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Atrapar al criminal

Fuentes: Rebelión

La mala nueva muy bien pudo haber causado una neurosis multitudinaria, una depresión colectiva. (Ojalá no la apatía que a menudo provoca lo considerado inevitable). A finales de julio de 2017 se anunciaba que el 2 de agosto se habría gastado la totalidad de los recursos que la Tierra alcanza a renovar cada año, «por […]

La mala nueva muy bien pudo haber causado una neurosis multitudinaria, una depresión colectiva. (Ojalá no la apatía que a menudo provoca lo considerado inevitable). A finales de julio de 2017 se anunciaba que el 2 de agosto se habría gastado la totalidad de los recursos que la Tierra alcanza a renovar cada año, «por lo que [se] vivirá a crédito» hasta el 31 de diciembre.

Por esto, el marcado significaba (significa) el «día del rebasamiento» (overshoot day en inglés). A partir de ese momento, la humanidad tendrá consumido el conjunto de los bienes que el globo puede restablecer en 12 meses, precisaban la ONG Global Footprint y el World Wildlife Fund (WWF).

Si en 2016 la fatídica jornada transcurrió el 3 de agosto -el ritmo de progresión se redujo un poco en los últimos seis años-, esta fecha simbólica continúa avanzando de manera inexorable: en 1997 fue a términos de septiembre, revelaron las mentadas instituciones no gubernamentales, de acuerdo con las cuales «para satisfacer nuestras necesidades, hoy deberíamos contar con el equivalente a 1,7 planetas».

«El costo de este sobreconsumo ya es visible», más que tangible; a saber: «escasez de agua, desertificación, erosión de los suelos, caída de la productividad agrícola y de las reservas de peces, deforestación, desaparición de especies». Vivir de fiado «sólo puede ser algo provisional, porque la naturaleza no cuenta con un yacimiento del que podamos proveernos indefinidamente».

Pero, siempre o casi siempre, en medio de la más densa oscuridad aparece un titilante pabilo. Al menos, hasta ahora eso ha enseñado la historia -¿o será especulación pasada de optimismo?-. Según el leal saber y entender de las susodichas organizaciones -alentadoras, ¿consoladoras?, subrayan que los escapes de gases de efecto invernadero «representan solamente el 60% de nuestra huella ecológica mundial»-, algunas señales indican que «es posible invertir esta tendencia».

A guisa de argumento, el hecho de que, a pesar del crecimiento de la economía, «las emisiones de CO2 vinculadas a la energía no aumentaron en 2016 por tercer año consecutivo», lo que «se puede explicar por el importante desarrollo de las energías renovables para producir electricidad».

Recuerdan las fuentes que la comunidad internacional se comprometió en la Conferencia de París sobre el Clima (COP21) -quizás la más publicitada-, en diciembre de 2015, a reducir las nefastas emanaciones, con el objetivo de limitar el consabido calentamiento.

Esperemos resulte el pacto -del cual, por cierto, el colosal contaminador EE.UU. tomó las de Villadiego, sin pudor, por obra y gracia de una trumpiana decisión-, y también que fructifiquen la Alianza Solar «lanzada» en la capital francesa y una unión con vistas a abandonar el uso del carbón, ambas estimadas los más importantes acontecimientos de la reciente Vigesimotercera Conferencia de las Partes (COP 23) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, celebrada en Bonn, Alemania.

Ahora, los que sí no parecen creer en lucecitas al final del túnel -la objetividad suprema y descarnada reivindica su lugar- son los poco más de 15 000 científicos, de todo el orbe, que acaban de alertar acerca de un terrible destino para el ente bípedo y pensante, junto con los demás, por supuesto. «Se nos agota el tiempo», gritaron a voz en cuello los estudiosos en un artículo publicado en la revista BioScience, el de más firmas de la historia, al prever que los dañinos efluvios se dispararán tras mantenerse estable los últimos tres años.

«Desde 1992, las emisiones de CO2 han subido un 62 % y la temperatura global se ha incrementado en 29 %, mientras que la abundancia de fauna de vertebrados ha caído un 29 %», resumió Motherboard William Ripple, catedrático de la Universidad Estatal de Oregón, E.U.A., y coautor del texto. Mas el estropicio no concluye en lo expuesto. Durante los postreros cinco lustros se ha detectado una contracción de 26 por ciento en la cantidad de agua dulce por habitante, un aumento de 75 por ciento de áreas muertas en los océanos, y una pérdida de 120 millones de hectáreas forestales.

En contrapartida, se ha notado una tendencia positiva en la recuperación de la capa de ozono, gracias al protocolo de Montreal, suscrito en las Naciones Unidas en 1987. Lo que debería desperezar el sentido común de Donald Trump, a quien los estrechos nexos con las grandes empresas petroleras -los intereses creados- le impiden ver más allá de sus narices… o de sus millones.

