Uno de los vectores del actual clima belicista ha sido el surgimiento de un duro debate dentro de la izquierda en torno al posicionamiento respecto a la guerra de Ucrania y el papel jugado por Occidente.
En un contexto de nueva Unión Sagrada, donde el cierre de filas en torno a la defensa del interés posnacional (civilizatorio) occidental no deja lugar a la discrepancia o el matiz, el papel de la izquierda y sus intelectuales debe ser la defensa de los intereses del bloque capitalista occidental sin fisuras, aportándole esa perspectiva, a veces necesaria para la legitimación del sistema, de la defensa de los valores democráticos y de la legalidad internacional. La miseria intelectual de los argumentos se mezcla con el exabrupto y las acusaciones inquisitoriales. La primacía de un relato construido sobre la vivencia emocional y moral de la guerra hace imposible cualquier intento de aproximación crítica y honesta.
Ante el actual equilibrio de fuerzas y la pérdida de toda perspectiva de clase, la izquierda intelectual se alinea de forma mayoritaria con el bloque occidental atlantista, lavando todos sus trapos sucios a partir de un falso pacifismo y de la justificación de la amenaza constituida por el revivido imperio del mal. ¡Algunos incluso se atreven a relacionar este alineamiento con un posicionamiento internacionalista! Aunque existe una cierta tentación de alineamiento (muy minoritaria) con el imperio antagónico, lo cierto es que con el espantajo del rojipardismo se neutralizan también los intentos, desde la izquierda, de ir más allá de la mera identificación y el cierre de filas, cuando se analiza el conflicto desde el punto de vista de la lucha de clases, las hegemonías e intereses geopolíticos. ¿Cómo hemos llegado a ese punto? ¿Es realmente nuevo este fenómeno?
Blanqueando la OTAN y Ucrania: el grave pecado de contextualizar
El posicionamiento de Santiago Alba Rico respecto a la guerra nos ofrece uno de los casos más evidentes de alineamiento con el atlantismo por parte de un intelectual identificado con la izquierda. En un artículo publicado en CTXT,[1] no tiene ningún reparo en tildar de estalibán (fusión de estalinista y talibán…) y acusar de «clonar la propaganda del agresor ruso» a todo aquel que, desde la izquierda, analiza críticamente el papel ejercido por el imperialismo occidental en el presente conflicto. El apelativo se dirige sobretodo a una cierta izquierda supuestamente nostálgica de la Guerra Fría, pero también se refiere, por extensión, a quienes cometen el grave pecado de contextualizar y analizar un conflicto que es complejo. Según el filósofo, esta izquierda operaría una inversión de papeles (entre víctimas y victimarios) a partir de una mezcla de fatalismo geopolítico e historicismo moral, negando la autonomía del pueblo ucraniano, relegándolo a condición de peón en un juego de superpotencias dónde por definición el campo occidental desarrolla el papel de villano absoluto. Plantear si en Ucrania efectivamente ha habido una descarada intervención occidental para meterlo en el campo de influencia americano, si la fuerza y la influencia del ultra-nacionalismo y la extrema derecha es considerable, si existe una oligarquía capitalista enormemente enriquecida con las privatizaciones de empresas y activos públicos y que condiciona las orientaciones políticas, si es muy democrático que haya partidos políticos ilegales o suspendidos (la mayoría, curiosamente, de izquierdas…), si es muy liberal que se persigan a disidentes políticos y desertores, es pues sospechoso de negar la autonomía del pueblo ucraniano y justificar la agresividad del oso ruso. Es evidente que para entender el contexto también y elaborar análisis complejos es necesario entender qué fuerzas hay en juego, pero eso es precisamente lo que parece que hay que evitar.
