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La "responsabilidad de proteger" como una herramienta imperial

Argumentos para una política exterior no intervencionista

Fuentes: Rebelión

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos

Los acontecimientos en Siria, tras los de Libia el año pasado, van acompañados de llamamientos a una intervención militar para «proteger a los civiles» afirmando que es nuestro derecho o nuestro deber hacerlo. Y, al igual que el año pasado, algunas de las voces más clamorosas a favor de la intervención se escuchan entre la izquierda o entre los Verdes, que se han tragado completamente el concepto de «intervención humanitaria». De hecho, las raras voces que se oponen incondicionalmente a esta intervención se suelen asociar a la derecha, ya se Ron Paul en Estados Unidos o el Frente Nacional en Francia. La política que debería apoyar la izquierda es la de no intervención.

El blanco fundamental del intervencionismo humanitario es el concepto de soberanía nacional, sobre el que se basa el actual derecho internacional y que estigmatizan por permitir a los dictadores matar a su pueblo a discreción. A veces da la impresión de que la soberanía nacional no es sino una protección dada a los dictadores cuyo único deseo es matar a su pueblo.

Pero, de hecho, la justificación fundamental de la soberanía nacional es precisamente proporcionar cuando menos una protección parcial a los Estados débiles contra los fuertes. Un Estado que sea lo suficientemente fuerte puede hacer lo que quiera sin preocuparse de que haya intervención exterior. Nadie espera que Bangladesh interfiera en los asuntos internos de Estados Unidos. Nadie va a bombardear Estados Unidos para obligarle a modificar su política de emigración o monetaria debido a las consecuencias humanitarias que estas políticas tienen en otros países. La intervención humanitaria va en una sola dirección, del poderoso al débil.

El punto de partida de las Naciones Unidas fue salvar a la humanidad del «azote de la guerra», en referencia a ambas guerras mundiales. Esto se iba a llevar a cabo precisamente por medio del estricto respeto de la soberanía nacional, para impedir que las grandes potencias intervinieran militarmente en contra de las débiles, independientemente del pretexto. La protección de la soberanía nacional en el derecho internacional se basaba en el reconocimiento del hecho de que los países fuertes podían explotar los conflictos internos en países débiles, como demostraron las intervenciones de Alemania en Checoslovaquia y Polonia aparentemente «en defensa de las minorías oprimidas». Aquello llevó a la Segunda Guerra Mundial.

Entonces llegó la descolonización. Tras la Segunda Guerra Mundial decenas de países recién independizados se libraron del yugo colonial. Lo último que querían era ver a las antiguas potencias coloniales interfiriendo abiertamente en sus asuntos internos (aun cuando esta interferencia a menudo haya persistido en formas más o menos veladas, sobre todo en los países africanos). Esta aversión a la interferencia extranjera explica por qué los países del Sur han rechazado mayoritariamente el «derecho» a la intervención humanitaria, por ejemplo, en la Cumbre Sur en La Habana en abril de 2000. Reunidos en Kuala Lumpur en febrero de 2003, poco antes del ataque estadounidense a Iraq [en marzo de 2003], «los jefes de Estado o de gobierno reiteraron el rechazo por parte del Movimiento No Alineado al denominado ‘derecho’ de intervención humanitaria, que no tienen fundamente ni en la Carta de las Naciones Unidas ni en el derecho internacional» y «también observaron similitudes entre la nueva expresión de ‘responsabilidad de proteger’ e ‘intervención humanitaria’, y solicitaron a la Agencia de Coordinación que estudiara y considerara cuidadosamente la expresión ‘responsabilidad de proteger’ y sus implicaciones sobre la base tanto de los principios de no injerencia y de no intervención como del respeto a la integridad territorial y a la soberanía nacional de los Estados».

