Querido Ellacu: Pronto se reunirán los obispos en Aparecida, y Dios sabe qué ocurrirá. Lo que es claro es que hay que «revertir la historia», como dijiste en tu último discurso en Barcelona diez días antes de tu muerte. Ciertamente hay que revertir la historia del continente, y también, en buena medida, la historia de […]
Querido Ellacu:
Pronto se reunirán los obispos en Aparecida, y Dios sabe qué ocurrirá. Lo que es claro es que hay que «revertir la historia», como dijiste en tu último discurso en Barcelona diez días antes de tu muerte. Ciertamente hay que revertir la historia del continente, y también, en buena medida, la historia de la Iglesia.
En Medellín estuvo el dedo de Dios. Lo agradeciste y lo pusiste a producir entre nosotros los jesuitas y en la espiritualidad de san Ignacio, en la UCA y en el país. Pronto se generó una reacción, pues un Dios de los oprimidos molesta. Reaccionó la Casa Blanca con el informe Rockefeller. Y reaccionaron también algunos miembros del CELAM. Tristemente, comenzó una campaña de ataques a obispos, teólogos, religiosas y comunidades, y no siempre con buenas artes.
En ese contexto, Puebla debía poner freno a Medellín, de lo que pronto caíste en la cuenta. Analizaste en profundidad el documento preparatorio, y mostraste sus aciertos y sus fallos. Y por cierto, hiciste hincapié en que la ambigüedad no se superaría «si no se transforma radicalmente su cristología y eclesiología». Lo recuerdo ahora porque esa advertencia sigue siendo necesaria. A veces da la sensación de que Jesús de Nazaret hubiera desaparecido de la cristología oficial. Y de «la Iglesia de los pobres» -nada digamos de «la Iglesia popular»- ya no hay mención. Pero no sólo criticaste, sino que aportaste un texto espléndido: «El pueblo crucificado. Ensayo de soteriología histórica», que, junto con las homilías de Monseñor, hizo época: los pueblos crucificados son la presencia de Dios y de su Cristo, y de ellos proviene salvación. Te mantuviste firme en la línea de Medellín, y lo enriqueciste. Hoy pocos hablan así.
Puebla no llegó a romper con Medellín, pero el deterioro eclesial se hizo notar, y en Santo Domingo fue inocultable, como ahora se reconoce sin tapujos. Estuvo organizado y controlado desde Roma. Por lo que toca al texto, increíblemente no se dio importancia a los mártires ni se agradeció el amor mayor que derrocharon, lo que es la piedra angular de toda Iglesia cristiana -y los pobres de la ciudad de Santo Domingo fueron ocultados tras altos muros. En lo personal, la Iglesia me daba la sensación de deambular con miedo a perder prestigio y con deseo de conseguir éxitos mediáticos y cuantitativos. Y todavía hoy, a pesar de numerosas celebraciones, música y procesiones, no dejo de percibir cierta desorientación e incluso tristeza eclesial.
Dicho en forma de tesis, en Santo Domingo no se reconoció a Medellín como nuestra «Asamblea de Jerusalén». En Medellín se decidió no ya ir a los gentiles, sino ir a los pobres, acompañarlos y aprender de ellos. En Santo Domingo hubo déficit y descuido de la causa de los pobres, aunque no faltaron algunas palabras sobre inculturación, lo que agradecieron sinceramente indígenas y afroamericanos, como sólo saben hacerlo los pobres, incluso cuando nos acordamos de ellos a medias y tarde. Y en mi opinión, lo más grave era la sensación de que la Iglesia no tuviera nada importante de que alegrarse. Lejos quedaba la exultación de Pablo en medio de persecuciones como las nuestras. Y poco había de la alegría de Jesús: «Gracias, Padre, por haber revelado estas cosas a los pequeños». No se notaba mucho de la alegría de las comunidades, de sus romerías y aniversarios de mártires, de la solidaridad, la «ternura de los pueblos»… Y sin gozo no puede prosperar una Iglesia basada en una buena noticia.
