«El arte es, pues, algo que se asemeja a la respiración corporal. Y por ello, dijo él, han tenido en la cárcel a Fritz durante ocho años».
Peter Weiss escribió las palabras que encabezan este articulito en La estética de la resistencia, obra imperecedera puesta a nuestro alcance por la editorial de la familia Forest-Sastre. Poco después leemos: «Como las fuerzas siempre se desarrollan en el choque de contrarios, lo razonable surgió en la colisión con lo excesivamente envejecido, lo que más contraatacaba cuanto más claras se hacían las señales de renovación. Lo que buscaba el cambio, habría necesitado de la seguridad y firmeza» (Hiru Argitaletxe, Hondarribia, 1999, p. 873).
Lo razonable, o para ser más fieles al mensaje de Peter Weiss, la razón en cuanto fuerza revolucionaria, surge del choque con lo envejecido. El principio dialéctico de la lucha de contrarios también es aquí decisivo: lo viejo contraataca para destruir la renovación, el avance de lo nuevo. Y la cárcel es uno de los medios más efectivos para defender lo viejo. Por su parte, el cambio, la novedad o, si se quiere, la libertad y la vida es consciente de que lo envejecido, lo reaccionario, nunca duda en usar su violencia para congelar la historia, petrificarla en hielo y de aquí la insistencia que hace Peter Weiss en la necesidad de la firmeza, de la seguridad. Pero ¿qué seguridad? ¿La del pragmático sentido común que, como un camaleón, se adapta a las exigencias del poder, o la seguridad que ofrecen la teoría y la ética revolucionaria?
Si vemos lo que ahora está sucediendo con Pablo Hasél y con tantas personas que sufren cárcel u otras represiones por insertarse en la lucha de contrarios para impulsar la libertad mediante la creación artística como arma cultural, llegamos a la conclusión de que Peter Weiss nos estaba adelantando lo que le iba a suceder porque había aprendido las lecciones acumuladas desde el surgimiento de la contradicción inconciliable entre propiedad colectiva y propiedad privada. Desde luego que debemos exigir la inmediata puesta en libertad de Hásel y del resto de personas por simple salud democrática, pero el adjetivo «democracia» contiene infinitas trampas si no se le añade el sustantivo de «socialista» o, por el contrario, de «burguesa».
Esta segunda, la democracia burguesa, puede tolerar la «libertad» de Hásel y de otras personas hasta un límite: cuando su creatividad artística sea un arma cultural muy peligrosa para la propiedad capitalista de las fuerzas productivas, no más. Llegados a ese punto, el derecho burgués o «moderno» desvela su secreto porque «es, en esencia, una expresión formal de la acumulación», tal y como muy razonadamente explica J. Rodríguez Rojo en La revolución en El Capital. Significados y potencial de la lucha de clases (Garaje, Madrid, 2019, pp. 88-90). ¿Qué hacemos entonces?
La firmeza y la seguridad a las que se refiere Peter Weiss no son otras que las que enunció Gabriel Celaya La poesía es un arma carga de futuro, escrita en los años de plomo del franquismo: «Poesía para el pobre, poesía necesaria/ Como el pan de cada día/ Como el aire que exigimos trece veces por minuto/ Para ser y en tanto somos, dar un sí que glorifica/ Dar un sí que glorifica.». Necesitamos el arte y el pan, la poesía, la cultura y el pan como valores de uso, de la misma forma que necesitamos el aire, el comer y el respirar trece veces por minuto. Peter Weiss y Gabriel Celaya, como Pablo Hásel y la humanidad liberada, necesitaban respirar y comer para hacer arte, y arte y pan para respirar: no habría vida si fallase uno o dos componente de esta unidad que lo viejo se obstina en escindir, en romper para, una vez aislados, desnaturalizarlos en forma de mercancías, en valores de cambio. La lucha de contrarios es la única que puede reunificarlos en una totalidad nueva, superior cualitativamente a la anterior unidad. Ahora mismo la humanidad explotada lucha por el aire, el pan y el arte, y contra la cárcel.
