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Aquellos polvos y estos lodos

Fuentes: Rebelión

Concedámosles el beneficio de la duda. Quizás incluso a la altura de 1991, en el vórtice del derrumbe de la URSS, ciertos dirigentes apoltronados en el oportunismo y una burocracia desconectada de las bases sociales, que jugó la baza de la corporatocracia global, de las fuerzas más recalcitrantes del capitalismo universalizado, no imaginaron que el […]

Concedámosles el beneficio de la duda. Quizás incluso a la altura de 1991, en el vórtice del derrumbe de la URSS, ciertos dirigentes apoltronados en el oportunismo y una burocracia desconectada de las bases sociales, que jugó la baza de la corporatocracia global, de las fuerzas más recalcitrantes del capitalismo universalizado, no imaginaron que el desmantelamiento del llamado socialismo real resultaría «la más grande catástrofe geopolítica del siglo XX», como asevera Vladímir Putin. 

Pero qué interesa si ingenuidad o cinismo. Lo significativo es que aquellos polvos trajeron estos lodos. Rusia continúa siendo, con China, el enemigo para derrotar por quienes no pasan por alto su potencial. Las abundosas materias primas, la tecnología de punta sobre todo en el sector militar y la alianza con el vecino «dragón» constituyen detonantes de la alergia occidental.

Alergia de larga data e incentivada por lo que Oscar Julián Villar Barroso señala en la revista Temas  (La Habana, número 78, páginas 25-32). A pesar de que, en los años ochenta, «los errores en la política económica y la propia situación internacional propiciaron carencias materiales y desabastecimiento de algunos productos» en la URSS, un grupo de expertos estadounidenses, dirigidos por el Premio Nobel Vasili Leontiev, concluyó que las dificultades no eran de las que exigían profundas transformaciones en el sistema. Y hay más. En el propio 1991, Margaret Thatcher aseguró que la Unión Soviética no representaba un peligro en la esfera militar, sino… ¡en la económica!

Afirmaciones formuladas aun cuando se constataba la incomprensión de la necesidad del cambio de paradigma productivo, el aferramiento al modelo fordista tradicional y a la economía extensiva; en fin, «la incapacidad de la dirección de ese país de avanzar dentro del modelo posindustrial de desarrollo y de mantener el carácter revolucionario de su proceso de construcción del socialismo». Tal vez no andaba tan descaminado el por algunos tan denostado Igor Ligachov al cuestionarse: «¿Qué clase de inmovilismo fue ese, si en los 18 años de dirección de Leonid Brezhnev […] la producción industrial creció tres veces, la agrícola una vez y media, se construyeron cinco centrales electronucleares y dos gigantes para la construcción de maquinarias, entre otras obras importantes?».

Pero más allá de este controvertible asunto, que lógicamente da pábulo para un análisis más prolijo y enjundioso, lo cierto es que hoy, como ayer, el espíritu antirruso campea por sus respetos en un planeta que los ilusos vaticinaron pacífico tras la «caída de los rojos». Y ese acendrado sentimiento xenófobo, alentado por ciertas élites en su afán de unipolaridad, se percibe claramente en el «affaire» Ucrania. Con Pierre Charasse (Red Voltaire), anotemos que la crisis en esa nación europea «ha puesto en evidencia la magnitud de la manipulación de las opiniones occidentales por los grandes medios de comunicación televisivos […] y la mayoría de la prensa escrita alimentada por las agencias noticiosas […] Es muy preocupante que muchos ciudadanos del mundo se dejen llevar por una rusofobia jamás vista, ni en los peores momentos de la guerra fría. La imagen que la maquinaria mediática nos impone es que los rusos son unos ‘bárbaros atrasados’ frente a los ‘civilizados occidentales'».

Así que «el importantísimo discurso de Vladimir Putin el 18 de marzo, después del referendo en Crimea, fue prácticamente boicoteado en todos los medios. En cambio, se dedicaron amplios espacios a las reacciones occidentales. Naturalmente, todas negativas. En ese discurso, Putin explicó detalladamente que la crisis en Ucrania no fue provocada por Rusia y presentó con toda racionalidad la posición rusa y los legítimos intereses estratégicos de su país en la era posconflicto ideológico».

Para nuestra fuente, el asunto resulta asaz nítido: humillada por el trato que le impusieron a partir de 1989, la Federación ha despertado y, desperezándose, reanuda «una política de gran potencia buscando reconstruir posiciones en la línea histórica tradicional de la Rusia zarista y después de la Unión Soviética».

El articulista acota que la geografía determina la estrategia. «Rusia, después de haber perdido -según la fórmula de Putin- gran parte de sus ‘territorios históricos’ y de su población rusa y no rusa, se fijó como gran proyecto nacional y patriótico recuperar su estatus de superpotencia, de actor ‘global’, asegurando en primer lugar la seguridad de sus fronteras terrestres y marítimas. Eso es precisamente lo que quiere impedir un Occidente inmerso en su visión unipolar del mundo».

