El domingo pasado el mundo intelectual sufrió la pérdida del gran pensador Antoni Domènech. A muy temprana edad se unió a la resistencia antifranquista desde la clandestinidad y toda su vida luchó por la democracia republicana y la justicia en el mundo. Autor de obras como El eclipse de la fraternidad y fundador de la […]
El domingo pasado el mundo intelectual sufrió la pérdida del gran pensador Antoni Domènech. A muy temprana edad se unió a la resistencia antifranquista desde la clandestinidad y toda su vida luchó por la democracia republicana y la justicia en el mundo.
Autor de obras como El eclipse de la fraternidad y fundador de la revista Sinpermiso, su trabajo abarcó un vasto horizonte temporal y engloba temas cuyos vínculos no respetan el corte tradicional de las ciencias sociales. Por eso su mirada abarcó la teoría política, la ética, la lingüística, la filosofía política, la teoría económica y desde luego la historia. Solo Antoni Domènech podía construir los caminos analíticos capaces de penetrar ese laberinto sin perderse. Es imposible rendir el tributo que merece su trabajo en este espacio.
Una de las características de la obra de Antoni Domènech (AD) es la demolición de las grandes falsificaciones históricas que tanto han distorsionado el pensamiento político de nuestro tiempo. Las falsificaciones históricas son procesos relacionados con lo que AD llamó mutaciones semánticas, cambios en el significado de palabras y conceptos a lo largo del tiempo que terminan por deformar nuestra percepción de procesos históricos. Las mutaciones semánticas no siempre son espontáneas y más frecuentemente surgen de errores analíticos o tergiversaciones deliberadas y malintencionadas ligadas al revisionismo histórico de mercenarios intelectuales o peritos en mentir como les llamaba AD. Desde la Revolución francesa, hasta la gran crisis financiera del 2007, pasando por el surgimiento del fascismo y otros lances históricos, el análisis de AD fue desmantelando incansablemente esas grandes mentiras.
Una de las falsificaciones históricas de mayor envergadura que Domènech desmanteló brillantemente es la que concierne a la democracia. El tema arranca en la Revolución francesa, con la distorsión que el revisionismo histórico construyó alrededor de la figura de Maximilien Robespierre. El mensaje clave de esta distorsión es que la Revolución francesa habría sido una revolución burguesa y que los frutos de esa lucha, en especial la democracia y la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, de 1789, serían la aportación de la burguesía y no de una revolución conducida por las clases trabajadoras del pueblo.
Como señala Antoni Domènech, la idea de que la Revolución francesa habría sido ‘burguesa’ forma parte de un esquema cuajado en la Belle Époque. Más tarde, el marxismo ortodoxo que tan atinadamente criticó Antoni Domènech siguió consolidando el malentendido y cimentando en el imaginario colectivo la idea de democracia burguesa. Pero la verdad es que ni Marx, ni nadie antes de 1850, consideró a la Revolución francesa como algo distinto de una gran revolución popular democrática, es decir, concluye Domènech, como un movimiento de la clase trabajadora. El pueblo, y sobre todo el pequeño pueblo al que aludía Robespierre, no era ni la burguesía, ni el ‘tercer estado’. Se trataba de un ‘cuarto estado’, integrado por el conjunto de pequeños campesinos, artesanos, pequeños comerciantes, jornaleros, asalariados y los desposeídos en general. Domènech muestra que Robespierre comprendió rápido el carácter de clase de varias posturas de la Convención basadas en la noción de ciudadanos activos (ricos y con derecho a sufragio) y ciudadanos pasivos (que no tenían derecho a sufragio). De ahí su voto negativo a diversas propuestas basadas en esta distinción.
Domènech revela las relaciones entre el radicalismo de Robespierre y los candentes temas de la propiedad, el sufragio, la abolición de la esclavitud y la destrucción de la ley patriarcal en el seno de la familia. Las posiciones de Robespierre helaron el corazón de la burguesía y sus aliados. Y por eso cuando sobreviene la contrarrevolución del Termidor en 1794 comienza la doble falsificación histórica que describe a la Revolución francesa como una revolución burguesa y reduce a Robespierre al rol de un vulgar verdugo sanguinario (en la ‘época del terror’). De golpe se coloca falsamente a la democracia salida de la Revolución francesa como una aportación de la burguesía y no como una conquista de las clases trabajadoras. Domènech agudamente observó que a ese revisionismo histórico le acompaña el hecho de que el derecho constitucional francés nunca tuviera lugar para un capítulo sobre derechos universales sino hasta 1946, después de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial.
La obra de Antoni Domènech nos ayuda a no perder de vista el hecho histórico de que la democracia y el sufragio universal, la república, el derecho público y el derecho laboral, la descolonización y la derrota del fascismo han sido fruto de las luchas de las clases trabajadoras y no concesiones o aportaciones de las clases dominantes.
Aún después de desaparecido Antoni Domènech, su trabajo e inteligencia continuarán corrigiendo y marcando rumbo con la tenacidad que le caracterizó en vida.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2017/09/20/opinion/030a1eco