La Jornada Semanal, domingo 19 de febrero de 2006 núm Hacer del neoliberalismo una política económica de Estado no es el camino hacia la prosperidad, lo sabemos bien. La falsa compasividad del Tartufo, cuyo mejor ejemplo actual es Bush, no atempera sino agrava el tránsito del capitalismo de tumbo en tumbo, de guerra en […]
Hacer del neoliberalismo una política económica de Estado no es el camino hacia la prosperidad, lo sabemos bien. La falsa compasividad del Tartufo, cuyo mejor ejemplo actual es Bush, no atempera sino agrava el tránsito del capitalismo de tumbo en tumbo, de guerra en guerra.
Desde hace mucho tiempo los teóricos sabios explicaron el verdadero quid de los desajustes económicos que vive el mundo, y su solución: «Si desde el principio se hubiera dado prioridad y considerado como objetivo del proceso económico el crecimiento del salario, y demás retribuciones del trabajo, en proporción (más o menos asociada al capital), la teoría económica habría cumplido mejor su cometido, que ha de ser propiciar el mayor y más generalizado bienestar de la comunidad», nos dice don Antonio Sacristán Colás, en un mero artículo de divulgación de su profundo pensamiento («Hacia un capitalismo racional», Plural, julio de 1986).
La espontánea insurrección de octubre y noviembre en los suburbios europeos fue sólo la punta del iceberg; el descontento de los marginados sociales en los barrios desfavorecidos es mundial. En México, a la inconmensurable distancia entre la riqueza de las personas también se suma el espectro de la raza; porque el indio suele hallarse sumido en la miseria, que puede ser caldo de cultivo para el embrutecimiento, el crimen o la rebeldía. Están aún sin resolver muchos problemas de nuestro mestizaje.
Los motines en la vieja Europa no serán mejor explicados por André Glucksman o sus equivalentes nacionales, un Christopher Domínguez Michael u otro cualquiera (incluso del signo contrario, en apariencia), que nos repetirán sus propias cuitas personales, aderezadas con las oportunas toallas calientes de la alcahuetería y los meandros periféricos de la política del minuto.
Charles Baudelaire (1821-1867), en cambio, sigue siendo majestuosamente certero; en la lectura atenta de su poesía comprobamos que la distancia temporal que nos separa de su visión es nada. Si tan sólo la arquitectura y la planeación urbana hubiesen sido capaces de captar su modo sentir, no andaríamos en nuestras ciudades como siempre andamos, always on the brink; siempre al borde apocalíptico.
Si tan sólo hubiésemos recogido su advertencia: Me parece que yo siempre estaría bien ahí donde no estoy. Porque él era el inspirado, el perfecto caminante urbano a la deriva; el flâneur cuyas ideas se extienden mucho más allá de donde las deja el común de los mortales: es el gran poeta lírico de la metrópolis.
Baudelaire volcó su alma en su poesía, y desde las primeras líneas nos ubica en la perfecta recreación de un ambiente o de un sentimiento; un limpio corte cinematográfico nos lleva de uno a otro de los escenarios de la ciudad o de la emoción; su humor es una delicia: su alma debe ser tomada muy en serio.
Como si fuera poseedor de inexpugnables manantiales del más dulce petróleo inagotable, en él podemos hallar un antiyanquismo más radical incluso que el de Hugo Chávez: a partir de su admiración por Edgar Allan Poe (lo eligió como su intercesor ante el Cielo), Baudelaire señala: «Los Estados Unidos fueron para Poe una enorme jaula, una gran oficina de contabilidad, y durante toda su vida realizó siniestros esfuerzos para escapar de esa atmósfera antipática.»
En cuanto a los ghettos actuales de la opulencia, esos ataúdes electrónicos suburbanos con sus cámaras de TV y sus gadgets inteligentes y sus mercenarios (Giuliani desquitó su paga, a no dudarlo), de algún modo ya estaban presentes en su mundo pero no despertaron su interés. ¡Cómo habrían de interesar al creador de una ensoñación de Luxe, calme et volupté! Cuando estallaba la Revolución de 1848, el poeta tomó parte en el asalto a una armería en la encrucijada Buci de París.
Su inteligencia de diamante exacto nos expone la raíz del convulsionado presente porque él puso su atribulada persona (que no tenemos derecho a juzgar) al servicio de su arte: «¡Ah! ¡Con tal que no lleguen a persuadirme de que yo no hago nada!», y la gracia divina que le fue concedida al servicio de su fe: con toda justicia Baudelaire merece ser señalado entre los espías de Dios.