El principal fracaso de las Naciones Unidas no ha sido el no impedir que los dictadores maten a sus pueblos, sino que el no haber impedido que los países poderosos violen los principios del derecho internacional: Estados Unidos en Indochina e Iraq, Sudáfrica en Angola y Mozambique, Israel en sus países vecinos, Indonesia en Timor Este, por no hablar de todos los golpes, amenazas, embargos, sanciones unilaterales, etc. Muchos millones de personas han perdido sus vidas debido a esta continua violación del derecho internacional y del principio de soberanía nacional.

En la historia posterior a la Segunda Guerra Mundial, que incluye tanto las guerras de Indochina, las invasiones de Iraq y Afganistán, de Panamá e incluso de la diminuta Grenada como los bombardeos de Yugoslavia, Libia y otros países, apenas es creíble mantener que lo que impide a Estados Unidos detener el genocidio es el derecho internacional y el respeto a la soberanía nacional. Si Estados Unidos hubiera tenido los medios y el deseo de intervenir en Ruanda lo habría hecho y ningún derecho internacional se lo habría impedido. Y si se introduce una «nueva norma» (como el derecho a la intervención humanitaria o la responsabilidad de proteger) dentro del contexto de la relación actual de fuerzas políticas y militares, no salvará a nadie en ninguna parte a menos que Estados Unidos considere adecuado intervenir desde su propio punto de vista.

La injerencia estadounidense en los asuntos internos de otros países tiene muchos aspectos, pero viola constante y repetidamente el espíritu y a menudo la letra de la Carta de las Naciones Unidas. A pesar de las afirmaciones de actuar en nombre de principios como la libertad y la democracia, la intervención estadounidense ha tenido reiteradamente consecuencias desastrosas: no solo los millones de muertos causados por guerras directas o indirectas, sino también las oportunidades perdidas, el «matar la esperanza» de cientos millones de personas que se podrían haber beneficiado de políticas progresistas iniciadas por dirigentes como Arbenz en Guatemala, Goulart en Brasil, Allende en Chile, Lumumba en Congo, Mossadegh en Irán, los Sandinistas en Nicaragua o el presidente Chávez en Venezuela, los cuales han sido sistemáticamente minados, derrocados y asesinados con el completo apoyo occidental.

Pero esto no es todo. Cada acción agresiva dirigida por Estados Unidos crea una reacción. El despliegue de un escudo antimisiles produce más misiles, no menos. Bombardear civiles, ya sea deliberadamente o por medio de lo que se denomina «daño colateral», produce más resistencia armada, no menos. Fomentar minorías secesionistas dándoles la a menudo falsa impresión de que la única superpotencia vendrá a rescatarlas en caso de que sean reprimidas lleva a más violencia, odio y muerte, no a menos. Rodear un país con bases militares genera más gastos de defensa por parte de este país, no menos, y la posesión de armas nucleares por parte de Israel anima a otros Estados de Oriente Próximo a adquirir estas armas. Si Occidente duda en atacar Siria e Irán es porque estos países son más fuertes y tienen más aliados de confianza que Yugoslavia o Libia. Si Occidente se queja del reciente veto ruso y chino acerca de Siria, él es el único culpable: de hecho, es el resultado del abuso descarado por parte de la OTAN de la Resolución 1973, para provocar el cambio de régimen en Libia, que no había autorizado la Resolución. Así, el mensaje que envía nuestra política de intervencionismo a los «dictadores» es «armaos mejor, haced menos concesiones y cread mejores alianzas».

Además, los desastres humanitarios en el este de Congo, probablemente los mayores de las últimas décadas, se deben fundamentalmente a las intervenciones extranjeras (la mayoría desde Ruanda, un aliado de Estados Unidos) y no a la falta de ellas. Por tomar el caso más extremo, que es un ejemplo favorito citado por defensores de las intervenciones humanitarias, es altamente improbable que los Jemeres Rojos hubieran llegado nunca al poder en Camboya sin el bombardeo generalizado «secreto» estadounidense al que siguió un cambio de régimen urdido por Estados Unidos que dejó a este desafortunado país totalmente destrozado y desestabilizado.

