En los últimos meses José María Aznar gusta de repetir, incansable, que la OTAN debe acoger al Estado de Israel. Habrá que reconocer que consecuencia no le falta al ex presidente del gobierno español: si meses atrás afirmó que no era menester crear ninguna Alianza de Civilizaciones, toda vez que ésta ya existía en la […]
En los últimos meses José María Aznar gusta de repetir, incansable, que la OTAN debe acoger al Estado de Israel. Habrá que reconocer que consecuencia no le falta al ex presidente del gobierno español: si meses atrás afirmó que no era menester crear ninguna Alianza de Civilizaciones, toda vez que ésta ya existía en la forma de la propia OTAN, ahora asevera con rotundidad que la Alianza Atlántica debe acoger en su seno –conforme a una vieja prédica colonial– a un país que al fin y al cabo es una punta de lanza de Occidente en el azaroso y convulso mundo árabe.
En provecho de la tesis de Aznar conviene agregar que, como tantas veces se ha dicho, Israel configura ‘la única democracia del Oriente Próximo’. Así lo testimonian, sin ir más lejos, las recientes declaraciones del ministro de Defensa local en el sentido de que, de romper Hamás la tregua, el ejército de su país no dudará en matar a los máximos dirigentes del movimiento islamista. Sabido es que Israel aplica desde tiempo atrás una filantrópica política de ‘asesinatos selectivos’ que se ha cobrado la vida de un buen puñado de adolescentes y de niños. No se puede ser perfecto, claro, en la ejecución de tan precisos asesinatos… Como puede apreciarse, en fin, el ministro en cuestión y la práctica correspondiente revelan un puntilloso respeto de las reglas del Estado de Derecho, al que tanto apego tiene José María Aznar.
Estamos hablando del mismo país –no se olvide– que recibe de la Unión Europea un trato comercial de privilegio. Al parecer no sólo es Aznar el que estima que los hábitos a los que Israel nos tiene acostumbrados son merecedores de recompensas morales y comerciales. Hablamos de la misma Unión, por cierto, que no ha pestañeado a la hora de incluir a Hamás en una lista internacional de organizaciones terroristas, pero que, por lo que parece, sigue en sus trece de no incorporar a tal lista a un puñado de Estados que ejercen puntillosa y profesionalmente el terror. El otro día un periodista me preguntaba, un punto airado, cómo podría ser que Israel negociase con una organización terrorista. No pude por menos que responderle que habría formular la misma pregunta, y con la misma agresividad, en relación con Hamás: ¿por qué habrían de sentarse sus dirigentes en una misma mesa con los responsables de un terror de Estado que permite mantener en vigor, frente a lo que reza un sinfín de resoluciones del Consejo de Seguridad, la ocupación militar de un país entero?
No he tenido la oportunidad de escuchar las opiniones de José María Aznar sobre la crisis iraní de estas horas. Doy por descontado, eso sí, que nuestro hombre no ha tenido a bien preguntarse por qué las potencias occidentales muestran tanta inquietud y mueven con tal energía sus peones en el caso del programa nuclear de Irán, un país signatario del Tratado de No Proliferación Nuclear, y en cambio se manifiestan lozanas y despreocupadas en lo que se refiere a los programas desplegados, con resultados palpables, por dos Estados que no han firmado el tratado en cuestión: Israel y la India. Doy por descontado, también, que Aznar habrá reaccionado con un mohín ante las declaraciones que hace unos días realizó Hans Blix, el inspector de armas de Naciones Unidas que alcanzó celebridad en vísperas de la agresión norteamericana en Iraq. Blix, tras preguntarse por qué Irán desearía dotarse de un programa nuclear militar, respondió que el país se sentía innegable y legítimamente amenazado: no se olvide que en el vecino, y recién mentado, Iraq hay 130.000 soldados norteamericanos, y que no faltan tampoco significados continentes militares estadounidenses en Afganistán y Pakistán. A efectos de convencer a las autoridades iraníes de la conveniencia de renunciar a su programa militar, ¿no sería más saludable –se preguntaba Blix con buen criterio– dar algunos pasos que generasen confianza del lado de aquéllas? ¿No es, en sentido contrario, extremadamente desaconsejable seguir jugando la carta de impresentables dobles raseros que huelen en demasía a las estratagemas manipulatorias que Washington desplegó en los meses anteriores a la guerra librada en Iraq en marzo de 2003?
Volvamos, con todo, a nuestro amigo Aznar, y hagámoslo preguntándonos por su condición de estas horas. Con innegable consecuencia, de nuevo, el ex presidente se mantiene en la línea de la que fue su política cuando encabezó el gobierno español: si entonces defendió sin rubor la pertinencia de violentar la legalidad internacional y no dudó en mentir en lo que respecta a las capacidades y relaciones del Iraq de Saddam Hussein, ahora persevera en la tarea de avalar, con todo el peso de su ingente prestigio internacional, el terror de Estado. Pocos saben más que Aznar, y hablo ahora de conocimiento intelectual, en lo que a aquél se refiere: téngase presente que algunas de las figuras mundiales privilegiadas por la amistad de nuestro hombre –Bush hijo, Putin, Sharon– algo han debido enseñarle al respecto.