EL JUGUETE DEL POBRE
Para R., N. y P.M.V.
Quiero dar la idea de una diversión inocente. ¡Hay tan pocas diversiones no culpables!
Cuando usted salga por la mañana con la intención decidida de vagar por las grandes avenidas, llene sus bolsillos de pequeños inventos de a un centavo, tales como el polichinela plano, movido por un solo hilo, los herreros que golpean el yunque, el jinete y su caballo que tiene cola de silbato, y a lo largo de las tabernas, al pie de los árboles, haga un homenaje a los niños desconocidos y pobres que encuentre. Usted verá agrandarse sus ojos desmesuradamente. De entrada no osarán tomarlos; dudarán de su felicidad. Luego sus manos engullirán vivamente el regalo, y se irán como hacen los gatos que quieren comer el pedazo que les ha dado usted, habiendo aprendido a desconfiar del hombre.
Por una avenida, tras la reja de un vasto jardín, al fondo del cual aparecía la blancura de un hermoso castillo tocado por el sol, se encontraba un fresco y hermoso niño, vestido con sus ropas de campo plenas de coquetería.
El lujo, la despreocupación y el espectáculo habitual de la riqueza hacían a esos niños de ahí tan bonitos, que se les creería hechos de otra pasta que los niños de la mediocridad o de la pobreza.
A su lado, yacía sobre la hierba un juguete espléndido, tan fresco como su dueño, barnizado, dorado, vestido con un traje púrpura, y cubierto de plumas y bisuterías. Pero el niño no se ocupaba de su juguete preferido, y he aquí lo que observaba:
Del otro lado de la reja, sobre la avenida, entre los cardos y las ortigas, había otro niño, sucio, endeble, fuliginoso, uno de esos críos-parias en que un ojo imparcial descubriría la belleza, si, como el conocedor adivina una pintura ideal bajo el barniz de un carro, lo limpiara de la repugnante pátina de la miseria.
A través de esas barreras simbólicas separando dos mundos, la gran avenida y el castillo, el niño pobre mostraba al niño rico su propio juguete, que éste examinaba ávidamente como un objeto raro y desconocido. Ahora bien, ese juguete, que el pequeño cerdo excitaba, agitaba, y zarandeaba en una caja enrejada, ¡era una rata viva! Los padres, sin duda por economía, habían tomado el juguete de la vida misma.
Y los dos niños reían el uno al otro fraternalmente, con dientes de igual blancura.
EL PASTEL
Para R.R.P.
Yo viajaba. El paisaje en medio del cual estaba yo situado era de una grandiosidad y de una nobleza irresistibles. Algo pasó en mi alma ahí en ese momento. Mis pensamientos revoloteaban con una levedad igual a esa atmósfera; las pasiones vulgares, tales como el odio y el amor profano, me parecían ahora tan apartadas como las nubes que desfilaban al fondo de los abismos bajo mis pies; mi alma me parecía tan vasta y tan pura como la cúpula del cielo en el que estaba envuelto yo; el recuerdo de las cosas terrestres no llegaba a mi corazón sino debilitado y disminuido, como el sonido del cencerro de las bestias imperceptibles que pasaban lejos, bien lejos, sobre la ladera de otra montaña. Sobre el pequeño lago inmóvil, negro de su inmensa profundidad, pasaba a veces la sombra de una nube, como el reflejo del capote de un gigante aéreo volando a través el cielo. Y me recuerdo que esa sensación solemne y rara, causada por un gran movimiento perfectamente silencioso, me colmaba de una alegría mezclada con temor. En breve, yo me sentía, gracias a la entusiasmante belleza de la que estaba rodeado, en perfecta paz conmigo mismo y con el universo; creo incluso que, en mi perfecta beatitud y en mi olvido total de todo el mal terrestre, vine a dar en no hallar tan ridículos los diarios que pretenden que el hombre ha nacido bueno; cuando la materia incurable renovaba sus exigencias, soñé en reparar la fatiga y en aliviar el apetito causados por una ascensión tan larga. Extraje de mi bolsa un grueso pedazo de pan, una taza de cuero y el frasco de cierto elíxir que los farmacéuticos vendían a los turistas en aquel tiempo para mezclarlo en la ocasión con el agua de la nieve.
