«Prefiero despertar en un mundo donde Estados Unidos sea proveedor del 100 % de las armas mundiales» Lincoln Bloomfield, funcionario del Departamento de Estado de EEUU Cuando nuestros ancestros descendieron de los árboles y comenzaron a caminar en dos patas, por vez primera en la historia fabricaron un objeto, un elemento que trascendió la naturaleza. […]
«Prefiero despertar en un mundo donde Estados Unidos sea proveedor del 100 % de las armas mundiales»
Lincoln Bloomfield, funcionario del Departamento de Estado de EEUU
Cuando nuestros ancestros descendieron de los árboles y comenzaron a caminar en dos patas, por vez primera en la historia fabricaron un objeto, un elemento que trascendió la naturaleza. Ese inicio de la humanidad estuvo dado, nada más y nada menos, que por la obtención de una piedra afilada; en otros términos: un arma. ¿Es que la historia de nuestra especie está signada entonces por ese inicio? ¿Las armas están en el origen mismo del fenómeno humano?
Sí, sin ningún lugar a dudas. La violencia es humana, la organización en torno al poder es humana. En esa dialéctica, el uso de algo que aumente la capacidad de ataque es vital. Lo fue en los albores, como necesidad para asegurar la lucha por la sobrevivencia (la piedra afilada, el garrote, la lanza), y lo sigue siendo hoy día. Pero las armas actuales en modo alguno están al servicio de la supervivencia biológica; las armas actuales, desde que conocemos que la historia dejó de ser la pura sobrevivencia en alguna caverna y en constante lucha con el medio ambiente natural, las armas de las sociedades de clases, entonces, están al servicio del ejercicio del poder dominante, desde la más rústica espada hasta la bomba de hidrógeno.
Salvo poquísimas, insignificantemente pocas armas fabricadas para el ámbito de la cacería, la parafernalia armamentística con que hoy contamos los seres humanos está destinada al mantenimiento de las diferencias de clases. Es decir: seres humanos matan a otros seres humanos para mantener su poder, para defender la propiedad privada. Y también para «resolver» conflictos de la cotidianeidad.
Contrariamente al espejismo con que -por error o por mala intención- se presentan las armas como garantía de seguridad, es por demás evidente la función que en verdad cumplen en la dinámica social: son la prolongación artificial de nuestra violencia. ¿De qué estamos más seguros teniendo armas? Quienes nos matan, mutilan, aterrorizan, dejan secuelas psicológicas negativas e impiden desarrollos más armónicos de las sociedades son, justamente, las armas.
Pero las armas no tienen vida por sí mismas, claro está. En realidad, son ellas la expresión mortífera de las diferencias injustas que pueblan la vida humana, de la conflictividad que define nuestra condición. Son los seres humanos quienes las inventaron, perfeccionaron, y desde hace un tiempo con la lógica del mercado como eje de la vida social, quienes las conciben como una mercadería más (¡vaya mercadería!).
Y somos nosotros, los seres humanos organizados en sociedades clasistas hondamente marcadas por el afán de lucro económico individual que el capitalismo dominante en estos últimos siglos impuso, quienes transformamos el negocio de las armas (que es lo mismo que decir: el negocio de la muerte) en el ámbito más lucrativo del mundo moderno, más que el petróleo, el acero, la informática.
Cuando decimos «armas» nos referimos al extendido universo de las armas de fuego (aquellas que utilizan la explosión de la pólvora para provocar el disparo de un proyectil), el cual comprende un variedad casi infinita que va desde lo que se conoce como armas pequeñas (revólveres y pistolas -las más comunes-, rifles, carabinas, sub-ametralladoras, fusiles de asalto, ametralladoras livianas, escopetas), armas livianas (ametralladoras pesadas, granadas de mano, lanza granadas, misiles antiaéreos portátiles, misiles antitanque portátiles, cañones sin retroceso portátiles, bazookas, morteros de menos de 100 mm.), a armas pesadas (cañones en una enorme diversidad con sus respectivos proyectiles, bombas, explosivos varios, dardos aéreos, proyectiles de uranio empobrecido), y los medios diseñados para su transporte y operativización (aviones, barcos, submarinos, tanques de guerra, misiles), a lo que hay que agregar minas antipersonales, minas antitanques, todo lo cual constituye el llamado armamento convencional. A ello se suman las armas de destrucción masiva, con poder letal cada vez mayor: armas químicas (agentes neurotóxicos, agentes vesicantes, agentes asfixiantes, agentes sanguíneos, toxinas, gases lacrimógenos e irritantes, productos psicoquímicos), armas biológicas (cargadas de peste, fiebre aftosa, ántrax), armas nucleares (con capacidad de borrar toda especie de vida en el planeta).