Otro problema del «derecho humanitario de intervención» es que no sugiere ningún principio que sustituya la soberanía nacional. Cuando la OTAN ejerció su propio autoproclamado derecho a intervenir en Kosovo, donde los esfuerzos diplomáticos estaban lejos de haberse agotado, fue alabado por los medios de comunicación occidentales. Cuando Rusia ejerció lo que consideraba su propia responsabilidad de proteger Osetia del Sur, fue uniformemente condenada por los mismos medios occidentales. Cuando Vietnam intervino en Camboya para acabar con los Jemeles Rojos o cuando India intervino para liberar a Bangladesh de Pakistán, sus acciones también fueron duramente condenadas por Estados Unidos. Así pues, o bien cada país con los medios de hacerlo adquiere el derecho a intervenir siempre que se pueda invocar una razón humanitaria como justificación y entonces volvemos a la guerra de todos contra todos, o solo se le permite hacerlo a un Estado todopoderoso, a saber, Estados Unidos (y sus aliados) y, entonces, volvemos a una forma de dictadura de los asuntos internacionales.

Se suele replicar que las intervenciones no las lleva a cabo un solo Estado, sino la «comunidad internacional«. Pero el concepto de «comunidad internacional» lo utilizan fundamentalmente Estados Unidos y sus aliados para designarse a sí mismos y quienquiera que esté de acuerdo con ellos en ese momento. Se ha convertido en un concepto que hace la competencia a las Naciones Unidas (la «comunidad internacional» afirma ser más «democrática» que muchos Estados miembros de la ONU) y también tiene a hacerse con el control de esta en muchos aspectos.

En realidad, no existe una genuina comunidad internacional. Rusia no aprobó la intervención de la OTAN en Kosovo y Occidente condenó la intervención rusa en Osetia del Sur. El Consejo de Seguridad no habría aprobado ninguna de las dos intervenciones. La Unión Africana ha rechazado la acusación emanada de la Corte Penal Internacional del presidente de Sudán. Cualquier sistema de policía o justicia internacional, ya sea la responsabilidad de proteger o la Corte Penal Internacional, se debería basar en una relación de igualdad y en un clima de confianza. Hoy no existe ni igualdad ni confianza entre Occidente y Oriente ni entre Norte y Sur, en gran parte a consecuencia del historial de políticas estadounidenses. Para que alguna versión de la responsabilidad de proteger sea consensualmente funcional en el futuro, primero tenemos que construir una relación de igualdad y de confianza.

La aventura libia ha ilustrado otra realidad que han pasado por alto convenientemente quienes apoyan la intervención humanitaria, a saber, que sin la descomunal maquinaria militar estadounidense no es posible el tipo de intervención segura sin bajas (en nuestro bando) que puede esperar obtener el apoyo de la opinión pública. Los países occidentales no quieren arriesgarse a sacrificar demasiadas vidas de sus solados y lanzar una guerra exclusivamente aérea requiere una enorme cantidad de equipamiento de alta tecnología. Sean conscientes de ello o no, quienes apoyan este tipo de intervenciones están apoyando que continúe existiendo la maquinaria militar estadounidense, con sus presupuestos hinchados y su peso en la deuda nacional. Los Verdes y los Socialdemócratas europeos que apoyan la guerra en Libia deberían tener la honestidad de decir a sus electores que tienen que aceptar cortes generalizados en los gastos públicos en pensiones, paro, atención sanitaria y educación para bajar estos gastos sociales al nivel de Estados Unidos y utilizar los cientos de miles de millones de euros ahorrados de este modo para construir una maquinaria militar que sea capaz de intervenir ahí donde haya y cuando haya una crisis humanitaria.