La Iglesia de Medellín se responsabilizó de y cargó con la historia. Ahora, aunque con algunas buenas palabras en sus mensajes, en su conjunto no da la sensación de escuchar el «sordo clamor que brota de millones de hombres» -oprimidos, mujeres, indígenas, afroamericanos, emigantes, jóvenes que no saben qué hacer ni a dónde ir-, conocidas palabras con las que comenzaba La pobreza de la Iglesia. Ni da la sensación de que su gran opción fundamental es «bajar de la cruz a los crucificados», como tú decías, Ellacu.
Pareciera, pues, que hemos perdido el rumbo. Y no echamos mano de nuestra tradición para retormarlo: dom Helder Camara, don Leonidas Proaño, don Sergio Méndez Arceo, símbolos de una Iglesia comparable a la de Las Casas y Valdivieso. Y por ello tampoco se oye mucho, ciertamente no como antes, lo que sigue en la cita de Medellín: «pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte». ¿Nos piden hoy los pobres que les liberemos? ¿Estamos cargando con su historia?
Si dilapidamos la honradez y el gozo que se originó con Medellín, la marcha atrás es inevitable, y cada día que pasa acumulamos retraso. La tarea no es, pues, fácil, pero es posible. En Aparecida Dios puede volver a irrumpir, como en Monseñor Romero ante el cadáver de Rutilio. Y también en todos nosotros, aunque no sea más que por pudor. Y veo algunos signos de esperanza.
Hay obispos que piensan que no podemos seguir con exagerado centralismo y sin hacer central la realidad de nuestras comunidades, sus gozos y tristezas. No es evangélico, no es humano y no resuelve los problemas. Hay que cambiar y mirar a las comunidades
Hay gente que piensa y profundiza en las corrientes subterráneas que mueven la historia. Hablan del Dios, que se mostró en Jesús, y también del que se siente como en casa entre otros hombres y mujeres, que lo han adorado y amado desde antes del cristianismo. Hablan del ser humano y de lo que humaniza: honradez con lo real, compasión sin componendas, justicia contra la opresión, comunidad y colegio antes que individuos aislados, el sentido común de la jerarquía de verdades…
Hay grupos de laicos, sacerdotes y religiosas, que siguen con esperanza y en resistencia permanente contra toda suerte de males. No se han dejado vencer por el desánimo y habita en ellos lo que suelo llamar santidad primordial. Emociona verlos reunidos para analizar el documento preparatorio y hacer propuestas. Lo más importante es que se reúnen en comunidad y que, con o sin el documento preparatorio, miran y analizan la realidad del pueblo, de sus familias, de sus parroquias, y de sí mismos. Miran a la Iglesia para ver cómo está y cómo debiera estar. Y nos lo dicen. Aunque en pequeño, cumplen tu gran deseo, Ellacu, que recordamos estos días: «que el pueblo salvadoreño -y todos los pobres y oprimidos- hagan sentir su voz» -también en la Iglesia.
¿Cómo será Aparecida? Sólo Dios lo sabe. Ojalá desencadene, en personas, grupos y obispos, dinamismos creativos, pero ahora sólo nos fijamos en el texto que escribirán los obispos. El documento preparatorio es decepcionante, pero es muy buena señal que ya se están haciendo propuestas importantes para cambiarlo. Las más novedosas son sobre Dios en las diversas religiones, la Iglesia en un mundo de grandes novedades, la mujer -de una vez por todas- como persona, cristiana, ministro y miembro de la Iglesia, nombramiento de obispos… Las más fundantes (increíblemente ausentes del documento preparatorio) son sobre Jesús de Nazaret, el reino de Dios que anunció y el antirreino que combatió, la Palabra de la Escritura… Las más urgentes son sobre la vida, la justicia y la verdad para las mayorías… Y hay también un esfuerzo, grande y cariñoso, para presentar a María de Aparecida cómo símbolo, a la vez, latinoamericano y cristiano: rostro de los pobres del continente y rostro de su Dios.
