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Autoritarios y libertarios: sobre el mandar y el obedecer

Fuentes: Rebelión

Aplíquese a cualquier campo de la vida corriente, desde la familia, las amistades y el trabajo, hasta los partidos políticos de viejo y nuevo cuño -adivina cuáles- y las corrientes socio-culturales. Nos decía George Orwell que la verdadera división no distingue a conservadores de revolucionarios, sino a autoritarios de libertarios. Más allá de las meras […]

Aplíquese a cualquier campo de la vida corriente, desde la familia, las amistades y el trabajo, hasta los partidos políticos de viejo y nuevo cuño -adivina cuáles- y las corrientes socio-culturales.

Nos decía George Orwell que la verdadera división no distingue a conservadores de revolucionarios, sino a autoritarios de libertarios. Más allá de las meras apariencias y las pretensiones salvíficas de grupos políticos de izquierdas o derechas, de individuos autodefinidos como progresistas o conformistas, la cuestión es si en virtud de la lucha por el poder no acaban por transformarse en máquinas de adiestramiento o en adiestrados. O en ambos a la vez. Pasolini nos indicó que el poder es un sistema de educación que nos divide en sojuzgadores y sojuzgados. En lugar de combatir el dogma, lo propagan, aunque en un ejercicio de doblepensar proclamen a los cuatro vientos, con cinismo desgarrador y sibilino, sus aires libertarios. Orwell se desencantó de la izquierda en su travesía en la Guerra Civil española. Animal Farm ilustró cómo el ansia de poder convierte los deseos revolucionarios en una lucha sin cuartel por el dominio. A fin de cuentas, lo que se quiere cambiar no es el sistema de siervos y amos, sino los nombres que son acreedores de los privilegios de ordenar y disponer. Los dos grandes tiranos del hombre moderno, la ambición y la avaricia, corrompen lo que eran impulsos utópicos. Y la utopía se convierte, de facto, en distopía.

Dice un axioma, que se remonta a Aristóteles, que para saber mandar es preciso saber obedecer. Interpretemos esta frase en clave actual. En cualquier organización, desde los grupos primarios hasta las instituciones, corporaciones y tanto más los movimientos y partidos políticos, los que mandan antes supieron obedecer. O más bien, se trata de la exigencia de servidumbre a los que mandan. ¿Cómo progresar en un grupo humano si cometemos felonía? ¿Si no caemos en gracia al poderoso? ¿Si no adulamos a esas personas de las que dependemos? No llegan arriba los que atesoran los méritos adecuados. Y tampoco los que demuestran su buen hacer. La meritocracia es un gran engaño para encubrir la forma social que perpetúa las relaciones de poder. Más bien, sólo los arribistas son recompensados, porque la recompensa la conceden también arribistas. Los que permanecen al margen de las luchas de poder, caen en el limbo, en el olvido de los que por no plegarse a las reglas del juego, son expulsados de los lugares capitales. Simplemente, están fuera del tablero.

Italo Svevo cuenta en una fábula cómo un profesor de zoología explicaba que la paloma volteadora descendía de la paloma común. Ocurre que por capricho del criador, se seleccionaban para la reproducción sólo las que ostentaban la cualidad de hacer piruetas, incluso hasta llegar a matarse. Afanados en los trampantojos necesarios para alcanzar los lugares de poder, habríamos de preguntarnos si también todas estas cabriolas de concurrencia fraticida que pueblan nuestro ambiente diario no son las seleccionadas por la lógica del mandar y el obedecer. Y mientras son los individuos-pirueta a los que se reconoce, los visibles en su vacía brillantez que ciega a los que aman al opresor, son los individuos-comunes los que se disipan bajo el grisáceo manto de la indiferencia, el peor de los desprecios. «¡Es la vida! -nos relata Svevo en La evolución– La selección de los hombres también se hace así, hoy día: no busca que sobrevivan los mejores, sino los que mejor saben hacer piruetas. Si las cosas siguen así, a saber qué loco animal se obtendrá como resultado». ¿Y si uno desea, como Nietzsche, abstenerse tanto de mandar como de obedecer? Quizás el hombre solitario sea el único libre. Quizás Rousseau tenía razón, en sus paseos de ensueño.

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