El presidente uruguayo José Mujica viene atrayendo crecientemente la atención internacional mediante una miríada de gestos personales entre inéditos e infrecuentes para la naturalizada concepción y práctica de privilegios materiales y simbólicos que, unidos al boato y esplendor, caracterizan a la totalidad (o casi) de los políticos en el Estado burgués (y no faltarán ejemplos […]
El presidente uruguayo José Mujica viene atrayendo crecientemente la atención internacional mediante una miríada de gestos personales entre inéditos e infrecuentes para la naturalizada concepción y práctica de privilegios materiales y simbólicos que, unidos al boato y esplendor, caracterizan a la totalidad (o casi) de los políticos en el Estado burgués (y no faltarán ejemplos históricos en los que signos proporcionales se hayan dado o se den en otros estados pretendidamente poscapitalistas y/o obreros). Actitudes consistentes que van desde la donación de la casi totalidad de su salario, hasta continuar habitando su modesta chacra rechazando la mansión presidencial. O movilizarse oficialmente en un Corsa (al igual que su esposa, tercera en la línea de sucesión) o en su propio vehículo, un viejo Fusca, y carecer de todo servicio doméstico, encargándose la propia pareja de la limpieza de su vivienda o de la casa de huéspedes de la estancia presidencial cuando allí se alojan transitoriamente, entre otras actitudes coherentes entre sí que pueden caracterizarse resumidamente como de consecuente austeridad radical. Sin embargo, con todo lo admirable de tales posicionamientos personales, no se desprende intención alguna -ni en él, ni en la fuerza política que lo sustenta, ni en la opinión pública nacional e internacional- de búsqueda de institucionalización alguna de estas prácticas que permitan la extensión de lo valorado hacia el régimen político y el dispositivo de poder.
Lo que el presidente resigna en términos materiales por decisión exclusivamente personal, le es devuelto en términos simbólicos (aunque no exista unidad de medida equivalencial) como reconocimiento y hasta idolatría, cosa que seguramente acaricie componentes narcisistas de la personalidad, tanto como conserve la estructura que le otorga la posibilidad de diferenciación radical con la usanza dominante en una espiral de realimentación. En términos más simples aún, para poder rechazar un privilegio, tal privilegio debe existir y conservarse. No propongo despreciar la personalidad generosa, austera o más sintéticamente, la bonhomía, de cuya sinceridad en este caso, no tengo por qué dudar. Sólo intento señalar que no altera la estructura de poder o, peor aún, refuerza el culto a la personalidad, concentrándolo. A lo sumo podrá inducir a través del ejemplo a algunos compañeros a acompañar la actitud, cosa que en la izquierda uruguaya, por su cultura y tradiciones, no es nada infrecuente, como lo ejemplifica por caso el intendente De los Santos, perteneciendo inclusive a otra rama política del frentismo uruguayo, entre varios otros valorables ejemplos similares. No es casual que estas actitudes emerjan cuando en las izquierdas ascienden líderes de extracción popular, como además de los uruguayos mencionados, ha sucedido con Lula o Evo Morales, quienes además debieron enfrentar una corrupción endémica.
Fue precisamente el presidente boliviano quién intentó superar el mero gesto personal, cuando se dirigió a los candidatos y jerarcas de su partido, el MAS, de forma pública. Allí sostuvo » que empobrecerse es otra forma de hacer política» instándolos «a renunciar si no están preparados para eso» (…) «quien de verdad entra a este juego democrático no lo hace para mejorar su economía. Tiene que empobrecerse, esa es la verdadera autoridad». Su propuesta, restringida a su propia fuerza política, es simple y contundente: la asunción de responsabilidades públicas, al igual que toda otra forma de militancia, no debe traer beneficios materiales o usufructo personal, sino inversamente, hasta algunos perjuicios. Pero lo que despierta atención y admiración no son los discursos, sino la coherencia entre ellos y las prácticas de quienes los profieren. Aunque si queda librado a la conciencia, a una mera actitud personal moralizante, la política no se moralizará sistémicamente, sino sólo circunstancialmente algunos de sus exponentes, bajo el continuismo hegemónico del régimen liberal y fiduciario perviviente.