Cortaba mi pan tranquilamente, cuando un ruido muy ligero me hizo levantar la vista. Frente a mí se hallaba un pequeño ser desastrado, negro, desgreñado, cuyos ojos hundidos, feroces y como suplicantes, devoraban el trozo de pan. Lo escuché suspirar, con una voz baja y ronca, la palabra: ¡pastel! No pude evitar reírme al escuchar la apelación con la que quería honrar mi pan casi blanco, y corté para él un buen trozo que le ofrecí. Lentamente se acercó, sin apartar los ojos del objeto de su codicia; luego, engullendo el trozo con la mano, reculó vivamente, como si hubiese tenido temor de que mi oferta no fuera sincera o que ya me hubiera arrepentido.
Pero en el mismo instante fue derribado por otro pequeño salvaje, salido de no sé dónde, y tan perfectamente parecido al primero que se habría podido jurar que era su hermano gemelo. Juntos rodaron por el suelo, disputándose la preciada presa, sin duda ninguno deseaba sacrificar la mitad para su hermano. El primero, exasperado, empuñó al segundo por los cabellos; éste sujetó la oreja con los dientes, y escupió un pequeño trozo sangrante con una soberbia injuria caló. El legítimo propietario del pastel intentó encajar sus pequeñas garras en los ojos del usurpador; éste, por su parte, aplicó todas sus fuerzas para estrangular a su adversario con una mano, mientras con la otra trataba de deslizar en su bolsa el premio del combate. Pero, reavivado por la desesperación, el vencido resurgió y con un golpe de cabeza en el estómago hizo rodar por tierra al vencedor. ¿Qué sentido tiene describir una lucha odiosa que en verdad duró mucho más tiempo del que parecían prometer sus fuerzas infantiles? El pastel viajaba de mano en mano y cambiaba de bolsa a cada instante; pero, ¡hélas! éste cambiaba también de volumen, y cuando al fin, extenuados, jadeantes, sangrantes, se detuvieron por la imposibilidad de continuar, no había más, a decir verdad, ningún sujeto de batalla; el pedazo de pan había desaparecido, y se encontraba desparramado en migajas parecidas a los granos de arena con los que estaba mezclado.
Ese espectáculo me había abrumado el paisaje, y la calma alegría en la que mi alma se estimulaba antes de haber visto a esos hombrecitos había desaparecido totalmente; y ahí me quedé triste por un buen rato, repitiéndome sin cesar: «¡Así que existe un país soberbio donde el pan se llama pastel, golosina tan rara que basta para engendrar una guerra perfectamente fratricida!»
LOS OJOS DE LOS POBRES. EL CAFÉ NUEVO
¡Ah! quiere usted saber por qué la odio hoy. Sin duda le será menos fácil comprenderlo que a mí explicarlo; porque usted es, creo yo, el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Habíamos pasado juntos una larga jornada que me parecía corta. Tanto nos habíamos prometido que todos nuestros pensamientos nos serían comunes al uno y a la otra, y que en adelante nuestras dos almas no serían sino una; un sueño que no tiene nada de original, después de todo, si no es que, soñado por todos los hombres, no ha sido realizado por ninguno.
De noche, un poco fatigada, usted quiso sentarse ante un café nuevo que hacía la esquina de un boulevard nuevo, aún lleno de gravilla y mostrando ya gloriosamente sus esplendores inacabados. El café refulgía. El mismo gas desplegaba ahí todo el ardor de un estreno, e iluminaba con toda su fuerza los muros cegadores de blancura, las deslumbrantes sábanas de los espejos, los oros de las baguettes y de las cornisas, los pajes de rollizas mejillas tirados por perros con correas, las damas riendo al halcón posado sobre el puño, las ninfas y las diosas portando sobre su cabeza los frutos, los pasteles y piezas de caza, las Hebes y los Ganímedes presentando a brazo tendido la pequeña ánfora bávara o el obelisco bicolor de los helados empenachados; toda la mitología y toda la historia puestas al servicio de la glotonería.
Justo frente a nosotros, sobre la banqueta, estaba plantado un hombre aguerrido de una cuarentena de años, con rostro fatigado, con barba grisácea, llevando en una mano a un pequeño muchacho y cargando con el otro brazo a un ser demasiado débil para caminar. Desempeñaba el oficio de sirvienta y hacía tomar a sus muchachos el aire de la noche. Todos en andrajos. Esas tres caras estaban extraordinariamente serias, y sus seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo con igual admiración, pero matizada diversamente por la edad.
Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso es! ¡Qué hermoso es! Se diría que todo el oro del pobre mundo ha venido a posarse sobre estos muros.» Los ojos del pequeño muchacho: «¡Qué hermoso es! ¡Qué hermoso es! Pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros.» En cuanto a los ojos del más pequeño, estaban demasiado fascinados para expresar otra cosa que una alegría estúpida y profunda.
Los cancioneros dicen que el placer hace al alma buena y ablanda el corazón. La canción tenía razón esa noche allí, en lo que a mí concierne. No sólo estaba yo enternecido por esa familia de ojos, sino me sentía un poco avergonzado de nuestros vasos y nuestras garrafas, más grandes que nuestra sed. Yo volteaba mis miradas hacia las de usted, querido amor, para leer ahí mi pensamiento; me sumergía en sus ojos tan hermosos y tan extrañamente afables, en sus ojos verdes, habitados por el Capricho e inspirados por la Luna, cuando usted me dijo: «¡Esas personas de allí me son insoportables con sus ojos abiertos como puertas de cochera!» ¿No podría usted rogar al dueño del café los aparte de aquí?»
Tan difícil es entenderse, mi querido ángel, y tan incomunicable es el pensamiento, ¡incluso entre gente que se ama!
LA MONEDA FALSA
Como nos alejábamos del puesto de tabacos, mi amigo hizo una cuidadosa selección de su moneda: en la bolsa izquierda de su chaleco deslizó pequeñas piezas de oro; en la derecha, pequeñas piezas de plata; en la bolsa izquierda de su saco, una masa de grandes fierros, y por último, en la derecha, una pieza de plata de dos francos que había examinado particularmente.
«¡Singular y minuciosa repartición!», dije para mí mismo.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió su casquete temblando. Yo no conozco nada más inquietante que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes, que contienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leer ahí, tanto de humildad, tanto de reproches. Ahí encuentra cierta cosa aproximándose a esa profundidad de sentimiento complicado, en los ojos llorosos de los perros azotados.
La ofrenda de mi amigo fue mucho más considerable que la mía, y le dije: «Tiene usted razón; después del placer de ser sorprendido, no hay nada más grande que causar una sorpresa.» «Era la pieza falsa», me respondió tranquilamente, como para justificar su prodigalidad.
Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscar el mediodía a las catorce horas (¡de qué fatigante facultad me obsequió la naturaleza!), entra de súbito la idea de que una conducta parecida, la de mi amigo, no era excusable sino por el deseo de crear un acontecimiento en la vida de ese pobre diablo, puede ser incluso de conocer las diversas consecuencias, funestas u otras, que puede engendrar una pieza falsa en la mano de un mendigo. ¿No podría ésta multiplicarse en piezas verdaderas? ¿No podría también conducirlo a prisión? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, tal vez lo haría arrestar como falsificador o propagador de moneda falsa. De igual modo la pieza falsa sería tal vez, para un pequeño especulador pobre, el germen de una riqueza de algunos días. Y mi fantasía seguía su curso así, dando alas al espíritu de mi amigo y sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.
Pero éste rompió bruscamente mi ensoñación al retomar mis propias palabras: «Sí, tiene usted razón; no hay placer más dulce que sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.»
Yo lo miraba en el blanco de los ojos, y me espantó ver que sus ojos brillaban con un candor incontestable. Entonces vi claramente que él había querido hacer a la vez la caridad y un buen negocio: ganar cuarenta fierros y el corazón de Dios; alcanzar el Paraíso económicamente; es decir atrapar gratis un título de hombre caritativo. Yo casi le hubiera perdonado el deseo del criminal regocijo del que en ese momento ya lo suponía capaz, habría encontrado curioso, singular, que se divirtiera en comprometer a los pobres; pero no le perdonaría jamás la inepcia de su cálculo. Ser malvado no es excusable jamás, pero hay cierto mérito en saber que se es; y el más irreparable de los vicios es hacer el mal por idiotez.
¡ACABEMOS CON LOS POBRES!