Según Alba Rico, ocuparse de historia y de las “estructuras” comporta el peligro de diluir la responsabilidad individual de Putin en el conflicto (cosa que pocos, de hecho, están haciendo). En un relato basado en el escándalo moral frente al mal absoluto y en la emocionalidad, introducir el factor “contexto” se percibe como una inmoralidad, o directamente como sospechoso de connivencia con el enemigo. Los bloques geopolíticos no serían equivalentes moralmente porque hay uno que representa el bien y otro representa el mal (justo lo que Alba Rico critica cuando la supuesta izquierda estalibán se ceba demasiado en el no tan malvado imperialismo americano); este juicio bloquea toda posibilidad de análisis. Para el filósofo es también inmoral e irresponsable introducir como variable «una impersonal crisis capitalista»: plantear que en este conflicto puede intervenir como factor importante el control de recursos y mercados… ¡Qué barbaridad! En definitiva, el peligro está en percibir y analizar una realidad compleja y marcada por líneas de fractura de clase y tensiones geopolíticas. Entender al pueblo ucraniano como un todo homogéneo inmaculado y sin contradicciones es muy típico de una cierta izquierda posmoderna, tan fácilmente impresionable por revueltas y levantamientos democráticos de todo tipo, siempre y cuando sean afines a Occidente.
Alba Rico remata el artículo con una sincera declaración de amor: “Putin ha demostrado que en estos momentos no hay alternativa a la OTAN”. La izquierda europea, pues, en lugar de predicar el pacifismo o el antiimperialismo, debería estar planteando propuestas de futuro dentro del marco atlántico y aceptar de facto su reforzamiento y una escalada militarista. Ya para finalizar, marca los límites dentro de los que debería circunscribirse lo que él mismo llama “nuestro belicismo”: evitar un conflicto internacional y una confrontación nuclear, probablemente porque no quedaría vida sobre la tierra. El pacifismo que pregona el filósofo no habla pues de anti-militarismo, sino de defensa de la justicia y de derecho internacional, defensa bastante hipócrita por su parte cuando repetidamente (Yugoslavia, Libia, Siria) ha atizado el fuego de la intervención humanitaria, pisoteando el derecho internacional, la integridad territorial y la propia idea de justicia.
Una versión izquierdista del mundo libre y la sociedad abierta
Pierre Dardot y Christian Laval, en un artículo donde prolifera el desprecio hacia opiniones contrarias,[2] atacan duramente lo que ellos llaman “campismo” de una cierta izquierda. Según estos autores, el campismo, centrándose en la crítica al imperialismo occidental, ignoraría el peligro que representan otros imperialismos como el ruso, disculparía sus acciones o directamente lo bendeciría en nombre de la lucha contra el enemigo común. Es cierto que existe un cierto maniqueísmo y simplificación en todas las familias de la izquierda cuando se trata de posicionarse respecto a la hegemonía occidental en el mundo y respecto a ciertos conflictos geopolíticos, y que es necesaria una crítica. Sin embargo, Dardot y Laval acaban invirtiendo los términos, invalidando su propia tesis. El imperialismo occidental (estadounidense) queda absuelto, puesto que sería el imperialismo ruso el verdadero Enemigo de la civilización y la democracia, un auténtico peligro para todos los pueblos de la tierra: “si la primera línea de la dictadura comienza en Rusia, todos los países cercanos y lejanos saben ahora lo que les espera si nada impide su extensión”. El verdadero objetivo de Putin sería pues la democracia que caracterizaría al mundo libre, “contra la cual pretende librar una guerra sin cuartel”. Dejando a un lado el sesgo occidentalista que contiene esta lectura, se prescinde de cualquier análisis realista sobre si Rusia está realmente en condiciones materiales de invadir países…
La justificación de la política de bloques, del reforzamiento del bloque atlántico y de la escalada militar es más que evidente en el artículo de Dardot y Laval. De este modo, la crítica a una cierta izquierda (que asocian con el estalinismo) por criticar el imperialismo occidental, acaba convirtiéndose en un alegato a favor del mundo libre, de Occidente y de una democracia que ellos mismos califican de imperfecta y degradada. Presentándose como partidarios de tener en cuenta la complejidad, acaban sosteniendo un punto de vista tan simplista, maniqueo y absurdo como el que pretenden criticar: “es mil veces mejor para la causa de la igualdad, la democracia y la libertad la insuficiente democracia de Occidente que las bárbaras dictaduras de Bashar, Putin y Lukashenko, modelos de todo los fascismos contemporáneos.” Curiosamente no citan dictaduras sangrientas como la Turquía de Erdogan, la Arabia Saudita de los Saud, el Egipto de Al-Sisi, el Catar de los Al Thani…. ¿acaso porque son firmes aliados de Estados Unidos? “Sí, quizá sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, afirmó F.D. Roosevelt del dictador nicaragüense Tacho Somoza, frase que después copiaría Henry Kissinger refiriéndose a su sucesor.