El texto de Aparecida deberá ser analítico, bien analizado -y ojalá se busque la presencia de personas competentes en Biblia, teología, pastoral, saberes humanos que ayuden a los obispos. Así procedían hace años muchas conferencias y obispos entre nosotros -y recordamos bien cómo insistías en la importancia de buenos análisis y conceptos. Pero el texto necesitará, además, espíritu, lo cual es otro de tus legados. «Pobres con espíritu», escribiste, para hacer convergir las bienaventuranzas de Lucas, «materialidad», y las de Mateo, «espíritu». Y en otro contexto, aunque no te atraía la idea de una UCA doctrinalmente confesional, sí insistías en que fuese una UCA «con espíritu». Por eso la definiste como una universidad, «razón», de inspiración cristiana, «espíritu».
Eso es lo que esperamos de Aparecida: «textos con espíritu». Algunos preguntarán qué es eso, y sólo puedo responder con dos ejemplos. En la homilía del 10 de junio de 1977 Monseñor Romero dijo lapidariamente: «Jamás nuestra Iglesia dejará sólo a nuestro pueblo que sufre». El pueblo captó el concepto, y el espíritu que lo empapaba. Y, por ambas razones, aplaudió. Y otro texto tuyo. «Lo que las agencias de turismo hacen para que el mundo se divierta debería hacer la Iglesia en dirección contraria para que el mundo se convierta». Con ello quedaba claro el concepto que ya habías desarrollado sobre lo que hay que hacer con el «pueblo crucificado». Y quedaba clara la exigencia a un hacer, decidido y dialéctico. El texto tenía espíritu. Era evocativo y provocativo. En Aparecida son necesarios ese tipo de textos, que posean verdad con lucidez y espíritu con ánimo. Y para ello quizás puedan ayudar las siguientes reflexiones.
1. Libertad en contra del miedo. Dicho con sencillez, hay miedo en la Iglesia, Ellacu. No es el miedo de tu tiempo a los que podían matar el cuerpo, sino a los que pueden dañar nuestra comodidad, a que seamos reconocidos o censurados. Miedo a perder privilegios, status, poder social. La impresión que damos muchos jerarcas y sacerdotes es que muchas veces estamos como paralizados. Es importante recuperar la libertad, lo que, además, es central en la fe: somos hijos, no siervos. Y en nuestras manos tenemos una palabra que, por ser de Dios, no está encadenada.
2. Humildad, examen de conciencia. En el texto citado de Medellín proseguían los obispos: «Llegan también hasta nosotros las quejas de que la Jerarquía, el clero, los religiosos, son ricos y aliados de los ricos». Matizaron las quejas, a veces basadas en apariencias, e insistieron en la pobreza de parroquias y diócesis, pero concluyeron con una gran verdad. «En el contexto de pobreza y aun de miseria en que vive la gran mayoría del pueblo latinoamericano, los obispos, sacerdotes y religiosos tenemos lo necesario para la vida y una cierta seguridad, mientras los pobres carecen de lo indispensable y se debaten entre la angustia y la incertidumbre». Ejemplo de honradez y de humildad, y hasta una forma de pedir perdón.
3. Palabra en contra del silencio. Nos podemos equivocar, pero no podemos callar ante lo que afecta gravemente al mundo de hoy, el de 2.000 millones que tienen que vivir con dos dólares al día. Hablamos sobre problemas graves de la familia, con razón, pero no contra la guerra preventiva -su concepto y su realidad- del presidente Bush, que produce miles de muertos. Denunciamos algunos pecados de los otros, pero callamos demasiado los propios -algunos de ellos aberrantes-, a no ser cuando ya son inocultables. La Iglesia menciona y condena ideologías, hasta el día de hoy, como el nazismo y el comunismo. Pero la ideología del capitalismo en sí -no sólo el salvaje- no es denunciada con vigor. Y tampoco se recuerda la ideología de la doctrina de la seguridad nacional, causante entre nosotros de decenas de miles de muertos, a manos, muchas veces, de bautizados.
