el cabello negro de su serigrafía de Liz Taylor con el Libro de los muertos de la cultura egipcia, dotándole de una profundidad y de unos recursos expresivos que siguen deslumbrando a sus hagiógrafos; hablaron de un «mundo Warhol» capaz de crear un centro de experimentación artística, la Factory, que los fascinó, aunque en la mayoría de sus creaciones apenas se vea hoy el oropel y el papel de plata: como el mismo Warhol reconoció, poseía una empresa donde, como cualquier patrón, los empleados trabajaban, aunque él mismo no hiciera nada en ocasiones. Hizo un personaje de sí mismo, dicen sus enamorados, pero, en realidad, elaboró un disfraz. Cuando, en el número 860 de Broadway, una mañana, Warhol se puso a pintar con una fregona, mientras Christopher Makos lo fotografiaba, quedaban lejos los días de 1960 en que rondaba por Park Avenue intentando hacerse el encontradizo con Truman Capote, a quien admiraba y molestaba llamándole por teléfono, y a quien, años después, haría una fotografía con las cicatrices junto a la oreja por un estiramiento de piel, pero compuso, sin saberlo, una imagen de sí mismo tan real como el tipo célebre que acudía con su peluca gris a las fiestas exclusivas de Park Avenue. Católico ferviente, Warhol llegó a visitar a Juan Pablo II en el Vaticano, y era un comprador compulsivo: cuando murió, el comedor de su casa de la calle 66 estaba tan lleno de cajas (¡sin abrir!), que ni siquiera se podía entrar, con miles de objetos que había comprado; la subasta que hizo Sotheby’s con sus pertenencias consiguió venderlas por veinticinco millones de dólares.

Buena parte de aquella contracultura que bautizó Roszak, un movimiento inconformista que supuestamente se enfrentaba a lo establecido, al poder, que había convivido con el movimiento hippie y seguido las pautas de la generación beat en el consumo de drogas, en la libertad sexual, incluso en el rechazo de algunos rasgos de la cultura americana; que parecía merodear en los márgenes de la sociedad (no en vano jugaba como underground) era de hecho una oposición «prevista y autorizada por el sistema», como advirtió Giulio Carlo Argan, un artefacto que acabó como juguete de las noches de ocio de la jet neoyorquina, aunque, al mismo tiempo, Warhol ganase mucho dinero. Reproducir de forma mecánica, repetir un mismo motivo, la adoración a la cultura de consumo, el pop, las drogas, la juventud, las discotecas, la nueva música y el capitalismo optimista de los años sesenta, crearon un cóctel con el que se emborrachan en las noches neoyorquinas en Studio 54, aunque ese mismo capitalismo había sembrado la muerte en Indochina. Pero Warhol y sus amigos eran prisioneros de la obsesión por la fama, y el mercadeo con los rostros célebres de Estados Unidos o del resto del mundo, era una forma de vida, encerrada en las noches de Park Avenue, entre chismorreos sobre los grandes burgueses norteamericanos, sus fortunas y sus propios e intrascendentes líos sexuales. Esa sociedad del consumo que Warhol idolatraba, termina en un mar de plástico; ese consumo masivo que compra y derrama, que utiliza cualquier imagen de los productos de desecho de la economía capitalista, plasmado en las serigrafías de Warhol, fue elevado a la categoría de artefacto transgresor, que supuestamente rompía con las viejas convenciones sociales por el procedimiento de la repetición y el aspecto rudimentario, aunque nada tenía que ver con la deliberada tosquedad expresionista y, mucho menos, con su apuesta revolucionaria.

Olvidados ya los años de plástico y neón («echo de menos esa época en que América tenía grandes sueños para el futuro»), el 25 de diciembre de 1983, Warhol recoge en su diario: «Me levanté y era domingo. Intenté teñirme las cejas y el pelo, pero no estaba de humor. Fui a la iglesia.» Las últimas líneas de sus diarios, cinco días antes de morir, dicen: «me desperté a las 6’30 y no pude volverme a dormir, así que me tomé unos Valiums, un Seconal y dos aspirinas, y me sumí en un sueño tan profundo que no me desperté cuando Pat Hackett me llamó a las 9. Como no contesté, se asustó porque nunca había pasado. Llamó por la otra línea y lo cogió Aurora desde la cocina. Y PH la hizo ir a mi habitación y despertarme. Yo hubiera preferido que me dejase dormir».

Fuente: El Viejo Topo