Falseando la autonomía de los pueblos soberanos
Uno de los puntos cardinales de la argumentación de Dardot y Laval es la acusación de tratar ciertos pueblos (Ucrania, Bielorrusia, Georgia, Kazajistán) como si fueran peones en un gran juego geopolítico y no pueblos soberanos con aspiraciones democráticas (en la línea de Alba Rico). Este posicionamiento respecto a las ex-repúblicas soviéticas se debería, por parte de esa izquierda contra la que dirigen su duro alegato, a una nostalgia por la política de bloques típica de la Guerra Fría. Analizando muy superficialmente el caso de Siria, extraen conclusiones para Ucrania y el resto del mundo: Rusia habría intervenido para aplastar a la revuelta democrática del año 2011; ergo, ahora estaría haciendo lo mismo en Ucrania y en el futuro hará lo mismo en otros países. Que dos intelectuales como Dardot y Laval caigan en tal simplificación y falacia es preocupante. Rusia interviene militarmente en 2015, cuando el régimen de Al-Asad estaba completamente arrinconado por las distintas facciones de milicias islamistas “amigas” y por el Estado Islámico, cuando la idealizada revuelta democrática había sido ya sobrepasada totalmente por el auge islamista, cuando el Ejército Libre de Siria era ya ampliamente controlado por milicias islamistas. Olvidan, además, que Estados Unidos y los países de la OTAN llevaban años interviniendo en el conflicto, que Arabia Saudita, Catar y Turquía habían estado armando a las milicias islamistas desde el principio. Lo que molesta especialmente a Dardot y Laval es que las idealizadas revueltas democráticas del siglo XXI, a las que cierta izquierda se ha agarrado como a un clavo ardiendo, en realidad puedan ser sospechosas de haber sido instrumentalizadas. Pero, ¿acaso no lo han sido?
Es importante sopesar la importancia del componente democratizador en el origen de la revuelta siria o la revuelta ucraniana del Euromaidan de 2013-2014. Pero la cuestión fundamental es discernir qué lógica de clases hay detrás de estas revueltas, en qué coordenadas ideológicas y políticas se mueven, si la mayoría de las clases populares se adhieren a ellas o las rechazan (la espectacularidad de las redes es poco indicativa al respecto) y porqué fracasan o triunfan en virtud del equilibrio de fuerzas existente y de la intervención de fuerzas extranjeras. Hacer desaparecer las contradicciones de clase y el componente geopolítico para entender el conflicto es la mejor forma para simplificar su comprensión y para aceptar el cierre de filas con el discurso hegemónico. Tenerlos en cuenta no es fatalismo, es contribuir a una mejor comprensión de la realidad.
Las relaciones internacionales tejidas por Occidente y Rusia (también por China, a la que curiosamente no se menciona…) no se basan precisamente en el respeto a los derechos humanos y las libertades esenciales, sino en la realpolitik, la creación de esferas de influencia y la defensa del interés de las corporaciones y oligarquías capitalistas propias. Reconocer esto no es renunciar a construir un mundo mejor. Pensar que las luchas geopolíticas (con sus diplomacias, sus inteligencias militares, sus alianzas estratégicas) pueden obedecer realmente a una lucha entre democracia y dictadura, entre sociedades abiertas y sus enemigos (Karl Popper, George Soros), es aparte de naíf, una claudicación frente al discurso hegemónico del capitalismo occidental. Es, además, borrar del mapa la propia realidad de Occidente, marcada por la ofensiva de clase del gran capital, por el aplastamiento de toda alternativa al hipercapitalismo desatado, por el ascenso del autoritarismo y la erosión de derechos y libertades fundamentales. Es evidente que la Rusia de Putin puede salir ganando en un escenario de ascenso del autoritarismo y la extrema derecha en Europa, pero sostener que es responsabilidad exclusiva suya conduce a la victimización y a ignorar los factores endógenos que lo favorecen e impulsan.