Empero, algo se aprecia en este maremagno de alarmas. Si bien quienes las hacen sonar proponen útiles medidas, tales la creación de más parques y reservas naturales, el freno del tráfico ilegal de animales, dietas basadas en verduras, la ampliación de programas de planificación familiar y de educación para mujeres, y la adopción de energías renovables y otras tecnologías «verdes», en nuestro criterio no atinan ni atinarán a resolver el problema cabalmente, por cuanto no se adentran hasta la principal causa antrópica (concerniente al hombre) de la crisis ambiental, que ya reviste connotación cultural-civilizatoria, al enunciarse como social hacia lo interno que discrimina modos de producción y reproducción de la vida en clave no capitalista.

Y he aquí que, con la máster en Medio Ambiente y Desarrollo Anisley Morejón Ramos (Revista Cubana de Ciencias Sociales, La Habana, julio-diciembre de 2015), descubrimos al quid en el que no «aterriza» una abundosa cantidad de sesudos de los cuatro puntos cardinales.

Comulguemos con la experta cuando afirma que, afortunadamente, el debate desde el pensamiento crítico «aborda el funcionamiento del sistema-mundo, que se consolida y globaliza como un sistema de relaciones enajenantes, donde la praxis del sujeto está signada por la producción ampliada de valor, bajo los cálculos costo/beneficio que minimizan los gastos y maximizan ganancias, quedando al margen de esta racionalidad económica conformada: el tiempo necesario para la regeneración de los bienes comunes, la finitud ecosistémica, y la integración de la totalidad de los seres humanos a prácticas productivas remuneradas».

Así que la «razón» universal que se ha impuesto «configura un sistema-mundo ambientalmente depredador, al instaurar dinámicas dentro de las relaciones sociales que deterioran las condiciones naturales y sociales que hacen posible la producción y reproducción de la vida en todas sus manifestaciones».

Por tanto, sentencia nuestra ensayista siguiendo a destacados marxistas, al dilucidar la hecatombe en curso, se torna imprescindible realizar una mirada desde las dimensiones productiva-económica, política e ideológica, «articuladas dentro de la cultura occidental dominante, que naturaliza las relaciones sociales bajo las exigencias del capital como extensión de tendencias espontáneas, naturales del desarrollo histórico de la sociedad».

Insiste Morejón en que la forma de expoliación, homogenizada, tiende a minimizar los costos para maximizar las ganancias en busca de rentabilidad; «para ello disminuye el capital variable, es decir, la fuerza de trabajo, por lo que cada vez hay más excluidos del sistema de producción, pero a la vez integra al capital fijo la totalidad ecosistémica de la naturaleza -cascos polares, fondos marinos, genes de plantas, animales y seres humanos- para la obtención de plusvalía. Todo ello deriva que durante el proceso de producción y reproducción del capital, que engloba los procesos de producción y reproducción de la vida, queda explícito [y aquí cita a una autoridad intelectual] que ´la explotación social es inseparable de la explotación natural´».

Como asevera Franz J. Hinkelammert, también traído a colación por la comentarista, «el ciclo del capital ilimitado muestra la contradicción entre la finitud de la naturaleza y el carácter expansivo del capital, así como la exclusión cada vez mayor de seres humanos del proceso productivo al operar la eficiencia y competitividad como valores supremos. Todo ello se enmascara dentro de una racionalidad medio-fin que oculta los efectos indirectos -deterioro ecológico, desempleo, exclusión- de las acciones directas coordinadas en el mercado, constituyendo externalidades dentro de los cálculos costo/beneficio», esenciales para el Sistema.

Obviamente, deviene imposible la sostenibilidad ambiental en los propios límites del mencionado régimen, en el que, sentencia Samir Amín en palabras de Morejón, lo económico se emancipa de la sumisión a lo político y se transforma en la instancia dominante que comanda la reproducción y la evolución de la sociedad.

«De esta forma, la lógica de la mundialización capitalista es, ante todo, la del despliegue de esta dimensión económica a escala mundial y la sumisión de las instancias políticas e ideológicas a sus exigencias».

Instancias que, faltaba más, acuden periódicamente a grandes catarsis en las cumbres sobre el entorno.

Reiteremos: el capital, raigalmente expansionista, siempre chocará con natura, de suyo restringida -al menos en ámbitos planetarios-, y la relación entre ambos se erige, volvamos a coincidir con la filósofa cubana, en la principal causa antrópica de la archimencionada debacle.

Algo que debería tener por seguro la miríada de sabios que se mesan los cabellos ante un cambio climático del que solo saldríamos… sí: con el ecosocialismo.

O socialismo a secas, que debe ser lo mismo, ¿no?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.