El arte tiene sus propias normas. La primera de ellas es no ceñirse a nada. Ni a la opinión ni a las leyes, ni al código penal ni a la vergüenza, ni a la bondad, ni a lo profano, ni a lo sagrado ni al lucero del alba. No ceñirse a nada más que a […]
El arte tiene sus propias normas. La primera de ellas es no ceñirse a nada. Ni a la opinión ni a las leyes, ni al código penal ni a la vergüenza, ni a la bondad, ni a lo profano, ni a lo sagrado ni al lucero del alba. No ceñirse a nada más que a sí mismo. El arte se alimenta de su propia hambre. De la necesidad del artista; de su necesidad de expresarse como le plazca cuanto le plazca y le pese a quien le pese. Es el placer frente al pesar. Nada es tabú en el arte excepto la estrechez y nada es imperativo excepto la búsqueda y la extensión de la belleza.
Como en la regresía, hay un Index estético en la progresía, variable según la secta y la oportunidad, que dice lo que está bien o mal, lo que es arte proletario o burgués, o, en lenguaje moderno, arte progresista o lo contrario. Lo que se puede o debe leer o escuchar y lo que no. El ejemplo de los chinos prohibiendo a Beethoven en la Revolución cultural, o el de algunos trotskistas europeos que rechazaban el rock porque según ellos expresaba la decadencia burguesa (frente a la música clásica, que habría expresado el ascenso de la burguesía), son ejemplos cogidos a bote pronto de corsés herrumbrosos que pretenden comprimir las mentes de los artistas haciéndose pasar por amables abrazos. Y, de paso, crear degustadores de arte a dieta del plato único que sugiera el líder.
Hay que dejar claro que, del mismo modo que todos estamos locos, todos somos artistas. El arte es una necesidad vital, no sólo intelectual sino también física. La creación a partir de lo que hay de lo que no hay puede ser permanente como un cuadro o fugaz como el juego de los niños que fingen que eran supermán y los tres mosqueteros y salvaban la tierra. Un niño, dos niños que juegan hacen arte; crean. Su obra fluye, nace y muere cada minuto, cada segundo. Los años y el entorno suelen atrofiar a estos genios, pero algunos mantienen su capacidad creativa. El artista adulto es un niño que no ha dejado de jugar. ¿Y para qué juegan los niños? No para ganar dinero, ni prestigio, ni fama, ni gloria, ni el Reino de los Cielos ni el Socialismo Autogestionario. Juegan para divertirse. Cuando el artista adulto contamina su capacidad por dinero, prestigio, ideales, corrección política o cualquier otro agente patógeno, está metiendo su arte por un tubo muy estrecho. No se trata de preservar la pureza del arte. Es exactamente todo lo contrario, se trata de que no pase por ningún filtro que lo purifique, de que se desborde, de que siga manchando y escandalizando. Melville lo expresa perfectamente en Moby Dick: «¡Ay de aquél que trate de agradar más que de horrorizar!».
Pero sigue habiendo un molde al que se acomoda cierta opinión izquierdista; muy inconsecuente sin embargo. Por hablar de música, uno de los gurús de la cantautoría, Krahe, cantaba en Villatripas con ánimo bastante indulgente a un pueblo en el que los paisanos «cogieron a la Jacinta, la moza de mejor pinta, y en la misma plazoleta la pusieron en porreta y la echaron al pilón sin mayor vacilación» mientras daban de lado a «algún poetastro» y al «pelma de Don Simón, que de un vuelo fue al pilón» por interponerse en sus maniobras con la maciza y sufrida Jacinta. Todo muy Charanga del Tío Honorio y su Hay que lavalo, o Fernando Esteso y La Ramona. Krahe me gusta; no especialmente, pero no está mal. Cualquier escribano echa un borrón. Y qué. Villatripas me parece deplorable, pero qué más da. Si hay alguien que disfruta con esa abominación, si Krahe disfrutó creando y repitiendo eso, enhorabuena. Es arte.
