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Asaltar los cielos (o escapar del infierno)

Fuentes: Rebelión

Se ha vuelto a hablar de «asaltar los cielos», lo hizo Pablo con una frase para los titulares y que remitía a Octubre del 17, cuando los bolcheviques se negaron a consensuar con su ala derecha (Zinóviev-Kámenev, con Stalin en la sombra), ni tampoco con los «centristas» de Yuri Martov al que Lenin apreciaba tanto. […]

Se ha vuelto a hablar de «asaltar los cielos», lo hizo Pablo con una frase para los titulares y que remitía a Octubre del 17, cuando los bolcheviques se negaron a consensuar con su ala derecha (Zinóviev-Kámenev, con Stalin en la sombra), ni tampoco con los «centristas» de Yuri Martov al que Lenin apreciaba tanto. La referencia no se correspondía con el ahora, pero los podemólogos la han repetido, en no pocos casos con Asaltar los cielos (España, 1996), la famosa película documental de Javier Rioyo y José Luís López con la que ambos ofrecen una radiografía del fanatismo comunista o mejor dicho, en nombre del comunismo.

Esta perspectiva última, cuyo significaba primaba sobre el de la resistencia comunista a la medianoche del siglo que ofrecía Trotsky, no se debía a la casualidad, ni mucho menos. El acontecimiento comenzó a adquirir relevancia desde la reivindicación trostkiana allá por 1970, cuando Eduardo Haro Teglen le otorgó portada en la revista Triunfo. Diez año más tarde, el mismo Haro hacía lo propio en Tiempo de Historia, con portada más un extenso trabajo mío en un contexto en el que la crítica antiburocrática se había hecho «sentido común» dentro de la izquierda, exceptuando quizás a los maoístas. Una década más tarde, el enfoque había cambiado, ahora era el comunismo en sí el que estaba siendo condenado por «la Historia» o sea, por el triunfal-capitalismo. Una final que se interpretaba siguiendo el espíritu de una frase de Pascal según la cual cuando el hombre quiere ser Dios se convierte en un diablo.

Es en este contexto en el que hay que situar el documental, y es en clave desencantada desde donde hay que leer el título. Es verdad que los autores habían militantes de tropa de la LCR española, pero en aquel momento era profesionales reciclados por el engranaje de la «Transición» que habían dicho adiós a la revolución.

Obviamente, cinematográficamente su enfoque no dejaba de resultar tan sugestivo como lo podía haber sido otro, de hecho con este trabajo contribuirían poderosamente a la reconsideración del documental como un género cinematográfico de primera, la película se paseó por festivales de todo el mundo animando los más enconados debates. Aquí no existe ningún problema en llegar hasta los últimos datos: ya no hay la menor duda de que Ramón Mercader fue el asesino, la punta de iceberg de una trama criminal… Los autores no ocultan la fascinación ejercida por algunos personajes, en particular por la controvertida Caridad Mercader, una inquieta joven señora burguesa que acabó siendo ingresada en un psiquiátrico por su familia, y que tras romper con esta militó en el anarquismo catalán bajo la dictadura de Primo de Rivera, para pasar luego al PCF y al PCE. Se detalla su evolución, como llegó a ser considerada como «La Pasionaria» catalana hasta que, tras un oscuro período de agente de la siniestra KGB, acabó sus días como una anciana secretaria de la embajada cubana en París ( 1)

Como sí se tratara de un «thriller», la cámara sintetiza un ingente material de archivo y hace hablar a toda clase de testigos -desde los más fehacientes hasta los más paradójicos-, todo se orienta hacia la búsqueda, primero del porqué, y luego del como y cuando actuaron tanto el asesino como su equipo; y en el fondo, Trotsky, Natalia y los amigos, vistos más como víctimas que como representación de una opción alternativa opuesta a Stalin y a todo lo que éste representa. Ampliamente elogiada por la critica, la película es el resultado de un arduo trabajo de síntesis en el que se combina el periodismo de investigación con el dominio de las imágenes documentales, nos abruma con la suma de personajes e historias llenas de vida, pero sin perder el hilo de las pesquisas, en el fondo, la URSS de la época estaliniana, la España republicana, el exilio, Cuba, todo un material sobre el que Padura extraerá el material para su celebrada novela El hombre que amaba los perros.

