«Lo siento Bart», dice Homer francamente afligido, «mamá ha comprado entradas para una película del sueco ese de los siete sellos». Dicen que el famoso que no ha aparecido alguna vez en la serie The Simpsons es que no es realmente famoso. Ingmar Bergman lo era, como director de cine, como estandarte de un cine […]
«Lo siento Bart», dice Homer francamente afligido, «mamá ha comprado entradas para una película del sueco ese de los siete sellos». Dicen que el famoso que no ha aparecido alguna vez en la serie The Simpsons es que no es realmente famoso. Ingmar Bergman lo era, como director de cine, como estandarte de un cine de autor denso y complejo emocional y psicológicamente. Famoso era, aunque de forma más reducida a los círculos cinéfilos, el italiano Michelangelo Antognoni. Formado en el neorrealismo italiano de posguerra, codo con codo con el resto de ilustres del cine italiano, Rossellini, Fellini o Pasolini, por mentar justo tres paradigmas, Antognoni también representa la figura del cineasta-autor, cuya obra navega en la complejidad y la densidad de lo humano. Antognoni y Bergman podrían encabezar una selecta lista de artistas del celuloide comprometidos profundamente con el ser humano y su condición en la modernidad.
La modernidad -o la posmodernidad, dirán algunos- emergió en el Estado español en parte a través de los cines de arte y ensayo y de los cine-clubes donde se proyectaban películas prohibidas por el régimen franquista o de difícil distribución, donde se debatían las cuestiones políticas y sociales que inquietaban a la juventud antifranquista del momento. No se trataba sólo de derrocar el régimen, se trataba de cuestionar hasta el fondo el modelo social en el que se estaba inmerso y sus manifestaciones emocionales y psicológicas.
Las películas de Bergman o de Antognoni resultaban perfectas para llenar los programas de las salas de cine alternativas. En ellas se abordan temas sobre los cuales era muy difícil hablar libremente en otros espacios. La religión, las relaciones de pareja, el divorcio, la muerte, el amor, etc. Mientras el italiano se dedicaba a diseccionar la vida íntima y emocional de la burguesía y la pequeña burguesía urbana, Bergman se adentraba en los traumas de unos personajes marcados por sus experiencias vitales.
No es de extrañar que el momento de mayor éxito tanto artístico como de público de ambos cineastas se encuentre alrededor de finales de los 60, cuando la juventud del mundo entero empezó a cuestionar el sistema económico y político dominante en todos sus estratos. Las miserias de la vida burguesa, el desencanto por el estado del bienestar, los traumas existenciales del ser humano contemporáneo. Temas recurrentes en la filmografía de dos de los principales directores europeos, a pesar de que nunca practicaron un cine explícitamente político.
Yo descubrí «Persona», una de las obras cumbre de Bergman, mucho después de su estreno en 1966, y mucho después, por supuesto, de la ola revolucionaria del 68. Creo que nunca me ha impactado tanto una película. A través de un sobrio claroscuro y de unos originales recursos de distanciamiento brechtianos, nos adentra en la experiencia emocional y psicológica de una actriz que pierde la capacidad de hablar y de la enfermera que la cuida, la cual sufre un proceso de identificación que roza el vampirismo. Otras películas del cineasta sueco me han interesado, igual que «Blow up», el clásico de Antognoni -cuya obra no conozco en profundidad-, pero «Persona» se me antoja paradigmática. Un hito del cine moderno con el que se demuestra hasta donde puede llegar un artista que, formado en el teatro y en el expresionismo cinematográfico de los años 40, se convierte en un hombre de oficio a la vez que comprometido con el arte como vehículo de análisis del ser humano.
En la era de los efectos digitales, la desaparición de estos dos grandes artistas nos puede arrastrar hacia la melancolía. Solo cabe recordar una cosa: sus obras permanecen, pero a pesar de los apologistas del fin de la historia o del narcisismo posmoderno, también su compromiso.