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Apuntes sobre la izquierda

Fuentes: Rebelión/Agencia ConoSur

Podemos empezar con una hipótesis: la derrota ha sido tan demoledora que no existe en el imaginario de ningún militante una idea cierta de cómo podría cambiarse el mundo de una manera significativa. Es cierto, como dice Luis Mattini, que no existe hoy ninguna organización con un proyecto revolucionario y quizás sea cierto también que […]

Podemos empezar con una hipótesis: la derrota ha sido tan demoledora que no existe en el imaginario de ningún militante una idea cierta de cómo podría cambiarse el mundo de una manera significativa. Es cierto, como dice Luis Mattini, que no existe hoy ninguna organización con un proyecto revolucionario y quizás sea cierto también que no hace falta una estrategia para cambiar el mundo porque fue hecho tal como es sin ninguna estrategia. Pero este argumento llevado un poco más allá podría llevar a ponderar la no organización o el voluntarismo. Necesitamos construir algunos relatos, algunas narraciones del mundo que queremos, que no funcionen como programa cerrado, está bien, pero que sirvan como un proyecto precario y tentativo para juntarnos, para soñar, para ir la práctica y volver a contar nuevos relatos.

La impresionante multiplicidad de espacios militantes que nació o se potenció tras el 19 y 20 de diciembre, verdaderos embriones de nuevas formas de relaciones sociales, más humanas y más colectivas, corre el riesgo de transformarse en una práctica burocratizada y dogmática, no tan distinta de las tradiciones de izquierda tan criticadas, si no comienza un diálogo entre estas experiencias, que permita avanzar en la construcción de nuevas relaciones en una dimensión totalmente silenciada luego de la revuelta de aquel diciembre: relaciones políticas.

Construir un tiempo propio

El peligro aparece cotidianamente y se expresa en la burocratización de la militancia, que aparece como una actividad en la que se «invierte tiempo», como otras tantas que se encaran en la vida, pero que no parece dar los «réditos» que sí otorgan otras. Mattini dice que en la militancia se vivió siempre la tensión entre dos tiempos entrelazados: «Por un lado, el tiempo cronológico de la precisión, del método analítico previsible, del determinismo y la garantía del éxito por la razón de la historia, la seguridad en el futuro, pero también el tiempo de las burocratizaciones y las gestiones aburridas en espera de las «condiciones»; y, por otro, el tiempo subjetivo de la pasión, de la acción militante como una exigencia del ser, de la no resignación ante el «fatalismo histórico».

A lo que le podemos agregar que también vivimos en la tensión entre un tiempo individual, el que ya viene predeterminado por el sistema, el que nos pide «éxitos» continuos en una carrera contra la muerte, y el tiempo colectivo, el que podemos construir nosotros junto con otros, en el que transformamos nuestras condiciones de vida, en el que encontramos, tímidamente, algunas respuestas acerca de lo inasible en el mundo.

Ese tiempo individual también es el de la alienación en el trabajo, que no sólo quita valioso tiempo a la militancia, sino que también provoca desigualdades al interior de las organizaciones. Quien puede trabajar unas pocas horas por días (ni hablemos del «militante rentado») le saca mucha ventaja al que se pasa 14 horas en el laburo. En este caso, la desigualdad económica potencia la desigualdad política. El camino de los proyectos autogestivos aún debemos conocerlo y explorarlo: el trabajo libre, el fin de la explotación, la posibilidad de una intervención igualitaria en la organización son motivos más que suficientes para avanzar colectivamente.

Y si no construimos un tiempo colectivo, un tiempo propio, el tiempo de la militancia, ¿adónde se va? Hoy no hay tiempo para reuniones, para formarse, para encontrarse, para hacer prácticas… el desarrollo personal, la agenda impuesta por la dinámica de una vida que parece caer del cielo suele imponerse «sin posibilidades de cambio».

Lo político

Habría que preguntarse, entonces, por el sentido de la militancia por la transformación. Tenemos que seguir hablando de los treinta años porque nosotros somos hijos de la dictadura y de tanto mirar a nuestros padres, es decir, a nuestra época, algo, lamentablemente hemos mamado. La devastación social que se inició en la segunda mitad de los 70 y avanzó sin pausa con la democracia fue conformando un panorama desolador de fragmentación dentro de la organización social. Todo lo bueno que tuvo en estos años el nacimiento de miles de experiencias, de proyectos que se autoproclamaron transformadores, tuvo su correlato conservador en su carácter, la mayoría de las veces, absolutamente despolitizado. La incapacidad de nombrar nuestros sueños, de encontrar precarias respuestas a tantos interrogantes, de confiar en la organización colectiva, son algunas de sus expresiones.