Con ellos, la película hila incluso un cierto tono de comedia de humor negro, más que evidentes en las declaraciones de la Saritísima, declarando que «no sabia que Ramón Mercader era un asesino, bueno sí, había matado a Trotsky» o un pobre diablo, el «Burrero» que estimaba a Ramón como una buena persona, «no era como algunos de los «psicópatas» que pululaban por la prisión. O la anécdota catalana que explica Pere Pagès (Víctor Alba), según el cual Mercader les respondió con un muy catalán «Vastem a la merda!», cuando le pregunta sobre su identidad en dicha lengua. Asaltar... no reusa la verdad histórica, por el contrario tratar de profundizarla en todos sus aspectos, aunque no tanto en el político, a los autores ya les interesa muy poco los debates sobre la naturaleza del estalinismo, ya es mero árbol caído.

La cámara actúa como un detective, está orientada a desvelar ante todo como Ramón y Caridad Mercader acabaron siendo, al final, juguetes del Estado criminal de Stalin, cuyo entramado sociopolítico queda revelado duramente a través de los «niños españoles» que acabaron siendo ciudadanos soviéticos. La revolución desaparece para favorecer la descripción del horror cotidiano, del no poder fiarte de nadie, de carecer de los derechos más elementales ante un Estado omnipotente. Un ejemplo de como se entiende este enfoque lo podemos intuir en el titulo, en una cita de Marx según la cual «un miembro convencido del Partido Comunista debía de estar dispuesto a cualquier sacrificio, a asaltar el cielo o a bajar a los infiernos» (López-Linares) que desconozco. En la coyuntura histórica de derrota de los de abajo, la frase habría que interpretarla de otra manera, ya no se trataba tanto de asaltar los cielos en clave John Milton. Ya no cabía soñar con paraísos (que únicamente existen cuando se han perdido), se trataba como diría Daniel Bensaïd, de evitar el infierno.

Es evidente que, aunque en esta trama criminal exista una referencia «marxista» o «socialista», su imbricación con este referente no es mayor que la que el general Mola pudo tener con Cristo o de los Bush o Nixon con la democracia; las motivaciones del equipo en que tomaron parte los Mercader podían haber conectado en otra fase de su vida con un ideal, pero para tomar parte en algo así se tuvieron que deshumanizar plenamente. El bloqueo moral de Ramón Mercader resulta patente en su trato con una «trotskista», con una mujer concreta, la ingenua e idealista Silvia Argeloff, su amante. Esta era una muchacha que necesitaba que alguien la quisiera; y que fue una víctima en el más pleno sentido de la palabra. Pero estas cosas –en plena moda denigratoria– ya no llaman la atención por más que no tengan nada que ver con la humanidad indignada de Marx que, desde luego, no se inventó los males del capitalismo, como se ha llegado a afirmar, y no solamente en prensa más conservadora. Tampoco Caridad Mercader huía de ninguna normalidad «democrática», sino de un ambiente hipócrita y opresivo que trató de ingresarla en un manicomio, por otro lado el exterminismo fascista que daba la medida de la ferocidad de la época.

También podría señalar un enfoque en el que se presenta a los comunistas como fanáticos que, como declara el «muy arrepentido» Ricardo Muñoz Suay (que acabaría justificando la «contra» nicaragüense), habrían sido capaces de cualquier cosa para asesinar a Trotsky; aunque también es verdad que la GPU tuvo que apartar a algunos líderes del PC mexicano que se negaron a tomar parte en el entramado, algo que la película ni siquiera sugiere.