En países con altos índices de corrupción (como buena parte de los latinoamericanos, a excepción de Chile y Uruguay) la personalización de la política es mucho mayor aún, disolviendo cualquier análisis del régimen, cosa que obstruye aún más la posibilidad de que la ciudadanía pueda comprender las razones estructurales de los comportamientos políticos que ella misma condena. Se genera entonces un verdadero círculo vicioso: cada vez que el ciudadano percibe en los políticos profesionales corrupción o abuso de poder, tiende a juzgar sólo a las personas que los protagonizan, a personalizar la política, que es la expresión de una concepción esterlizante e ingenua que normalmente culmina en la recomendación de votar por «políticos honestos». Para ello cuentan con el gran auxilio de la propia clase política y los medios de comunicación. ¿Cómo puede percibirse la naturaleza del régimen político, la índole de las instituciones que lo configuran, si los propios políticos y los medios sólo se ocupan de personas que gobiernan o quieren gobernar? ¿Cómo distinguir el régimen del gobierno y éste último un gobernante en particular?
Cualquier forma de dirección o representación, ya sea en el Estado y sus poderes, en sus empresas e instituciones autónomas, en las organizaciones de la sociedad civil ya supone una diferenciación y privilegio por el mero ejercicio del poder, respecto a quienes son afectados por él. Por eso el instituto más eficaz para acotarlo, aunque no el único, es el de rotación (al que le dediqué un artículo el domingo pasado). Sin embargo, no surge de ello que además deba acompañarse de privilegios materiales o económicos. Muy por el contrario, si una función es inconmensurable desde el punto de vista retributivo es el de político/a, porque carece de oficio.
Ya en el análisis de la experiencia de la Comuna de París de 1871 Marx destacaba, entre otras muchas medidas de los comuneros, «la supresión de todos los gastos de representación, de todos los privilegios pecuniarios de los funcionarios, la reducción de los sueldos de todos los funcionarios públicos al nivel del salario de un obrero». ¿Podría ser éste un instituto que combinado con el de rotación permita avanzar un paso más en la transformación del régimen que vengo intentando insinuar? No por deseable, lo encuentro factible en la actualidad de los países del giro progresista latinoamericano. Lo fue en la comuna, mientras duró, porque se revolucionó la totalidad de las relaciones de propiedad. Ningún país del giro progresista ha dejado de ser capitalista, sino que a lo sumo, con desigualdades entre sí, ungió gobiernos con sesgo neokeynesiano y redistributivo, dentro de regímenes políticos encuadrados en el estado burgués liberal-fiduciario. Lo que supone la convivencia de la esfera jurídico-abstracta del ciudadano («el gobierno de las leyes»), con la escisión Capital-Trabajo («el despotismo de los hombres» -propietarios- en la esfera económica y privada). En suma, la desigualdad estructural.
No obstante, puede concebirse un instituto que a falta de mejor nombre llamaría de «desprofesionalización» consistente en retribuir a todo representante o dirigente mediante lo que en algunos países se conoce como «licencia gremial». Es decir, con el mismo salario que tenía antes de asumir el cargo, conservándole además el puesto, para cuando culmine su mandato. En términos prácticos, la empresa u organismo deberá seguir pagándole el salario correspondiente y el estado darle al empleador el dinero para contratar (y despedir o reubicar al retorno de su empleado) a un reemplazante en su función. Los salarios los determina la lucha de clases en cada oficio o rama, más o menos regulada en los países del giro progresista por consejos salariales o paritarias. Pero no existe el oficio de diputado, presidente o ministro, ya que cualquier ciudadano puede ejercer esa función y lo hará de modo muy diferente según su pertenencia ideológica o partidaria. Tampoco existe el oficio de decano sino de profesor o investigador, ni de director de hospital, sino de médico, ni de dirigente gremial metalúrgico, sino el de obrero metalúrgico, etc. Obviamente concibo que quién tiene el privilegio y la responsabilidad de ejercer una función pública o detentar un poder delegado, debe dedicarse con exclusividad a ello, razón por la cual debe recibir un salario, salvo que viva de rentas en cuyo caso no necesita salario alguno.
Varias objeciones podrán realizarse a esta propuesta de instituto cuyos análisis y tratamiento deberán quedar para una próxima oportunidad. Las que personalmente concibo (ya que aún no lo he discutido con nadie in extenso y, a propósito, las que puedan aportar lectores serán muy bienvenidas) no cuestionan ni el espíritu del instituto ni el fondo del asunto, sino que me sugieren ajustes y precisiones en casos específicos, que no deberían sorprender dadas las inmensas desigualdades en nuestras sociedades. Van desde la supuesta inducción a la corrupción de los más postergados, a diferenciaciones de clase, de perjuicio para los funcionarios de ciudades diferentes a la sede del cargo o de excepciones o marginalidades.
Así como la necesaria rotación no puede ser potestad de la biología, tampoco la limitación del usufructo privado puede depender de la encarnación subjetiva de algún imperativo categórico kanteano.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
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