Si es cierto que el siglo XXI necesita unas Naciones Unidas nuevas, no necesita una que legitimice estas intervenciones con nuevos argumentos, como la responsabilidad de proteger, sino una que dé al menos el apoyo moral a quienes tratan de construir un mundo menos dominado por una única superpotencia militar. Naciones Unidas necesita proseguir con sus esfuerzos para lograr su propósito fundacional antes de lanzar una nueva guerra, supuestamente un prioridad humanitaria, que en realidad puede ser utilizada por las Grandes Potencias para justificar sus propias guerras futuras minando el principio de soberanía nacional.

La izquierda debería apoyar una política pacifista activa a través de la cooperación internacional, el desarme y la no intervención de los Estados en los asuntos internos de otros Estados. Podríamos utilizar nuestros hinchados presupuestos militares para implementar una forma de keinesianismo global: en vez de pedir «presupuestos equilibrados» en el mundo desarrollado, deberíamos utilizar los presupuestos gastados en nuestros ejércitos para financiar inversiones generalizadas en educación, atención sanitaria y desarrollo. Si esto suena utópico, no lo es más que la creencia de que de la manera como se está llevando a cabo la «guerra contra el terrorismo» surgirá un mundo estable.

Por otro lado, la izquierda debería esforzarse en lograr el respeto estricto del derecho internacional por parte de las potencias occidentales implementando las resoluciones de la ONU concernientes a Israel, desmantelando tanto el imperio mundial de bases militares estadounidenses como la OTAN, cesando todas las amenazas concernientes al uso unilateral de la fuerza, deteniendo toda interferencia en los asuntos internos de otros Estados, en particular las operaciones de «promoción de la democracia», las revoluciones «de colores» y la explotación de la política de las minorías. Este respeto necesario por la soberanía nacional significa que en última instancia el soberano de cada Estado nación es el pueblo de aquel Estado, de cuyo derecho a cambiar a gobernantes injustos no deben apropiarse personas ajenas supuestamente benévolas.

Se objetará que esta política permitiría a los dictadores «asesinar a su propio pueblo», la actual consigna que justifica la intervención. Pero si la no intervención puede permitir que ocurran estas cosas espantosas, la historia demuestra que con frecuencia la intervención militar tiene el mismo resultado, cuando dirigentes acorralados y quienes los apoyan vuelven su ira contra los «traidores» que apoyan la intervención exterior. Por otra parte, la no intervención evita que las oposiciones internas sean consideradas quinta columnas de las potencias occidentales, un resultado inevitable de nuestras políticas intervencionistas. Buscar activamente soluciones pacíficas nos permitiría una reducción de los gastos militares, de las ventas de armas (incluidas las ventas a dictadores que podrían usarlas para «asesinar a su propio pueblo») y usar estos recursos para mejorar las condiciones sociales.

Volviendo a la situación actual, hay que reconocer que Occidente ha estado apoyando a los dictadores árabes por diversas razones que van desde el petróleo hasta Israel para controlar aquella región y que esta política se está viniendo abajo lentamente. Pero la lección que hay que sacar no es precipitarse a una nueva guerra, en Siria, como hicimos en Libia, afirmado esta vez que estamos en el bando correcto, defendiendo al pueblo contra los dictadores, sino reconocer que es el momento de que dejemos de asumir que tenemos que controlar el mundo árabe. A finales del siglo XX la mayoría del mundo estaba bajo control europeo. Finalmente, Occidente perderá el control sobre esta parte del mundo, como lo perdió en el este de Asia y lo está perdiendo en América Latina. La cuestión crucial de nuestro tiempo es cómo se adaptará Occidente a su decadencia; no es probable que la respuesta sea fácil ni agradable.

Jean Bricmont enseña física en la Universidad de Louvain en Bélgica. Es autor de Humanitarian Imperialism . Se puede contactar con él en [email protected]


Fuente: http://www.counterpunch.org/2012/02/20/the-case-for-a-non-interventionist-foreign-policy/