Pero la perspectiva más elemental es la del adiós a la revolución y al asalto a los cielos: de haber podido, Ramón Mercader habría acabado sus días como un burgués jubilado disfrutando de las playas de Sant Feliu de Guixols, una imagen muy propia del «Estado del Bienestar», una realidad que, por cierto, no se puede explicar sin el miedo que la revolución –el comunismo–provocó en unas clases dirigentes que siempre tuvieron sus sicarios en los aparatos del Estado para realizar menesteres semejantes cuando la ocasión lo requería. Aunque, vista desde ahora, lo cierto es que cabe para cuatro programas como aquellos de «La Clave», cuando el pensamiento único todavía no se había reinstalado en la TVE.

Su pase por festivales dio paso a toda clase de polémicas, y es un film que parece pensado para un cine-forum en el que la imagen del comunista que justificaba lo que venía de la URSS ya sería una figura patética. Delante de ella caben políticamente muchas matizaciones, pero a mi juicio existen dos fundamentales.

En su día, los tribunalistas orgánicos no desaprovecharon la ocasión del estreno de la película, entre ellos los intelectuales orgánicos PRISA como Javier Pradera quien instrumentalizó el historial del estalinismo para lanzarlo contra el PCE actual y contra Julio Anguita ya que la película se estrena en el momento en el que «il sorpasso» parece viable. Un antiguo estalinista, Javier Pradera, por citar un ejemplo escribió (El País, 18-XII-96) evoca sin rubor «aquella formidable trilogía de Deutscher», para concluir que a la izquierda del PSOE no hay esperanza. Para Pradera el único «proceso degenerativo» es el de la URSS y el Komintern, como sí los océanos de sangre del capitalismo no fuesen más que unas gotas de rocío.

Otra mirada la representó Vázquez Montalbán quien, en una de sus notas («Memoria», aparecida en la ultima página de El País) relaciona la película con las memorias de la compañera de Arthur London, el autor de La confesión, Elisa Ricol, Roja primavera: » La película la catalogó como pieza necesaria para la expiación definitiva de la memoria estalinista española, una espléndida contribución catártica a la asunción de nuestra responsabilidad con respecto a uno de los crímenes ejemplares dentro de una posible revisión de la Historia Universal de la Infamia, el de Trotsky y el de Nin (…) Y junto (…) este libro de la viuda de London refleja la capacidad de ilusión, autoengaño, esperanza histórica de la militancia comunista que ha escrito las m s hermosas y horribles páginas éticas de este siglo, en una constante, fatal tensión dialéctica entre humanismo y terror «.

Montalbán citaba justamente a Paco Fernández Buey para señalar » que han desaparecido las condiciones que comportaron el desencuentro entre anarquistas, socialistas, comunistas terceristas, trotskistas… » Un punto de mira que, al menos a mí, me recordaba una mesa sobre el internacionalismo en Económicas de Barcelona presidida por el finado Vidal Villa. El tema a tratar eran las diversas internacionales. Paco se reservó la intervención final para decir que a él le gustaría reconstruir la Primera Internacional porque en esta cabíamos todos.

Que todavía sigamos hablando de «asaltar los cielos» es una muestra de la total incapacidad de capitalismo sin ley para cubrir las exigencias más elementales de la vida, pero también es una muestra de su capacidad de reprimir y de corromper a los que tenían que ser sus sepultureros. Quizás por eso el objetivo más obvio sea evitar el infierno, luchar por unas exigencias dignas para todos y todas, por una civilización del trabajo que respete la naturaleza. Porque como dijo Goethe, «hemos venido a maravillarnos» (y no a competir)

Notas

–(1) En una de sus apariciones Guillermo Cabrera Infante, que informa sobre la estancia de Ramón Mercader en Cuba, dice que los jóvenes trotskistas que se acercaban al consulado cubano en París no sabían que aquella señora que hacía de secretaria era Caridad Mercader, lo cual no es cierto. Servidor que pasó por dicha embajada en más de una ocasión en 1968 era perfectamente sapiente que la señora que me atendió previamente a una entrevista con el cónsul, era Caridad Mercader. Esto lo sabían tanto los responsable de la Cuarta Internacional como los viejos militantes del POUM en París (y es de suponer que los del PCE).