Es también en nombre de la autonomía de los pueblos que se justifica la expansión de la OTAN hacia el este, con la absorción de los países que formaban parte del Pacto de Varsovia primero, de las repúblicas bálticas después, y la reciente solicitud de admisión de Finlandia y Suecia (dos países tradicionalmente neutrales). Si estos países se han cobijado bajo el paraguas atlántico, al fin y al cabo, sería por la amenaza del imperialismo ruso, este enemigo a las puertas siempre listo para invadir países. Curioso que se sostenga tal discurso respecto a los países del antiguo bloque del este, cuando su adhesión a la OTAN se produce en dos fases (1999 y 2004), en un contexto en el cual Rusia estaba muy debilitada y el propio Putin sostenía un posicionamiento pro-Occidental, tanteando incluso una posible entrada de Rusia en la alianza atlántica. Asociar la posible entrada de Suecia y Finlandia a un supuesto ejercicio de autonomía colectiva es también bastante curioso. Dos democracias consolidadas donde supuestamente ha cambiado la opinión mayoritaria respecto a la tradicional neutralidad militar (como mínimo este es el veredicto de las siempre inflamables y manipulables encuestas de opinión…), pero que no han sometido esta transcendental decisión a referéndum… Dos buenos ejemplos de como se ejerce esta autonomía de los pueblos soberanos de los que hablan Dardot y Laval. ¿Presiones, chantajes, lobbies militaristas, condicionamiento de la opinión pública por parte de medios controlados por el gran capital? Ya se sabe que en el mundo libre, en las democracias de las sociedades abiertas, todo esto no existe…
Justificando el imperialismo desde el «internacionalismo»
Empleando de manera poco sutil la tesis del totalitarismo, Dardot y Laval casan estalinismo y fascismo y de este matrimonio hacen nacer la encarnación del mal absoluto Vladimir Putin. La democracia (de la que Occidente es eternamente depositaria) otra vez amenazada, no es posible el no alineamiento o el posicionamiento crítico. Hecho el diagnóstico, recetan como remedio un internacionalismo vago, basado en una genérica democratización radical de las sociedades y la reformulación de la Unión Europea en clave federativa (inspirándose aquí en el protoanarquismo de Proudhon).[3] Lo curioso e inverosímil de este “internacionalismo” reformulado es que deba construirse sobre una base tan poco sólida como es la oposición al nacionalismo ruso y a través de la guerra y el militarismo… Nula existencia de un horizonte igualitario y socializante asociado a ese internacionalismo abstracto.
Tras la construcción del mal absoluto es francamente difícil contrarrestar lo que se pretende justificar con este relato (escalada militar, consolidación del bloque atlantista, futuro brillante para la industria armamentística y el tráfico incontrolado de armas) desde posiciones intelectualmente honestas. El también filósofo marxista Étienne Balibar (al que citan Laval y Dardot) se posiciona claramente en la misma línea belicista, afirmando que “el pacifismo no es una opción”.[4] Define el conflicto como una guerra europea y sostiene también una tesis tan poco dialéctica como es la de la exclusiva responsabilidad de Putin. Balibar justifica el envío de armas, las sanciones económicas y el apoyo incondicional a lo que llama resistencia ucraniana y, pese a reconocer que la OTAN debería haber desaparecido en 1991 y que es un instrumento geopolítico del imperialismo americano, justifica su expansión en nombre de la única alternativa que tienen los países de Europa del este. Más allá de eso, afirma que la oportunidad que se presenta es que el pueblo ruso pueda deshacerse de Putin. Según Balibar, en un contexto en el que triunfa el nacionalismo, esta sería la única salida “internacionalista” que podría evitar ir al choque de civilizaciones. En lugar de asociar el internacionalismo a la solidaridad revolucionaria de las clases populares, lo relaciona pues con la oportunidad que las sanciones económicas impuestas por Occidente (al margen del sufrimiento y la miseria que seguro causarán) ofrecen para un cambio de régimen en Rusia. Este hecho implicaría de facto la integración de Rusia en el espacio occidental y anularía, por tanto, la confrontación de bloques. Voilà el sueño internacionalista hecho realidad… Sostener que la absorción de un país en el bloque hegemónico del capitalismo occidental es internacionalismo parece más bien una broma de mal gusto. Aparte de esto, la falta de análisis de la situación explosiva que supondría tal cambio de régimen inducido es como mínimo irresponsable. La crítica que se hace a Noam Chomsky (Alba Rico le acusa de neurosis anti-americana) en este sentido, por ser consciente de los peligros que conllevaría una intervención occidental en la desestabilización de Rusia y sostener que hay que dejar una salida diplomática para evitar la escalada militarista, es indecente.