Toda esta cohorte de máquinas de la muerte en modo alguno favorece la seguridad; por el contrario, son un riesgo para la humanidad. El mito de la pistola personal para evitar asaltos y para conferir sensación de seguridad es solamente eso: mito. En manos de la población civil, muy rara vez sirve para evitar ataques; en general, sólo ocasionan accidentes hogareños. Y en manos de los cuerpos estatales que detentan el monopolio de la violencia armada, los arsenales crecientes -cada vez más amplios y más mortíferos- no garantizan un mundo más seguro sino que, por el contrario, hacen ver como posible la extinción de la humanidad (de liberarse todo el potencial bélico nuclear con que cuentan las fuerzas armadas de la actualidad, la onda expansiva llegaría hasta la órbita de Plutón, y pese a ese extraordinario poder de disuasión, no estamos más seguros, sino justamente todo lo contrario).
No obstante la cantidad de vidas cegadas y el dolor inmenso que producen estos ingenios infernales que la especie humana ha inventado, la tendencia va hacia el aumento continuo de su producción y hacia el perfeccionamiento en su capacidad destructiva. Así entendidas las cosas, no puede menos que decirse que el negocio de la muerte crece. Crece, y mucho, porque es rentable.
El negocio de las armas no se parece a ningún otro. Debido a su relación con la seguridad nacional y la política exterior de cada país, funciona en un ambiente de alto secretismo y su control no está regulado por la Organización Mundial del Comercio, sino por los diferentes gobiernos. En general -y esto es lo preocupante- los gobiernos no siempre están dispuestos o son capaces de controlar las ventas de armas de forma responsable. Asimismo, lo más frecuente es que las legislaciones nacionales en la materia, si la hay, sean inadecuadas y estén plagada de vacíos legales. Además, los mecanismos existentes no son obligatorios y apenas se aplican.
El negocio de las armas no es transparente; por no ser de conocimiento público se maneja con extrema cautela sin estar sujeto casi a ninguna fiscalización. Por eso, las diversas iniciativas internacionales de la posguerra fría para fiscalizar este tipo de transacciones han resultado inútiles. Los intereses económicos, políticos y de seguridad hacen de este rubro un sector misterioso y peligroso, intocable en definitiva.
Desde el año 1998 los gastos en armas han comenzado una tendencia alcista después de haber llegado a su nivel más bajo en la era de la posguerra fría. En el 2000 éstos fueron de alrededor de 798.000 millones de dólares (25.000 dólares por segundo); a partir de allí comenzaron a trepar aceleradamente, y la fiebre antiterrorista desatada después del 11 de septiembre del 2001 los ha catapultado en forma espectacular (en el 2003 alcanzaron los 956.000 millones de dólares).
En el campo de las armas todo es negocio, tanto fabricar un submarino nuclear como una pistola. Incluso las llamadas armas pequeñas, con un poder de fuego más bajo que otras de las tantas armas que llegan al mercado, son un filón especialmente rentable. Más de 70 países en el mundo fabrican armas pequeñas y sus municiones, y nunca faltan compradores, tanto gobiernos como personas individuales (fundamentalmente varones). Las ventas directas de armas pequeñas (pistolas, revólveres y fusiles de asalto) a otros gobiernos o entidades privadas corresponden al 12 % de las ventas totales de armas en todo el planeta. El resto está provisto -¿astucias de la razón o burlas de la historia? diría Hegel- por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, aquellos que se encargan (¿se encargan?) de la paz y seguridad del mundo: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China. Estados Unidos es en la actualidad el principal productor y vendedor mundial de armamentos, de todo tipo, con un 50 % del volumen general de ventas (aunque el sueño de más de algún funcionario de Washington, como lo dice nuestro epígrafe, sea aumentar ese porcentaje).
Ante todo esto: ¿qué hacer? ¿Comprarnos una pistola para defendernos? Apelar a campañas de desarme y de no uso de armas, al menos las pequeñas (pistolas y revólveres), es loable. Pero vemos que eso no alcanza para detener el crecimiento de un negocio poderosísimo. Apelar a la buena conciencia y al fomento de la no violencia es una buena intención, pero difícilmente logre su cometido de terminar con las armas ¿Con eso detendremos a multinacionales de poder casi ilimitado como Lockheed Martin, Raytheon, IBM, General Motors?, ¿o a gobiernos que basan sus estrategias de desarrollo nacional en la comercialización de armas? La lucha contra la proliferación de las armas es eminentemente políticas: se trata de cambiar las relaciones de poder. No es posible que los mercaderes de la muerte manejen el destino humano.
Hoy día la producción de armas no es un negocio marginal: es el principal sector económico de la humanidad. Y como consecuencia, esto significa que cada minuto mueren dos personas en el mundo por el uso de algún tipo de arma (casi 3.000 al día). Desmontar esta tendencia humana del uso de armas se ve como tarea titánica, casi imposible: es terminar con la violencia, es terminar con las injusticias. Pero es vital seguir planteándosela como requisito para la permanencia de la especie, y para una permanencia más digna. Quizá sea imposible terminar con la violencia como condición humana, aunque eduquemos para la convivencia tolerante; pero es imprescindible seguir luchando contra las injusticias.
Plantear que «otro mundo es posible» no dice que se terminará la conflictividad, pero sí alerta sobre que es necesario apuntar a una sociedad que se avergüence, y por tanto reaccione, ante el negocio de la muerte. La causa de la justicia no puede aceptar la muerte como negocio.