Claro que hay niveles de calidad en el arte. El cancionero revolucionario, por seguir con la música, no derrocha virtudes cualitativas precisamente, ni artísticas ni siquiera políticas. Gran parte de su repertorio tiene ritmo militar, y las letras … Los castristas se hartan de cantar el aguafiestas «Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar», un auténtico cortarrollos, o lo de «Al que asome la cabeza duro con él, Fidel-Fidel, duro con él», muy heavy en sentido amplio y muy delegatorio. El papel que se le asigna a la mujer en ese cancionero, por otra parte, es especialmente digno de estudio. «Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar» en un buque de guerra o en un tren militar; se supone que para volarle la cabeza al nuevo compañero sentimental de Adelita y a ella devolverla al cuartel del que nunca debió salir, con su legítimo esposo. En Santa Bárbara bendita a Maruxiña se la sitúa en la cocina; en Bella Ciao, la bella se queda en casa; en Ay Carmela, Carmela es una inspiración pasiva. Exactamente igual que el Cara al Sol, en el que a la tía se le reserva la gloria de bordarle la camisa al facha que se va a ver si ve los luceros.
Pero, al margen de los cantos de guerra, hay una tendencia más o menos agobiante en las capillas izquierdistas o más allá (supongo que también en las derechistas, pero conozco menos el paño) que presiona al acólito para que alabe a los artistas de la propia cuerda. Es como si los comunistas sólo pudieran leer a Alberti y contemplar el Guernica; o los anarquistas disfrutar con Ibsen o Huxley, o los socialistas leer a Grass. O, cruzando un poco más la barricada, como si los derechistas sólo pudieran leer a D’Annunzio o a Baroja. Es una aberración. Todos ellos, y muchos otros que no comulgan con ningún recorte de hostia en particular, son artistas. Todos pueden gustar o disgustar a todos.
Separar las ideas e incluso el comportamiento del artista de su obra es esencial si no queremos quedarnos con más lectura que la de los anuncios por palabras o escuchar sólo el ruido del tráfico o de la cisterna. Muchos de los autores de la Grecia clásica eran pederastas; Quevedo era un antisemita; Rimbaud, traficante de esclavos; Céline era un nazi. Vetar su obra sería tan desolador como forzar los gustos artísticos, obligarlos a obedecer criterios ideológicos. Como emocionarse a toque de corneta.
Brecht decía que el arte no es un espejo para reflejar la realidad sino un martillo para darle forma. Brecht era un genio, pero estaba muy equivocado. Liarse a martillazos artísticos con la realidad no ha mejorado a nadie; ni a la realidad, comoquiera que se la defina, ni al arte. Ha empobrecido a ambos. El arte como pedagogía popular asume que a la masa hay que moldearla, hay que decirle lo que tiene que hacer y cuándo. Es una concepción elitista. El arte, como la pedagogía, debe ser negativo, no positivo. Por ejemplo: no hay que ser racista. Pero no hay que decirles a los niños (ni a nadie) que no sean racistas; basta con no decirles que sean racistas. Basta con dejarles en paz.
El arte no es ni un espejo ni un martillo ni un arma cargada de futuro ni una flor natural. Es todo eso, todo lo contrario y mucho más. Todo, con tal de que no le sirva a nadie, para nada.
Es cierto que hay niveles de calidad en el arte. Pero lo mismo que la cantidad, la calidad se escancia ad libitum. Cada uno sabe o descubre lo que le gusta y cuánto. Un baldosín, un charco, una alcantarilla, la esquina de un calle, son arte; las convierto en arte cuando las miro y las encuadro, cuando me fijo en ellas y no en otra cosa, y eso desencadena alguna emoción o evocación. Cuando creo. Estar ahí a una hora y no a otra, o estar con una persona y no con otra convierten en arte un bote de lejía o una mesa. Como decía García Calvo, busca el arte en todas partes menos en los museos. Los museos son su tumba, y a poca gente le gusta meterse en las tumbas. Ni en las tumbas de los museos ni en las de las repulsivas y empobrecedoras doctrinas.
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