El «nosotros» civilizado contra el «otro» bárbaro
También el filósofo Slavoj Žižek ha tomado partido en esta guerra, alineándose inequívocamente con el atlantismo y el bloque occidental. En un artículo en The Guardian[5] aborda la cuestión desde el punto de vista del cruce entre el relato bélico y la psicología colectiva. El dilema fundamental sería evitar no la guerra, no el sufrimiento humano, no la proliferación del militarismo, sino que Putin defina los términos de la crisis geopolítica. De forma peligrosa, Žižek afirma que “deberíamos dejar de obsesionarnos con la línea roja, esa interminable búsqueda del correcto equilibrio entre el apoyo a Ucrania y evitar una guerra total”. ¿Deberíamos deducir de esta afirmación una invitación a ir más allá del apoyo militar por delegación? ¿Quizás aceptar todas las consecuencias de una guerra total? Eso parece. Para el esloveno no es lícito preguntarse si la inteligencia americana ha cruzado la línea roja; lo único relevante es que Putin y Rusia la cruzaron cuando decidieron invadir Ucrania. De nuevo, introducir el contexto histórico o geopolítico, aunque esto no elimine obviamente la cuestión de la responsabilidad de Rusia y su presidente, es considerado sospechoso de colaboracionismo.
Žižek va más allá del cierre de filas de la intelectualidad progresista pro-OTAN, afirmando que “en lugar de percibirnos como un grupo que se limita a reaccionar a Putin como un genio maligno impenetrable, deberíamos volver la mirada hacia nosotros y preguntarnos: ¿qué quiere el occidente libre en ese conflicto?”. De forma sorprendente e insospechada, él mismo se encarga de responder a la cuestión: “la única forma de defender lo que vale la pena salvar de nuestra tradición liberal es insistir sin piedad en su universalidad”. De esta afirmación lapidaria se pueden extraer tres derivadas. La primera: es necesario hablar de un nosotros colectivo sin fisuras. Nosotros el Occidente libre, el lado bueno de la historia, la civilización; no hay lucha de clases, no hay conflicto, no hay intereses geopolíticos sino un interés desinteresado por extender la civilización liberal al resto del mundo, si es necesario a golpe de misil. La segunda: Žižek conduce el consenso hegemónico progresista-liberal al terreno civilizatorio. Si la misión del “Occidente libre” es insistir en la universalidad de la tradición liberal, esto nos conduce al choque de civilizaciones pregonado por Samuel Huntington y la derecha conservadora yanqui de finales de los 90 y principios de siglo, puesto que el propio Žižek, al atribuir la defensa de esta tradición al Occidente libre, reconoce implícitamente que no puede ser universal sino universalizable. La tercera: si el paradigma de actuación de la izquierda debe ser salvar lo posible de la tradición liberal, el horizonte de transformación social en clave igualitaria, de superación del capitalismo, desaparece. Más aún, si la gran idea que debe salvarnos (a todos, desde los CEO de las grandes multinacionales hasta el trabajador desposeído, ese nosotros que es la fuente y la base de todo nacionalismo burgués), y por la que se supone que las sociedades liberales deben movilizarse, es una intransigente defensa de lo que vale la pena salvarse de nuestra tradición liberal, la apatía política total y la apertura de un amplio campo de acción para fuerzas reaccionarias y autoritarias están servidas.
Los intelectuales: autonomía y heteronomía
El discurso de Žižek, en el fondo, constituye una muestra de la frustración política e intelectual de la izquierda. La élite intelectual de izquierdas acepta la hegemonía neoliberal, la imposibilidad de la lucha de clases y de todo proyecto revolucionario y la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos del capitalismo total… y pasa a actuar autónomamente y al margen de cualquier proyecto político vinculado a la clase trabajadora que representaba a la izquierda antes del viraje neoliberal. Gracias a esta adaptación individual y profesionalizada, algunos pueden sobrevivir bastante bien y seguir ejerciendo cierta influencia. No es extraño pues que también parte de esa izquierda intelectual haya adoptado el recurso a la emocionalidad y al discurso fácil, se haya alejado de complejidades y contradicciones, para remover las conciencias de la clase media bienpensante a la que se dirige.