Este ascenso en la cualidad de la vida, en su desmercantilización, produce pánico en el capital, que reacciona con sus múltiples violencias: desde las más imperceptibles hasta el terror fascista. Para protegerse en su jaula de relativo y precario bienestar, la humanidad dopada por el fetichismo se enroca como un erizo en el dogmatismo. Hegel vino a decir que el dogmatismo es romper la unidad de contrarios absolutizando eternamente uno de sus componentes. Castilla del Pino desarrolló esta idea cierta añadiendo un componente citado por Peter Weiss, el de la seguridad entendida en sentido humano, no reformista, no pragmático ni de sentido común:
«El dogmatismo constituye nada más que la forma definitivamente cerrada de defenderse contra una inseguridad que no proviene, paradójicamente, del exterior sino del interior (de la clase, del grupo o personas). Una actitud abierta no es simplemente una actitud liberal, sino ante todo segura, merced a la racionalidad puesta en juego para subvenir a la explicación de lo ya explicable y a la suspensión del juicio de lo todavía inexplicable» (Psicoanálisis y marxismo, Alianza Editorial, Madrid, 1969, p. 23)
La seguridad que nos garantiza el método racional de pensamiento es confirmada ahora mismo, en estos largos tiempos de covid-19 y de represión acrecentada. La seguridad siempre tiene una base en la ley dialéctica de la negación, que no en el negacionismo de orígenes oscuros. La seguridad a la que se refiere Peter Weiss, que es la misma que le permitió a Gabriel Celaya sobrevivir creando arte en la muy insegura cotidianeidad tiranizada por el franquismo, se basa en esa fuerza psicológica, ética y teórica desarrollada en la praxis revolucionaria, capaz de dominar no sin esfuerzo ese mundo dantesco de riesgo, pánico moral e inseguridad inherente a la incierta precariedad vital capitalista, como detalla Gabriel Kessler en El sentimiento de inseguridad (Siglo XXI, Argentina, 2009, pp. 58-66).
Para la libertad y para el arte la dialéctica de la negación es una de las bases de la firmeza y de la seguridad en el potencial heurístico de la praxis. Marx tenía como divisa preferida el principio epistemológico de que hay que dudar de todo —De omnibus dubitandum– , lo que le llevaba al desarrollo incansable de la verdad concreta, relativa, objetiva y absoluta. Desde luego que este concepto de verdad es incomprensible para el sentido común, pero aquí disfrutamos de la irreverente y perversa provocación al formalismo que hace la dialéctica, como explica F. Jameson (Valencias de la dialéctica, Eterna Cadencia, Argentina, 2013, p. 14.)
Sin esa segura y firme irreverencia al sentido común Marx no hubiera podido hacer de El Capital una «construcción artística», un «todo estético» que moviliza la carga emancipadora del arte hacia la negación, la destrucción del capital. Tampoco Pablo Hásel y tantas personas creativas hubieran logrado romper la coraza dogmática. Sin esa provocación deliberada Ludovico Silva nunca hubiera recopilado muchos de sus textos en un compendio cuyo título — Belleza y revolución (Vadel Editores, Caracas 1979)– expresa magníficamente lo que aquí decimos y por qué han encarcelado a Hásel y a tantas persona, como encarcelaron al Fritz de Peter Weiss. Evidentemente, sin estas virtudes, W. Reich no hubiera podido escandalizar a la burguesía con estas verdades:
La psicología burguesa tiene por costumbre en estos casos el querer explicar mediante la psicología por qué motivos, llamados irracionales, se ha ido a la huelga o se ha robado, lo que conduce siempre a explicaciones reaccionarias. Para la psicología materialista dialéctica la cuestión es exactamente lo contrario: lo que es necesario explicar no es que el hambriento robe o el explotado se declare en huelga, sino por qué la mayoría de los hambrientos no roban y por qué la mayoría de los explotados no van a la huelga. La socioeconomía, por tanto, explica íntegramente un hecho social cuando la acción y el pensamiento son racionales y adecuados, es decir, están al servicio de la satisfacción de la necesidad y reproducen y continúan de una manera inmediata la situación económica. No lo consigue cuando el pensamiento y la acción de los hombres están en contradicción con la situación económica y, por tanto, son irracionales (Psicología de masas del fascismo, Editorial Ayuso, Madrid, 1972, p.32.)