4. Parresia en contra de la pusilanimidad. El entusiasmo abunda, y en exceso, en muchos movimientos. Pero nos quedamos cortos en el anuncio no de cualquier Dios sino del Dios de pobres y víctimas. Proclamar la realidad de ese Dios no es cosa de mera doctrina, sino de convicción y de parresía. Y tampoco lo es proclamar a Jesús, el de Nazaret, el que pasó haciendo el bien y murió crucificado, y así se nos manifestó como el Hijo de Dios. Hace falta audacia para proponer a ese Jesús como el hermano mayor, y no aguarlo de mil formas, infantiles o solemnes.
5. Respeto a lo propio en contra de la imposición universal. Que existan tensiones en una macro-comunidad como la Iglesia es comprensible, pero, hoy por hoy, el problema no reside tanto en algún turbio deseo de independizarse las iglesias locales del tercer mundo, las de pobres, indígenas y afroamericanos, que configuran «la gran Iglesia de los pobres». Suele provenir, más bien, del centro: sospechas, advertencias y condenaciones, y poco agradecimiento. El espíritu de inculturación no abunda. Y aun cuando hacemos la opción por ellos, en el centro de la Iglesia no están los pobres -tampoco lo están en las democracias-, sino algo que más se parece a riqueza y poder.
6. Seriedad en contra del facilismo. Depende de lugares, pero da pena ver en muchas comunidades que, cuanto más light son las cosas, más religiosas parecen. Recuerdan la advertencia de Peguy: «porque no son de este mundo creen que son del cielo». Que esto suceda entre los sencillos es hasta cierto punto comprensible, pero es irresponsable apoyar religiosidades de lo mágico y melifluo que no humanizan. Jesús dijo «háganse como niños», pero no dijo: «háganse aniñados, no discurran, no pregunten, no protesten». Cierto es que a Dios no se va por el camino del racionalismo, pero es triste que se toleren y aun se fomenten algunos tipos de religiosidad como si los sencillos no tuviesen capacidad de razonar. Y peor aún, si ello se tolera o se fomenta porque así al menos mantendrán la fe. En tu tiempo decías Ellacu que la concientización es más urgente que la alfabetización. En la actual coyuntura de la Iglesia diríamos que la maduración en el hecho de la fe es más urgente que expresarla religiosamente, cosa muchas veces pintoresca.
7. Mystagogia y credibilidad en contra de la mera doctrina. Y también hay que insistir en la otra dirección. Muchos van despertando a la razón, pues la credulidad no dura para siempre. Entonces hay que ofrecer verdad, pero sin imponer una mera doctrina. Por ello cada vez es más necesaria la mystagogía que conduce al misterio de Dios. Significa introducirnos en un misterio que es mayor, pero que no empequeñece, que es luz, pero que no ciega, que es acogida, pero que no impone. Y eso en definitiva, sólo es posible comunicarlo si tenemenos credibilidad. Sin ella, escucharemos las palabras de la Escritura: «por causa de ustedes se blasfema el nombre de Dios entre las naciones». Con ella, «la gente alabará a Dios».
8. La Iglesia de los pobres en contra de una Iglesia vaciamente universal. El sueño de Juan XXIII y del cardenal Lercaro, de don Helder Camara y de Monseñor Romero, sigue siendo la «Iglesia de los pobres» -¿de quién, si no? Esto significa que los pobres son el principio inspirador de la Iglesia, no sólo los beneficiarios de su opción. No niegan nada ni excluyen a nadie, pero son indispensables para configurar cristianamente todo lo cristiano: lo que podemos saber, lo que nos es permitido esperar, lo que tenemos que hacer y lo que se nos ha dado celebrar. Y todos somos llamados a participar, aunque de diversa forma, análogamente, se decía antes, en la «pobreza real» de los pobres y en el espíritu de «los pobres con espíritu».