Para peor, militar hoy es entrar en el terreno de la ilegalidad. Y también, por qué no, de la anormalidad. Entre los que militan y los que no se ha abierto un abismo imposible de franquear. Hay dos lenguajes, dos tiempos, dos proyectos. Quienes militan tienen entonces que vivir dos lenguajes, dos tiempos y dos proyectos. Vivir el tiempo de la carrera individual y el de la construcción colectiva. El proyecto de la conservación y el de la transformación.

En la perspectiva de ese abismo, nombrar la palabra socialismo parece una quimera o, en el mejor de los casos, un bello juego que jugamos mientras nos hacemos grandes. Parece una quimera cuando palpamos la ausencia una identidad colectiva que vaya más allá de la necesaria negatividad que acompaña todo intento de resistencia. Después del «no», ¿cuáles afirmaciones vamos a sostener?

Todo esto dentro de un marco global no mucho más alentador. Los sectores más optimistas de la posmodernidad coincidieron en la celebración de la ilegalización de la política, entendida como la dimensión humana que nos encuentra para cambiar el mundo. La política, entendida como forma colectiva de resolver en forma autodeterminada los problemas comunitarios, está bloqueada por la hegemonización de la imagen del individuo exitoso que hace de su vida una carrera con una serie de postas inevitables que la sociedad reconoce como tales. Lamentablemente el proceso que se abrió tras el 19 y 20 no logró desmontar este escenario, y riquísimas experiencias comunitarias y culturales se vieron limitadas en su crecimiento por su incapacidad para plantear con claridad la cuestión política, es decir: cuál es nuestro proyecto, qué es lo que queremos construir, con quiénes.

¿Y entonces?

Entre esas identidades que no nacen, las presiones por una «vida exitosa» o al menos digna y la ilegalización de la política, las organizaciones populares se encuentran en un atolladero: o están con el Gobierno o forman parte de una izquierda «siniestra». La falta de proyectos propios lleva, otra vez, a elegir entre identidades ya consolidadas, aunque repudiadas. Pero es la diferencia entre ser espectador y, al menos, actor de reparto. Para ser protagonistas.

Estamos en una situación de una notable falta de participación y de debates, de inmovilismo: cientos de proyectos y espacios se caen, se desactivan o si pueden resisten el embate de un Gobierno que se ocupa diariamente de dividir y confundir a las organizaciones populares con un simple argumento: desarrollar un proyecto político.

Es que, mal que nos pese, el gobierno de Kirchner ha sido el único actor, desde el 19 y 20 de diciembre, que logró enhebrar una opción política. Fue la lectura más moderada del «que se vayan todos», es cierto, pero fue. En su plan de relegitimación de las instituciones, incorporó a su proyecto a varios de los actores fuertes de aquellas jornadas y a muchas de las demandas manifiestas y latentes de sus protagonistas.

¿Y entonces? En nosotros está la posibilidad de revertir este panorama. Es cierto, con sumo cuidado de no repetir tristes experiencias del pasado, que creyeron que la discusión política era sólo para las cúpulas esclarecidas, que crearon ejércitos de soldados en lugar de colectivos de militantes, que creyeron, de una vez y para siempre, que tenían todas las respuestas. Pero deberíamos aprender que tan grave como creer tener todas las respuestas es nunca animarnos a empezar a responder alguna.

El desafío de la época: hacia una nueva cultura emancipatoria

«No hay motivos, en todo esto, para lamentarse. El hecho de que cualquier reformulación del socialismo deba hoy partir de un horizonte de experiencias más diversificado, complejo y contradictorio que el de hace cincuenta años -ni que hablar del de 1914, 1871 o 1848- es un desafío a la imaginación y a la creatividad política». Ernesto Laclau

¿Cuál es la lucha libertaria de nuestra época? Seguro no es igual a luchas anteriores, aunque debe inexorablemente nutrirse de ellas para reconocerse en una tradición emancipatoria de siglos de existencia. La lucha por el socialismo tiene que revisarse urgentemente: ¿qué es por lo que estamos peleando? ¿Cuáles son los nuevos valores? Es imprescindible que encontremos nuevos sentidos, nuevas modulaciones a este significante que llamamos socialismo, porque es cierto que tal como ha cristalizado hoy ya no convoca a multitudes a dar la vida por su promesa de futuro.