Durante quince días me confiné en mi cuarto, y me rodeé de libros a la moda de aquel tiempo (hace dieciséis o diecisiete años); es decir libros que tratan del arte de hacer a las personas felices, sabias y ricas, en veinticuatro horas. Yo había digerido así, avalado, quiero decir, todas las elucubraciones de todos esos empresarios de la felicidad pública, de ésos que aconsejan a todos los pobres hacerse esclavos, y de ésos que los persuaden de que todos ellos son reyes destronados. No resulta sorprendente que yo estuviera entonces en un estado de espíritu próximo al vértigo o a la estupidez. Sólo me pareció sentir, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen oscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer de las que había recorrido el diccionario recientemente. Pero eso no era sino la idea de una idea, alguna cosa infinitamente vaga.
Y salí con una gran sed. Pues el gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad proporcional de mucho aire y de refrigerios.
Como iba a entrar a una taberna, un mendigo me tendió su sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derrocarían tronos, si el espíritu agitara la materia y el ojo del magnetizador hiciera madurar las uvas.
Al mismo tiempo, escuché una voz que cuchicheaba a mi oído, una voz que reconocí bien; era ésa de un buen Ángel, o de un buen Demonio, quien me acompaña por doquier. Dado que Sócrates tenía su buen Demonio, ¿por qué no habría yo de tener mi buen Ángel, por qué no habría yo de tener el honor, como Sócrates, de obtener mi título de locura, firmado por el sutil Lélut, y el bien advertido Baillager?
Existe esta diferencia entre el Demonio de Sócrates y el mío, que ése de Sócrates no se le manifiesta sino para prohibir, advertir, impedir, y que el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. Ese pobre Sócrates no tenía sino un Demonio prohibitivo; el mío es un gran afirmador, el mío es un Demonio de acción, o un Demonio de combate.
Ahora bien, su voz me cuchicheaba esto: «Ése de allá es sólo el igual de otro, quién lo prueba, y sólo ése de allá es digno de la libertad, quién sabe conquistarla.»
Inmediatamente, yo salté sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le magullé un ojo, que se puso, en un segundo, grande como una bola. Me rompí una uña al partirle dos dientes, y como no me sentía suficientemente fuerte, habiendo nacido delicado y estando poco ejercitado en el box, para acabar rápidamente a ese anciano, con una mano lo tomé por el cuello de su traje, con la otra, lo empuñé por la garganta, y me puse a sacudirle vigorosamente la cabeza contra un muro. Debo confesar que previamente había inspeccionado de un vistazo los alrededores, y había verificado que en ese suburbio desierto, me hallaba, por un tiempo suficientemente largo, fuera del alcance de todo agente de policía.
Habiendo enseguida, con un golpe del pie lanzado en la espalda, suficientemente enérgico para romper los omóplatos, derribado a ese sexagenario debilitado, me apoderé de una gruesa rama de árbol que rondaba por el suelo, y lo golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un bistec.
De repente, ¡oh milagro! ¡oh regocijo del filósofo que verifica la excelencia de su teoría!, observé a esa antigua caparazón darse vuelta, enderezarse con una energía que yo jamás hubiera sospechado en una máquina tan singularmente trastornada, y, con una muestra de odio que me pareció de buen augurio, el malandrín decrépito se lanzó sobre mí, me escalfó los dos ojos, me rompió cuatro dientes, y, con la misma rama de árbol, me batió tupido como a una escayola. Por medio de mi enérgica medicación, le había devuelto así el orgullo y la vida.
Entonces, le hice grandes señas para hacerle comprender que consideraba terminada la discusión, y revelándome con la satisfacción del sofista del Pórtico, le dije: «Señor, ¡usted es mi igual! quisiera hacerme el honor de compartir conmigo mi bolsa; y recuerde, si es usted realmente filántropo, que es necesario aplicar a todos sus hermanos, cuando éstos le pidan la limosna, la teoría que yo tuve el dolor de ensayar sobre su espalda.»
Me juró bien que había comprendido mi teoría, y que obedecería mis consejos.
¿Qué dices tú de eso, ciudadano Proudhon?*
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*Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), economista francés, uno de los fundadores teóricos del anarquismo, y diputado a la Asamblea Nacional Constituyente. Marx refutó sus teorías en su obra Miseria de la Filosofía (1847).
Estas versiones recogen algunas variantes de los poemas, como aparecieron en ediciones previas a la de 1869, y están registradas en Baudelaire, Œuvres Complètes. Le Spleen de Paris. Gallimard, 1954.
Traducciones de Rubén Moheno