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Así en el cielo como en la tierra

Fuentes: Rebelión

«Habrá que ponerse a pensar en otra cosa carísima para esa gente exclusiva a la que sobran los millones y las ganas de demostrarlo. Yo me permito sugerir una idea novedosa: la llamo «impuestos».» (Enric González: emisión de A vivir que son dos días del 26 de junio de 2021)

Cuando Neil Armstrong, el primer hombre, dio su pequeño salto para pisar la superficie de la Luna yo era un niño de cinco años que corría por las calles sin asfaltar de su pueblo. Tengo vagamente el recuerdo de asomarme a una de las contadas casas donde había una televisión. Por entonces en verano la mayoría de las viviendas mantenían sus puertas abiertas durante todo el día e incluso la noche. Pero no sé si es un recuerdo real o una de esas imágenes fabricadas por la imaginación de uno para aportar coherencia a ese cuento que cada cual se cuenta sí mismo, y que es la materia de la que está hecha esa ilusión a la que llamamos yo. Sea como fuere ahí está en mi memoria el cuadro del niño que mira a hurtadillas la pequeña pantalla plateada en la que se mueven sombras de un cuerpo, mezcla de cíclope y ángel, que salta a cámara lenta sobre un manto blanco y difuso, primer retrato del escenario selenita.

Se hizo el milagro de la tecnología y de la ciencia. La leyenda del espacio tenía otro hito histórico más para afianzarse ante un mundo que en términos históricos hacía nada que había escapado por los pelos de la más apocalíptica guerra; un mundo que, al mismo tiempo que progresaba económicamente, seguía librando sus contiendas y bregando con sus injusticias. El poeta y músico Gil Scott  Heron supo plasmar muy bien esa delirante asimetría en 1970, poco después del regreso triunfal de los héroes del espacio, con su canción Whitey on the Moon («el blanquito en la luna»): «no puedo pagar la factura del médico, pero el blanquito está en la Luna».

Para alguien de talante soñador como yo en aquel entonces era mejor mirar al cielo. Encontré el ejemplo en el que justificarme cuando, ya adolescente, conocí algo de la historia de Johannes Kepler, el astrónomo del siglo XVII. Fue gracias a uno de los episodios de la magnífica serie documental titulada Cosmos creada por el astrofísico norteamericano Carl Sagan, un apasionado científico que con aquel programa de televisión supo contagiar a muchos su entusiasmo por la ciencia, y particularmente la excitante aventura que encierra la investigación de los misterios del firmamento. Latía en su discurso de divulgador el entusiasmo del explorador, la fe ilustrada del que cree en la capacidad humana para superarse y levantarse a sí misma de su cieno histórico merced al conocimiento. La vida de Kepler que aquél glosó con su punto de poesía (Sagan fue, además de un gran científico, un excelente escritor) era la historia de alguien soñador también, que no podía aceptar la prosaica realidad del mundo en el que le había tocado vivir. Aquella Europa supersticiosa en la transición de los siglos XVI a XVII, fanatizada a lo largo de los siglos de adoctrinamiento medieval y destrozada por las pertinaces guerras de religión en los albores de la modernidad, era para Kepler la antítesis del orden celestial donde él creía encontrar el fiel reflejo de la mente de Dios, un ser que debía su perfección a su intelecto matemático. El estudio de los cielos fue para él la vía de escape de este planeta caótico, irracional, esclavo de las creencias que siembran de intolerancia el ánimo de las personas.

La película que hace unos años estrenó Alejandro Amenábar bajo el título de Ágora plasma en gran medida el espíritu de aquel genial astrónomo. En ella la protagonista es Hipatia, la filósofa de Alejandría que también es mostrada como un personaje que se enfrenta a esa dicotomía entre el caos irracional de los asuntos humanos, los conflictos políticos y religiosos en los estertores terminales de la civilización romana, y la belleza del orden matemático de los orbes celestes. En los cielos reina la perfección de la geometría; en la Tierra todo es ruido y confusión. En la ciencia la inteligencia da sus mejores frutos; en los problemas prácticos diríase que la sabiduría ética a menudo es eclipsada por la demencia irracional.