El arquetipo del intelectual engagé de Sartre, que asume la función de implicarse directamente en las luchas de los oprimidos, ha quedado superado por el intelectual líquido y mediático de la posmodernidad, donde lo fundamental es la lucha por el relato. Buena parte de la intelectualidad progresista de izquierdas ha acabado convirtiéndose en parte de lo que Paul Nizan llamaba “perros guardianes”, centrándose en promover la buena conciencia del bloque de clases hegemónico, siempre dispuesta a defender con uñas y dientes los valores amables de la sociedad burguesa. Lo importante ya no es combatir el sistema económico capitalista y denunciar la hipocresía de su discurso hegemónico, sino intentar influir en la opinión pública para cambiar aspectos parciales de un sistema social y económico que en lo fundamental se continua percibiendo como injusto y desigual. La opinión pública, por supuesto, se basa en una recepción pasiva por parte de la “masa”, que deja de ser clase y sujeto para pasar a ser objeto manipulable.
En consonancia con el cambio de paradigma y el equilibrio de fuerzas actual, el alineamiento de la gran mayoría de la izquierda y de muchos de sus intelectuales con Occidente y su brazo armado (la OTAN) se justifica empleando el argumento de la democracia amenazada. El problema, obviamente, no es la defensa de la democracia en si; el problema es que, dada la carencia de planteamientos estratégicos y de un horizonte emancipador, la defensa de la democracia liberal toma un sentido finalista y termina contribuyendo a la consolidación de la ideología burguesa hegemónica. También es problemática la cuestión de la universalidad (o universalización) de la tradición liberal-democrática. En primer lugar, porque emana de una fe mecánica en el progreso humano totalmente ilusoria; en segundo lugar, porque ignora que el capitalismo, vehículo de su expansión, es totalmente adaptable a cualquier tipo de régimen; en tercer lugar, porque puede conducir a una dimensión civilizadora (el imperialismo del siglo XIX se justificaba fácilmente en base a parámetros progresistas).
Ciertos posicionamientos de la izquierda se explican, en el fondo, por la aceptación (nunca explícita) de la tesis fundamental del final de la historia: el proceso de internacionalización capitalista (y la hegemonía occidental) impulsaría al fin y al cabo ciertas tendencias positivas (el libre comercio, el cosmopolitismo y la propia generalización de los valores liberal-democráticos). Dejando a un lado que esta tesis se ha demostrado fundamentalmente falsa (el propio Fukuyama la ha matizado), hay incluso quien quiere ver una especie de internacionalismo en ciernes. De forma coherente con estos marcos ideológicos y mentales, es incluso natural, por parte de cierta izquierda, la defensa de los intereses geopolíticos occidentales contra la amenaza constituida por las ambiciones geopolíticas rusas, aunque sea al precio de justificar una peligrosa escalada militar. Ucrania se percibe, probablemente de forma sincera, como la última trinchera donde se lucha por la defensa de unos valores democráticos liberales amenazados de muerte. El idealismo moralizador cautiva, enamora, también ciega. Lo que ninguno de estos ejemplos de elocuencia intelectual utiliza es un enfoque materialista basado en la lucha de clases. Nula presencia de contradicciones y dialéctica; sólo la maniquea y moralista lucha del bien contra el mal.
La guerra es siempre cruel e injusta para las clases populares de uno y otro lado, que son las que acaban matándose en el campo de batalla, cuando no tienen ningún interés objetivo en hacerlo; que son las que terminan sufriendo las devastaciones y las violencias. Exaltar el heroísmo, el nacionalismo y el belicismo desde una butaca, justificar el rearme y el militarismo, aunque sea bajo el paraguas de la defensa de la democracia liberal, no sólo es irresponsable y criminal; constituye también una traición a la premisa fundamental que debería ser la base de todo posicionamiento internacionalista: la solidaridad de clase entre los desposeídos y desposeídas de todos los países de la Tierra.
Notas:
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.