De esta forma, el dogmatismo reinante, es decir, que reina porque entre otras razones toda monarquía es dogmática e irracional, se enfrenta con todos los medios que le ofrecen su Estado y sus violencias múltiples a la racionalidad del hambriento que «roba» y del proletariado que hace huelga. Y justifica por activa o por pasiva el encarcelamiento del arte, de muchas personas creativas, entre ellas Pablo Hásel. Y justifica la injustificable barbarie represiva lanzada por los gobiernos, sobre todo por los pomposa y cínicamente denominados «progresistas», y se opone con fanatismo a la incuestionable reivindicación de la Amnistía.
El arte es un arma cargada de futuro y de libertad. Para que ese futuro no se haga libertad fugaz y concreta en un archipiélago de libertades concretas en el océano de la miseria burguesa, el poder aplica cada día con mayor crudeza lo que Olf Mould define como «domesticación del talento», es decir, acabar con la creatividad humana en las actuales conurbaciones explosivas e insoportables. El rap y otras artes surgen para denunciar las causas del dolor y de la infelicidad humana en los grandes barrios desindustrializados y empobrecidos: ahora, en el Estado español casi dos de cada tres familias tienen dificultades para llegar a final de mes. Para apagar la mecha social el nuevo urbanismo se ha lanzado a subsumir el mal llamado «arte callejero» en la reproducción del orden, domesticando el talento popular, como analiza O. Mould en Contra la creatividad. Capitalismo y domesticación del talento (Alfabeto, Madrid, 2019, pp. 169 y ss.)
El rap de Hásel, sus letras políticas en el sentido marxista, es parte de la lucha de contrarios que se libra entre el «arte callejero» y su subsunción en la industria político-cultural que banaliza la violencia burguesa y la convierte en entretenimiento, como enseña F. Paredo Castro estudiando las radios yanquis de 1927, luego en Gran Bretaña y luego en México, pero ahora en todo el capitalismo («Violencia y “televisión de realidad”», La violencia nuestra de cada día, Plaza y Valdés, México, 2009, pp. 101-127). Una banalización que rinde, por un lado, jugosos beneficios económicos al transformar el miedo difuso en «noticia» con un valor de cambio en el mercado de la desinformación de masas y, por otro lado, produce obediencia y sumisión psicopolítica irracional que manipula la «criminalidad» para atacar a la izquierda revolucionaria culpabilizándola de todo, según explica Darío Melossi en Controlar el delito, controlar la sociedad. (Siglo XXI, Argentina, 2018, pp. 304-305).
El arma artística que utilizan Hásel y otros y otras creadoras se inscribe de lleno con su especificidad en lo que F. Sierra Caballero denomina «comunicología de la praxis» y en especial con el ‘habitus comunal’ definitorio de la antropogenia: «comunicación y colaboración, trábajo en común», en Marxismo y comunicación (Siglo XXI, Madrid, 2020, pp. 358-365.). Por tanto, el encarcelamiento de Hásel responde, por un lado, a la urgencia que tiene el poder de apuntalar un Estado debilitado por su lenta desindustrialización, podrido hasta la médula por la corrupción estructural, el analfabetismo funcional, el culto al dolor y a la tortura, y su atmósfera de villanía…; pero también, por otro lado, por la certidumbre que ya tienen los estrategas del capital de que su futuro depende de las castración del ‘habitus comunal’, es decir, deshumanizar a la humanidad, empezando en este caso por castrar el potencial artístico. Necesitan desnaturalizar el arte como arma activa en el presente y para el futuro, desnaturalizándolo como fetiche para adorar el dinero. Este es el mensaje de Hásel.