Las primeras imágenes que observé del intento de golpe de Estado en Ecuador eran las de muchas personas brindando su respaldo al Presidente Rafael Correa. TeleSur y CNN mostraban la plaza, la gente, y muchas banderas rojas con la hoz y el martillo entrelazados. La imagen me impactó profundamente, diría que literalmente «movió mis entrañas», […]
Las primeras imágenes que observé del intento de golpe de Estado en Ecuador eran las de muchas personas brindando su respaldo al Presidente Rafael Correa. TeleSur y CNN mostraban la plaza, la gente, y muchas banderas rojas con la hoz y el martillo entrelazados. La imagen me impactó profundamente, diría que literalmente «movió mis entrañas», pues lograba transmitir con claridad el apoyo de comunistas y socialistas a la Revolución Ciudadana de Correa y la Alianza PAIS, una apuesta contundente por la democracia.
Los socialistas latinoamericanos no debemos engañarnos ni dejar que nos sorprendan: la apuesta por el socialismo es una apuesta por la democracia auténtica. Es parte de nuestra historia, de nuestra teoría y de nuestra praxis, aun si en ellas podemos encontrar también su contraparte autoritaria, desviaciones que nos vuelven susceptibles a las críticas, pero no inútiles ni desarmados de argumentos válidos y potentes.
No debemos desconfiar de la democracia ni oscurecer su naturaleza cediendo rápido al desatino de considerarla «un invento burgués». Tal afirmación es más apropiada para los que conciben a la historia como algo muerto, como «lo que sucedió hace tiempo» (o quizás como «lo que pensaron algunos hace tiempo»). No son las intenciones y proyectos de los escritores del siglo XVIII, sino los de las clases dominantes del XXI los que nos permiten volver sobre nuestras afirmaciones y corregirlas: la democracia nunca será «burguesa», porque el proyecto «burgués» la contradice en aquello que es más propio de ella. Las clases dominantes latinoamericanas ya han mostrado recientemente qué entienden por «democracia del siglo XXI», en Venezuela, Bolivia, Honduras y, esta semana, en el Ecuador. Ninguna democracia con corazón golpista es democracia.
Pero tampoco debemos renunciar a nuestro socialismo, como si fuese requisito para volverse demócrata. Muchos ex militantes, intelectuales y políticos «de izquierda» se sienten incómodos con su pasado comunista, sus ideas claramente socialistas o incluso con el uso de la «palabra prohibida». En El Salvador son legión y, lamentablemente, no deja de crecer. Esto origina reclamos absurdos y patéticas autocensuras, e incluso divisiones y fracturas lamentables para el proyecto que se pensaba construir. Un nada despreciable favor para la derecha, la cual se fortalece con la división de su enemigo.
Tal vez ayude conocer un poco de la misma historia del socialismo, así como hacer una seria reflexión acerca de lo que los socialistas están escribiendo, debatiendo y construyendo allí donde se hace y se deja hacer. No se trata únicamente de que socialismo y democracia no son mutuamente excluyentes, sino que la única democracia que puede ser alternativa al sistema dominante debe ser socialista. Pero entonces, y en lo que respecta a la democracia, ¿qué supone este «deber ser socialista»?
En principio, implica renunciar al fatalismo que niega que pueda haber un mundo distinto del que tenemos, a saber, un mundo que no sea resultado de «los sueños de la razón capitalista». Con «mundo» no me refiero al planeta, sino a la manera como ordenamos nuestras vidas, la lógica fundamental de las relaciones sociales y los vínculos con las demás formas de vida del globo. Pensar en «un mundo otro» implica ir «contra la corriente», que es precisamente la corriente de la clase dominante y la de todo aquel que piensa como ella, ya sea porque está a su servicio, la ve como modelo a seguir o porque le da pereza cambiar el canal.
En 1972, Salvador Allende dijo a un grupo de estudiantes universitarios: «Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción biológica». Esto puede sonar extremo, pero recoge algo valioso: si reconocemos que vivimos dentro de un sistema económico, social y político injusto, que provoca la deshumanización de la mayoría de personas en el mundo, ¿no es nuestro deber buscar su transformación? El socialismo no estará en los genes, pero sí es legítimo que acompañe nuestras preguntas acerca de lo que debemos y podemos hacer.