En efecto, nada tenía sentido en los asuntos humanos. Fue una idea que asumí como principio incontestable desde bien temprano. Puestos a encontrar verdad y belleza mejor tornar a mirar los cielos, como hizo Kepler y siglos antes de él la neoplatónica Hipatia. A fin de cuentas, como Carl Sagan sentenció en la mencionada serie «estamos hechos de polvo de estrellas». ¿Por qué no creer que el filósofo Jesús Mosterín acertó al proponer que la especie humana es la conciencia a través de la cual se piensa el universo? Esa conciencia cósmica podría convertirnos en una verdadera especie fraternal capaz de imbuirnos universalmente de una ética que se materializara en un nuevo ordenamiento social, económico y político que desterrara todo atisbo de injusticia de todos los rincones del planeta. Como en aquella serie de los sesenta, de cuando la época dorada de la carrera espacial, Star Trek, donde se plasmaba un futuro en el que la humanidad se identificaba políticamente con su unicidad fraterna como especie.

Puro idealismo. Lirismo de ciencia ficción.

Hoy sé que los asuntos de los humanos serán así en el cielo como en la Tierra, y no al revés. No me parece que sea anecdótico que el próximo veinte de julio, aniversario del primer alunizaje, el que según aseguran es el hombre más rico del mundo, Jeff Bezos, el magnate fundador de Amazon, lance al espacio el cohete New Shepard. Este es el nombre del artefacto espacial (en honor a Alan Shepard, el primer norteamericano lanzado al espacio) construido por su compañía Blue Origin para fundar por así decir el club de los turistas espaciales. Tiene sentido: si ya hemos empezado a formar un basurero en los diferentes niveles orbitales del planeta es hora ya de expandir el capitalismo de los multimillonarios allende la estratosfera. Business is business, y para profesar tal fe no existen fronteras. Ni techo sideral.

A Bezos y a su hermano se le unirán en este viaje cuatro representates del 1% más rico que han logrado sus plazas por el procedimiento tan chic de una subasta, llegando a alcanzar la puja la modesta cantidad de veintiocho millones de dólares (cuando se partía de cuatro millones ochocientos mil). Han pagado ese dineral, igual que el niño que paga su billete para montarse en la montaña rusa, motivados por la necesidad de  disfrutar de unos minutos de la excitación dopamínica que otorga una experiencia exclusiva. No se trata de un viaje en el que, de alguna manera, como en el caso de la carrera espacial del siglo pasado, se manifiesta esa inquietud fundamental humana –para bien y para mal– de romper las barreras del espacio y el tiempo, de tal modo que con aquellas misiones espaciales era como si todos los humanos fuésemos más allá; como si el viaje evolutivo de nuestra especie adquiriese un sentido trascendental demostrándonos que somos parte del todo.

El empeño de Bezos es el tamborileo de puños  en el pecho simiesco de un pomposo ego. Un ego desmedidamente crecido merced a un estado de cosas que hace creer a quien alcanza un logro apreciado por los demás que es exclusivo mérito suyo, viéndose con derecho a superar en riqueza a países enteros y despilfarrarla para satisfacer el capricho de engreídos multimillonarios como él. El lanzamiento de su artefacto es el icono fálico  congruente con la pornografía del despilfarro y la insolidaridad que representa su antojo estratosférico.