Ellacu. Termino recordando tu último discurso: «Sólo con todos los pobres y oprimidos del mundo podemos creer y tener ánimos para intentar revertir la historia». Nos dices, pues, que los pobres son fuente de una fe y de un ánimo que no nos vienen de ninguna otra parte. Como te escribí el año pasado, «fuera de los pobres no hay salvación». Esperamos que Aparecida lo proclame.
Y junto a ellos, lo mejor que ha producido nuestra Iglesia y nuestro pueblo: los mártires. No veo cómo es posible reunirnos sin recordar y agradecer a los miles de mártires -así llamamos a los que entregaron su vida por amor. Y ya que es una conferencia de obispos, no veo posible no recordar y agradecer, con orgullo, a sus hermanos Enrique Angelelli, Oscar Romero, Joaquín Ramos, Juan Gerardi.
Ya sé que, ante estas cosas, el Vaticano impone paciencia, prudencia, silencio. Pero tú no actuaste así. Tres días después de su asesinato dijiste: «con Monseñor Romero Dios pasó por El Salvador». Y don Pedro Casaldáliga escribió el «San Romero de América». Lo mismo ha dicho el cardenal Carlo María Martini, el 15 de octubre, de 2005, desde Jerusalén:
«Me parece, pues, que su muerte es la de un mártir de la justicia, de la verdad y de la caridad. Y aunque yo sea del parecer que no necesitamos multiplicar demasiado los santos canonizados, vería con agrado que su heroicidad y ejemplaridad, sobre todo para los obispos, sea reconocida oficialmente por la Iglesia».
Ellacu, ojalá en Aparecida remontemos vuelo, sin reproches y con magnanimidad, sin rencores y con esperanza. Pero es importante retomar el rumbo y encaminarnos hacia un «nuevo Medellín». En Aparecida deberá haber mucho de «nuevo», pero también mucho de «Medellín». Y eso es lo que, en medio de los fallos y limitaciones que hemos mencionado, sigue presente en América Latina: religiosas que defienden a indígenas oprimidos; laicos y laicas que trabajan por los derechos humanos de los pobres, y con enfermos de sida; campesinos que estudian la biblia y se adentran en la teología; grupos de solidaridad con los emigrantes; romerías populares y aniversarios de mártires; innumerables vidas escondidas admirables; obispos dedicados a su pueblo y que se mantienen «en rebelde fidelidad»… Y una larga letanía de cosas buenas que hacen los pobres y quienes con ellos se solidarizan.
Y hay fe. Siguen creyendo en un Dios que es Padre-Madre. En un Hijo que es Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado. En un Espíritu que es señor y dador de vida y que habla por los profetas. Y es que el evangelio es como una pequeña planta que crece en cuanto la cuidamos un poco. Cuidarlo con esmero es la herencia de Medellín. Por eso tenemos esperanza. Y por eso, año tras año, les recordamos a ustedes, a todos los mártires. Ustedes son los cuidadores, los guardianes del Evangelio.