Ser socialista es comprometerse con la lucha contra la exclusión infame de millones de personas que el capitalismo vuelve desechables; es también una apuesta por formas cada vez más humanas de relacionarse con los demás individuos y colectividades, e implica construir bienestar sin la necesidad de ceder a la depredación del medio ambiente. Socialismo significa desvelarse pensando y trabajando en función de un mundo en el que quepan muchos mundos, en el que tengan un espacio las más diversas formas de vida de las colectividades, siempre y cuando no sean excluyentes, deshumanizadoras o depredadoras de la naturaleza. Y esto supone apostar por un replanteamiento de la democracia, desde la recuperación y ampliación del ámbito de la Política a partir del ejercicio democrático y popular del poder (Franz Hinkelammert).
¿Por qué se ataca a las democracias en Venezuela, Bolivia y Ecuador? Precisamente, la respuesta se encuentra en que en estos países se está transformando la manera como se ejerce la democracia. Ni siquiera se debe solamente a la llegada al poder de un presidente izquierdista, sino a que se atrevieron a socavar a la democracia oligárquica y pensaron que había que hacer transformaciones radicales acerca de la manera como el pueblo, el auténtico soberano, debía ejercer su poder. Esto no quiere decir que se trata únicamente de una «trasformación de la superestructura», que ignora la estructura económica, etc., como algún marxista de manual gustaría decir. No. La Nueva Política atraviesa todas las esferas sociales, desde los Consejos Comunales hasta las Empresas Socialistas, pasando por las Unidades de Contraloría Social.
Por eso la fortaleza de las revoluciones en América del Sur proviene de su talante radicalmente democrático, que es principio y proyecto a la vez. Y su debilidad son las recaídas autoritarias, las concesiones al «caudillismo», y los obstáculos a las condiciones para un amplio y serio debate popular. Algo de esto hay, lamentablemente, por lo que aquí cobra la mayor importancia un rasgo del que todo socialista debería sentirse orgulloso, y que más le valdría conservar y potenciar al máximo: la capacidad de autocrítica.
Como señalara el compañero uruguayo Sirio López Velasco, es preocupante que ante los resultados del PSUV, en las recientes elecciones en Venezuela, muchos militantes, acompañantes y seguidores se resistan a la autocrítica. Es cierto que el PSUV fue el partido que obtuvo más votos y es la mayor fuerza política del país. No obstante, las expectativas apuntaban más alto (obtener una cómoda mayoría calificada en la Asamblea) y deberían discutirse con seriedad las razones de «ese fracaso». Por su parte, y si nos trasladamos al Ecuador, mal haría el Presidente Correa y su gobierno si no hacen una auténtica revisión de lo que estuvo mal en las recientes reformas que fueron usadas como pretexto para el intento de golpe. Ojo con esto: socialismo serio y comprometido no implica sólo que tengamos claro hacia dónde queremos ir, sino también que nos hagamos responsables del éxito o fracaso de los pasos que nos permitirían lograr lo que pretendemos. De nada sirve «tener la razón» si no hacemos lo justo y necesario para lograr nuestros objetivos.
No obstante, hay más razones para la esperanza que para el desánimo. El 26 de septiembre, la revolución bolivariana dio una clara muestra de la democracia que el socialismo puede proponer al mundo entero. Los medios de comunicación reaccionarios no han podido evitar caer en el ridículo diciendo que «Chávez perdió», al mismo tiempo que insistían en el supuesto carácter autoritario de su gobierno. Es un flagrante contrasentido seguir sosteniendo que en Venezuela se viene implementando un «modelo autoritario», al mismo tiempo que se afirma que la oposición a la revolución bolivariana logró avanzar mediante las elecciones. Por eso no hay que despreciar este otro éxito de las elecciones organizadas por la revolución bolivariana: unos resultados que echan por el suelo las acusaciones de despotismo con que se ataca, «sin tregua y sin respiro», al proyecto revolucionario.
Los otros signos de esperanza los vimos hace poco en las plazas del Ecuador, con las rojas banderas ondeando al lado de otras que representaban a movimientos políticos diversos, alianzas amplias con el movimiento social y la bandera nacional ecuatoriana. También los escuchamos en las palabras de un líder indígena que reiteraba sus críticas al gobierno, al mismo tiempo que rechazaba de manera contundente las acciones golpistas de la derecha. Gran noticia para el socialista, quien no debe avergonzarse por emplear una clase particular de inteligencia: la que enseña que las diferencias entre los compañeros no son más importantes que la lucha sin cuartel contra la farsa democrática de los que, como dijera Víctor Jara, «hablan de libertad y tienen las manos negras».
(*) Académico salvadoreño y columnista del periódico digital ContraPunto
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