Habrá quien ante este gesto verdaderamente faraónico –porque ese vehículo en el que van a escapar por seis minutos de la gravedad terrestre es como la pirámide del soberano del antiguo Egipto– se encoja de hombros y declare que siempre ha sido así, que los muy ricos tienen esas cosas, como tan soberbiamente supo retratar Orson Wells en su Ciudadano Kane. Pero después de más de cinco milenios de historia resulta desalentador. Que antaño se consintiera e incluso que se encumbrara a personajes de semejante estofa, engreídos hasta decir basta, constituidos en emperadores de un reino fundado sobre injusticias palmarias y una desigualdad sin posibilidad de justificación ética puede entenderse dado el estado de ignorancia y superstición dominante. Pero hoy día…

Hoy día alguien como Jeff Bezos se jubila y no paga impuestos. Con mi misma edad decide dejar de trabajar según me entero por un informativo de la radio. Mencionan la cifra de su riqueza. Mareante. Dicen que equivalente a todo el gasto social de nuestro país. Pero no paga impuestos asegura la noticia. La ley lo consiente mientras que a mí me exige seguir trabajando para aspirar a una jubilación que me garantice una vejez tranquila, además de cumplir religiosamente con el fisco de mi país. Y lo hago gustoso. Ya lo confesó otro multimillonario norteamericano hace años, George Soros, quien reconoció que  él pagaba menos impuestos que su secretaria. En el periodo crítico de la pandemia, entre marzo y diciembre del año pasado, los superricos incrementaron  su riqueza en casi cuatro billones de dólares, según informa Oxfam Intermón, mientras cientos de millones de ciudadanos se ven abocados a la pobreza. La asociación Economistas frente a la crisis ha llamado la atención sobre el hecho de que la diferencia en ingresos entre los que más ganan y el salario medio  ha pasado en las últimas cuatro décadas a ser de 33 veces a 366. Es solo un atisbo de lo que ya se ha dado en llamar la secesión de los ricos, es decir, la desconexión del 10 % más rico respecto del común de los mortales que trabaja día a día para tener una vida mínimamente digna. Quizá estos proyectos espaciales no solo de Jeff Bezos, sino también de otros potentados como Richard Branson (que ya ha subido arriba, aunque no tan lejos, según dicen) y Elon Musk sean el gesto físico definitivo que confirma esa radical secesión.

¿Cómo es que hay indicios suficientes para tener la impresión en ocasiones de que en la actualidad nos hallamos tan desnortados como en el siglo IV o XVII? Cuando fuimos bendecidos en el siglo XVIII con la Ilustración y el siglo XX nos infligió con harto sufrimiento las enseñanzas de lo que conlleva el fanatismo ideológico y las desigualdades materiales, ¿no deberíamos saber ya todos a dónde conduce la confluencia histórica de las distopías antidemocráticas, los nacionalismos exacerbados  y el capitalismo global desbocado?

A finales del siglo XIX Nietzsche certificó la defunción de Dios. Dios ha muerto, es decir, el ser humano sólo posee la vida para darle sentido a su existencia; la vida, que es el ser del cuerpo. Y afirmaba que los valores de la vida tienen sus raíces en la tierra. El ser humano, «animal valetudinario», haría bien en cuidarla (si hay alguna lección que aprender de la maldita pandemia es esta) si es que quiere dejar de ser lo que el filósofo alemán expresó con su singular estilo poético: «un ser escindido, híbrido de planta y fantasma». Sin embargo, el personaje del hombre poderoso de nuestro tiempo, que representa diáfanamente Jeff Bezos, cuando ha puesto sus ojos en el cielo ha escogido, no el paradigma económico del cuidado, sino el de la explotación. Su réplica a la retadora proclamación de Nietzsche es la de los corifeos que cantan loas al omnímodo dictado del mercado: ¡Dios ha muerto! ¡Que viva el dinero! Si la carrera espacial de los pioneros del siglo XX se dotó de significado al vincularse con el ideal romántico de la exploración, los cutres viajes espaciales para multimillonarios no estimularán el intelecto de los científicos, ni la imaginación de los escritores de ciencia ficción, ni acrecentarán la profundidad de las reflexiones de los filósofos. Contribuirán a reforzar el sentido de superioridad de los que levitan en la misma órbita que el magnate de Amazon consolidando sus propósitos y asegurando que se haga su voluntad así en el cielo como en la tierra.