Creo que hay pocas cosas más importantes que contar historias, hacer mitos, narrar sueños colectivos que seduzcan, que emocionen, que muevan sensibilidades al compás de las razones. Me parece que nosotros empezamos en un punto de la historia. Las generaciones que nos precedieron tuvieron sus luchas libertarias y emancipatorias, de las que podemos extraer, con alguna dificultad, es cierto, verdades que alumbran nuestro camino y funcionan a modo de guía para la lucha de nuestro tiempo. Es la tradición en la que nos reconocemos.

Quizás nuestro desafío para esta época, nuestro aporte a eso que Laclau llama la revolución de nuestro tiempo, sea legarle a la próxima generación alguna verdad más, un peldaño más en este camino que la humanidad va construyendo entre sueños emancipatorios, palabras movilizantes y gestas emocionantes.

Ese aporte hoy, me parece, a la luz de los sucesos de la historia reciente, es enorme. Se trata, nada menos, de hacer un aporte al crecimiento y expansión de una hoy embrionaria nueva cultura emancipatoria, que funde nuevos modos de pensar, de vivir, de soñar y de hacer la revolución en nuestro tiempo.

Me interesa rescatar una palabra a la que alude Ernesto Laclau: genealogía. Implica nada menos que leer el pasado desde el presente, preguntarle a lo ya dicho y ya hecho qué es lo que tiene para enseñarnos del futuro. Laclau dice que uno siempre piensa desde una tradición. Pero, desde luego, la relación con la tradición no debe ser de sumisión y repetición sino de transfomación y crítica. Dice que toda tradición intelectual que se respete no puede pensar que ha llegado a un arreglo de cuentas definitivo con el pasado. La historia intelectual es un movimiento recurrente que de tanto en tanto reinventa el pasado, y da así lugar a un continuo proceso de renovación y redescubrimiento. Trascender es al mismo tiempo recuperar. Y nosotros tenemos el desafío de reconocernos en una tradición emancipatoria de siglos, de la que genealógicamente debemos apropiarnos para comprender la amplitud de prácticas emancipatorias que podemos encarar.

La cultura emancipatoria marxista-leninista, hoy agotada, abrió un imaginario revolucionario por casi un siglo. Llevó a la lucha, a victorias, derrotas, alegrías y tristezas a millones de mujeres y hombres que creyeron en ese relato, que le asignaron tanta pero tanta verdad que pusieron su vida al servicio de ese sueño. No puede ser hoy nuestra guía pero no se puede, tampoco, desecharlo y tirarlo a un rincón de lo olvidable.

Una cultura emancipatoria se nutre de mitos fundantes, de luchas, reivindicaciones, tiene protagonistas y líderes, historias previas en las que reconocerse. Pero además tiene definiciones generales sobre la vida, la política, la economía, la cultura y todo lo que hace al desarrollo integral de la vida humana. La cultura emancipatoria contiene en sí misma un programa alternativo de vida. Cuando Marx miraba hacia atrás, se encontraba con la Revolución Francesa. Y cuando miraba al costado, aparecía la Comuna de París. Hoy, nosotros tenemos en las espaldas el experimento autoritario del «socialismo real» y, junto a nosotros, la lucha de los movimientos sociales en Latinoamérica y el mundo contra el neoliberalismo.

Evidentemente, partimos de lugares distintos. No antagónicos, por supuesto. Pero reconocer las diferencias nos permite aproximarnos mejor a la operación de deconstrucción que tenemos que hacer: tomar del marxismo y de muchas otras vías teóricas aquello que nos permita pensar productivamente la revolución de este tiempo. Necesitamos una nueva política, una nueva economía, otra cultura, otras formas de vida. Pero también necesitamos la contradicción. Creo que el socialismo se construye desde todos lados: abajo, arriba y a los costados. Si nos olvidamos de alguno, vamos a pisar el palito del dogmatismo y repetir experiencias pasadas frustrantes. No hay una experiencia, una sola, de socialismo desde arriba que haya logrado trascender los límites de un estado benefactor y regulador de la economía. No hay, tampoco, de movimientos que solamente desde abajo hayan logrado conmover los cimientos de la lógica capitalista.