Jon
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Nota de la redacción de Adital:
Para saber más sobre Ignacio Ellacuría
http://www.ensayistas.org/filosofos/spain/ellacuria/introd.htm
Nació en Portugalete, provincia de Vizcaya (España). A los 17 años, el 14 de septiembre de 1947, ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús. En 1955 es licenciado en Filosofía. Y, entre 1955 y 1958 ejerce de formador de seminaristas diocesanos en el Seminario de San José de la Montaña (San Salvador). En Innsbruck (Austria), estudió Teología. Uno de sus maestros influyentes fue el profesor Karl Rahner. Ordenado presbítero en Innsbruck, el 26 de septiembre de 1961, hace sus últimos votos como jesuita en 1962, en su pueblo natal. De 1962 al 1965 realizó los estudios para el doctorado en Madrid, en la Universidad Complutense, bajo la dirección de Xavier Zubiri quien siempre le consideró como el continuador de su obra. Su Tesis Doctoral en la Universidad Complutense (Madrid 1965) lleva por título: La principialidad de la esencia en Xavier Zubiri -obra todavía inédita, que requiere una edición crítica-. Hace también los cursos de Doctorado en Teología pero no presenta Tesis, aunque sabemos que su principal preocupación era Dios y la realidad histórica. En 1967 regresa a El Salvador para incorporarse a la Universidad Centro Americana (UCA) «José Simeón Cañas» como profesor. Mantiene la colaboración con Xavier Zubiri y viaja a menudo a España. Pero la Conferencia de Medellín (IIª Conferencia del Episcopado Latinoamericano, de 1968) marca también su reflexión y producción teológica orientada hacia la liberación. Desde 1968 hasta su muerte será miembro del equipo rectoral, denominado «Junta de Directores» de la Universidad de la UCA, de la que será un cualificado motor incluso antes de ser el Rector. Ya en 1969 logra que la UCA asuma la revista de Estudios Centro Americanos (ECA), en la que publica muchos de sus artículos filosóficos, teológicos y políticos. De 1970 a 1973 se hace responsable de la formación de los jóvenes jesuitas de la Provincia Centroamericana, cargo que le lleva a conocer al padre Arrupe, General de los Jesuitas, defensor del principio de la encarnación en el trabajo pastoral, con quien siempre mantendrá una relación de afinidad. En 1972 es nombrado Director del Departamento de Filosofía (pues la UCA no tiene Facultad de Filosofía), y en 1973 publica su libro Teología política, obra que será editada posteriormente en inglés, en Nueva York, en 1976, bajo el título Freedom Made Flesh: The Mission of Christ and His Church. En 1974 funda el Centro de Reflexión Teológica en la UCA. En 1976 es nombrado director de la revista de Estudios Centroamericanos (ECA). En 1979 se produce un Golpe de Estado de la Junta de Gobierno en El Salvador. Fracasa este intento y se desencadena una cruel violencia y guerra en el país. En 1980, el 24 de marzo, es asesinado el arzobispo Mons. Romero durante la eucaristía. Desde 1980, El Salvador vivirá una larga guerra civil de doce años, en los que la Guerrilla se enfrentará permanentemente al Ejercito Nacional. Y ya en 1981 Ignacio Ellacuría planteó abiertamente la solución negociada al conflicto. Tras la muerte de Zubiri (año 1983), Ellacuría es nombrado Director del Seminario Xavier Zubiri. El año 1984 publica en España un libro que interpela a la Iglesia institución: Conversión de la Iglesia al Reino de Dios. Con Jon Sobrino funda la Revista Latinoamericana de Teología. En 1985, con monseñor Rivera y Damas media para lograr la liberación de la hija del Presidente Duarte, secuestrada por la Guerrilla, y de 22 presos políticos. Y, en 1986, sigue insistiendo en la necesidad de una salida negociada al conflicto civil de El Salvador. A primeros de noviembre de 1989 Ellacuría recibía en Barcelona el Premio de la Fundación Comín, otorgado a la UCA de San Salvador. Mientras, el Gobierno de aquel país temía no poder frenar la presión de la Guerrilla en la propia capital de San Salvador. Ellacuría adelantó su regreso a El Salvador sobre el 13 de noviembre, para intentar mediar una vez más en pro de la paz y la convivencia. El 16 de noviembre de 1989 fue asesinado por soldados salvadoreños del propio Ejército Nacional, en la residencia de la Universidad, junto con los jesuitas Ignacio Martín Bavó, Segundo Montes, Armando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López. Fueron también vilmente asesinadas Elba Julia Ramos, persona al servicio de la Residencia, y la hija de ésta, Celina, de 15 años. En la actualidad, el cuerpo de Ignacio Ellacuría yace enterrado en la capilla de la UCA.