Ahora, ¿de qué cartas dispone este estadista de talante sereno, que en su sobriedad parece proclamar: «yo sé lo que me traigo entre manos»? Charasse va directo: como buenos ajedrecistas, Putin y su equipo «tienen varias jugadas de adelanto, basadas todas en un conocimiento profundo de la historia, de la realidad del mundo y de las aspiraciones de gran parte de las poblaciones de los territorios anteriormente controlados por la exUnión Soviética. Vladimir Putin conoce a la perfección las divisiones de la Unión Europea, sus debilidades, la capacidad militar real de la OTAN y el estado de las opiniones públicas occidentales, poco deseosas de aumentar los gastos militares en un periodo de recesión económica. A diferencia de la Comisión Europea, cuyo proyecto coincide con el de Estados Unidos en cuanto a consolidar un bloque euroatlántico político-económico-militar, los ciudadanos europeos no quieren seguir ampliando la Unión Europea hacia el este ni admitir en ella a Ucrania, Georgia ni ningún otro país exsoviético».

Además, a los analistas del Kremlin no se les escapan las decisivas metamorfosis a escala del orbe. Como recuerdan, y subrayan, observadores tales el conocido Jorge Beinstein (La Jornada), «[…] en 2014 China representa el 16,4 por ciento del Producto Bruto Mundial contra 16,2 por ciento de los Estados Unidos. En 1980 Estados Unidos representaba el 22,3 por ciento y China solo 2,3 por ciento. En el año 2004 Estados Unidos todavía parecía estar ubicado en una cima difícil de alcanzar con el 20,1 por ciento del Producto Bruto Mundial y China crecía pero llegaba al 9,1 por ciento (menos de la mitad del PBI estadounidense). En diez años más se equilibró la balanza y de acuerdo al pronóstico del FMI la diferencia a favor de China aumentará en los próximos años».

Siguiendo la lógica del comentarista del diario mexicano, agreguemos que estos datos del Fondo Monetario Internacional no se circunscriben solo a la expansión del gigante asiático, sino que devienen muestra por antonomasia de la declinación de Norteamérica, «cuyo poderío económico relativo global fue retrocediendo año tras año desde el inicio del siglo actual. La respuesta de su elite dirigente fue seguir con el proceso de financierización que la había encumbrado, al mismo tiempo que degradaba el sistema industrial y acumulaba deudas, mientras que para proteger y prolongar sus privilegios parasitando sobre el resto del mundo exacerbó su tendencia militarista. Lo que se había iniciado en la última etapa del Gobierno de Clinton se agravó con la llegada de George W. Bush y lo hizo aún más bajo la presidencia de Obama. Las guerras se fueron sucediendo y extendiendo, la crisis financiera de 2008 no calmó la euforia belicista, por el contrario la acentuó y las bajas tasas de crecimiento productivo que siguieron, las amenazas de default, el aumento de la marginalidad social, las pérdidas de mercados externos y otras calamidades dejaron vía libre al autismo imperial. Nos encontramos ante la reacción desesperada de un sistema drogado embarcado en una loca fuga hacia adelante, los lobos de Wall Street convergen con los militares hitlerianos de la OTAN al timón de un inmenso Titanic que alberga al conjunto del G5 (Estados Unidos+Alemania+Francia+Japón+Inglaterra)».

Lo peor: el militarismo es asumido por la clase dominante norteamericana, imposibilitada de (renuente a) descifrar las señales del exterior, como la «solución» a sus problemas. Y hela aquí buscando someter a «sus aliados-vasallos de la OTAN, acorralar a Rusia y a China, sumergir en el caos a países de todos los continentes y así tomar posesión de una amplia variedad de recursos naturales de la periferia, desde el petróleo y el gas hasta llegar al coltan, al litio o al oro».

No en vano diversos observadores convergen en que la humanidad parece encaminarse a la Tercera Guerra Mundial. Epigramática, rotunda, la opinión de Atilio Borón en este sentido: «La OTAN estrecha cada vez más el círculo trazado sobre Rusia, llevando a sus extremos un proceso que fue el objetivo político fundamental perseguido, en el teatro europeo, por los sucesivos gobiernos demócratas y republicanos que ocuparon la Casa Blanca desde los comienzos de la Guerra Fría. Y a lo anterior hay que sumar la declaración de guerra económica que, en los hechos, ha decretado el Gobierno de Estados Unidos».

Sí, Rusia se erige en algo así como el objetivo principal de una espiral geostratégica algunos de cuyos signos, insistamos, los constituyen las intervenciones de Occidente en Afganistán, Irak y Libia. La actual puja de los precios del petróleo, al parecer deprimidos en aras de que colapse la economía de una nación que todavía vive mayormente de la exportación de materias primas, y el cerco asfixiante de bases militares podrían ser la «preparación artillera» de la conflagración que vendría. Que vendrá, si se cumplen los calenturientos anhelos del Pentágono, que no por mero «amor al arte», no gratuitamente, ha pedido al Congreso asignar unos 79 millones de dólares, contantes y sonantes, a la modernización de los «aviones del juicio final», los cuales, destinados al uso exclusivo del presidente y de altos jefes castrenses, en caso de una hecatombe atómica podrían permanecer en el aire una semana, con reabastecimiento en vuelo y protección contra la radiación.

Nada, que lleva razón el sobrio Putin al sentenciar que el derrumbe de la Unión Soviética representa «la más grande catástrofe geopolítica del siglo XX». Sí, estos lodos provienen de aquellos polvos, aunque los dirigentes apoltronados en el oportunismo y una burocracia desconectada de las bases sociales hayan imaginado, al cometer el crimen de lesa dignidad, de lesa patria, que estarían apostando además por el mejor de los escenarios posibles: el de la paz eterna.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.