En este sentido, hay que pensar, otra vez, nuestra definición y acción sobre el Estado. Me interesa aquella que propone exigirle permanentemente para que actúe como si en realidad fuera lo que el propio Estado dice que es, o sea, un aparato que vela por los derechos de todos; y que, al mismo tiempo y con la misma fuerza, luchemos para destruir todas sus lógicas represivas, burocráticas, clientelistas, protectoras de los derechos de los dominantes. Entonces, ¿qué tendríamos al final? Seguramente otro estado. Si seguimos entendiendo como Estado a la decisión colectiva de una comunidad sobre sus propios asuntos, ¿podría el Estado ser una cooperativa autogestionada, como lo es una fábrica recuperada?

Por todos lados hay embriones de prácticas que plantean contradicciones a la lógica capitalista. Hay que encontrarlas para sostenerlas, cuidarlas, expandirlas. pero sobre todo, como dice Castoriadis, hay que tener ese espíritu capaz de crear significaciones autónomas, es decir, cuestionadoras del orden capitalista, que involucren la perspectiva de otro proyecto social. Para preguntarnos, como para respondernos, apenas necesitamos un tantito así de imaginación. Que, si seguimos a Castoriadis, veremos que no es otra cosa que la materia prima indispensable de toda creación.

Y mientras vamos haciendo esta nueva cultura emancipatoria, mientras ensanchamos el imaginario de la revolución de nuestro tiempo al ritmo de prácticas, relatos, historias y experiencias que nos hablen de los sueños emancipatorios, mientras tanto no olvidemos que lo único imposible tiene que ser dejar de crear este futuro nuestro.

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«Si habrá en el siglo XXI socialismo, o lucha por el socialismo, no perseguirá la antiutopía de crear las «condiciones objetivas» del mismo, ya que las «subjetivas» vendrán después, por añadidura. Construir el socialismo o, lo que es lo mismo, luchar por él, no es otra cosa que construir colectivamente los sujetos del socialismo. Las futuras organizaciones socialistas, surgidas de la crítica de las viejas formas partido y secta, deberán ser repensadas en los términos de esta autoconstrucción subjetiva y colectiva. Pero cualesquiera sean las formas concretas que adopten las organizaciones revolucionarias del siglo XXI, si quieren ser revolucionarias no sólo en las palabras sino en su propia médula, deberán estar dispuestas a revolucionarse incesantemente a sí mismas, en ser ámbitos colectivos de debate y socialización de prácticas, fundados en la crítica franca, radical y fraternal. Su programa será la revolución permanente, no lanzada sólo contra el poder externo (la Burguesía, el Estado, el Stalinismo), sino también dirigida sobre sí misma, contra sus propios valores inficionados de valores burgueses, contra sus propias cristalizaciones de poder burocrático, contra sus propias mitificaciones.

¿Qué hacer? ¿Cómo es posible impedir que los mitos cristalicen, se alienen de la comunidad que los quiere utilizar para contar su lucha por la transformación del mundo volviéndose contra la propia comunidad? No puedo ni quiero responder la pregunta por el qué hacer según el viejo paradigma leninista; solo me atrevo a plantear, como historiador comprometido con las luchas sociales, y citando una más a Wu Ming: «Nuestra respuesta es la siguiente: contando historias. Hace falta no parar de contar historias del pasado, del presente o del futuro, que mantengan en movimiento a la comunidad, que le devuelvan continuamente el sentido de la propia existencia y de la propia lucha. Historias que no sean nunca las mismas, que representen goznes de un camino articulado a través del espacio y el tiempo, que se conviertan en pistas transitables. Lo que nos sirve es una mitología abierta y nómada, en la que el héroe epónimo es la infinita multitud de seres vivos que ha luchado y lucha por cambiar el estado de cosas».

Horacio Tarcus, «La lenta agonía de la vieja izquierda y el prolongado parto de una nueva cultura emancipatoria en la Argentina actual».

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Martín Echenbaum es miembro de la Agencia ConoSur