«-¡Atrévete a pensar!¿Qué es el fascismo? – El fascismo es una violación del aparato técnico, una atrofia de nuestro sensorium.» Imaginario diálogo imposible. Hablar sobre la belleza es hablar de aquel estado cognitivo en el que nos sentimos en paz y en pura complacencia. Un estado en el que nuestras facultades juegan libremente entre sí […]
«-¡Atrévete a pensar!¿Qué es el fascismo?
– El fascismo es una violación del aparato técnico,
una atrofia de nuestro sensorium.»
Imaginario diálogo imposible.
Hablar sobre la belleza es hablar de aquel estado cognitivo en el que nos sentimos en paz y en pura complacencia. Un estado en el que nuestras facultades juegan libremente entre sí de forma productiva. Un sano puro reflexionar, un pequeño motor inmóvil que albergamos en nuestra alma intelectiva, donde la imaginación juega un papel trascendental. Es en el acto de imaginar en el que simbólicamente alzamos la mirada al cielo y pensamos, o dicho de otro modo, es cuando pensamos que alzamos la mirada al cielo para imaginar. Un estado de actividad trascendental que siempre los hombres sabios han sabido ejercitar. Un estado en el que buscamos a nuestra particular Alicia –aletheia– en el mundo de las maravillas en el que habitamos. A tientas y con las manos por delante, y con las palabras que son las manos de la mente. Porque el lenguaje y la palabra son la piel del hombre y por extensión de la Humanidad. La herramienta que usamos para alumbrar la siempre-oculta verdad, la que ahora, como seguramente sugeriría Walter Benjamin, prostituimos en los bulevares y burdeles en los que vivimos. Ahora en el siglo XXI, tal y como Benjamin susurró al mundo, la verdad es el verdadero campo de batalla. Ahí su advertencia de que las fantasmagorías son una tecnoestética que el fascismo produce para adormecernos y entretenernos en peligrosas ensoñaciones.
También Musil escribe durante la Gran Guerra del siglo XX y ensaya sobre una sociedad adormecida a la que le es vendida la muerte mientras habla de otras cosas y mira hacia otro lado. Como nosotros ahora, que provocamos incidentes globales al jugar con la imagen de Dios y sus profetas aumentando el caos en el mundo. Sin que sirva para nada y encima ofendiendo. Carente de cualquier valor estético por el simple hecho de ser un acto demasiado intencionado. De mal gusto.
Deberíamos reflexionar más sobre lo que realmente se está representando entre el mundo musulmán y el judeo-cristiano. Separados por distintas imaginerías producidas por los poderes para seguir dominando a ambos lados del mundo, debatimos ahora sobre juicios estético-divinos, sobre juicios a los que hay que aplicarles el buen gusto. La bella y prudente virtud del genio kantiano.
Pero mientras sigamos hablando de guerras, especialmente las neoliberales-pseudo-capitalistas, hablaremos de caos y de muerte. Para empezar, pseudo-capitalistas porque van en contra del libre mercado, si por libre se entiende la libertad a la que se refería Kant. Hablamos de la guerra, de aquellas condiciones de posibilidad que hacen que el hombre renuncie a ser hombre para sobrevivir. El hombre que se ve obligado a matar o a mentir y a menudo, como ahora, incluso sólo a callar. A encubrir. A bajar la mirada distraída, como la de aquel que tiene por trabajo el inhumano empeño de conducir un tren lleno de futuros cadáveres.
Pero volvamos a la belleza sin alejarnos demasiado de la verdad porque, si bien no son lo mismo, belleza y verdad suelen aparecer juntas. Sin duda la belleza es una especie de verdad. De verdad para nosotros mismos, dentro de un nosotros que configura tanto al sujeto como a un potencial grupo consensuado y entrelazado afectivamente. Sin duda en la verdad, simplemente porque somos capaces de alumbrarla y descubrir con la imaginación una figura, una imagen que recordar, se produce algo parecido a la belleza. En el eureka del genio que todos llevamos dentro. El genio al que se escucha o al que se le hace callar. El que hace la regla o el que la acepta. En el instante en el que el matemático encuentra su ecuación, o en el que el físico su principio, ese oportuno instante, es análogo a la belleza. Ocurre que la intuición satisface sus deseos, seguramente con la recompensa de toda una descarga neurológica de placeres y displaceres a cada paso que da, siguiendo aciertos y errores. Como el escribir que siempre se hace tachando.
Pero, ¿qué es una intuición? Y sobre todo ¿qué pinta la belleza?
Sobre la investigación kantiana
La investigación trascendental que Kant propone como fundamento de lo que es posible conocer, alcanza en la Crítica de la facultad de Juzgar la categoría de sistema. Este complejo y a la vez familiar conocimiento puro -desconocida raíz común-, es lo que permite a Kant realizar el giro copernicano y dejar a un lado la pregunta por el ente, lo óntico, para centrarse en la necesaria pregunta por las condiciones de posibilidad, el cómo es posible que se produzca conocimiento -y por lo tanto experiencia-. Se inaugura de ese modo el giro fenomenológico que permite preguntarnos por la legitimidad de los distintos enunciados que enjuiciamos de forma lógica, estética o práctica. El giro moderno que permitirá también darle una merecida autonomía al arte y a la estética. El cómo son posibles los juicios configura el extenso argumento que Kant propone a lo largo de su proyecto crítico.
Lo que se pretende es la comprensión de la centralidad de los juicios estéticos dentro del sistema trascendental kantiano, y a la vez, mostrar cómo, justamente por esa centralidad que la sensibilidad estética tiene en nuestras capacidades cognitivas, a día de hoy y mediante las múltiples técnicas/tecnologías, está siendo anestesiada. Ya nos advirtió W. Benjamin en «La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica» diciéndonos que el fascismo es una «violación del aparato técnico», un modificador del aparato sensorial (sensorium), y por lo tanto de la experiencia. De ese modo Benjamin puede llegar a decir que «las fantasmagorías del capitalismo son una tecnoestética», un engaño de los sentidos mediados por la técnica.
Pero, ¿qué es exactamente lo que sucede cuando estamos en presencia de lo «bello»? ¿Qué les pasa a nuestras facultades del conocimiento y qué juicios estéticos a priori nos está permitido enunciar legítimamente?
A estas alturas de la pregunta kantiana ya se ha investigado sobre el hecho de que sólo hay dos ámbitos en los cuales es posible determinar conocimiento: naturaleza y libertad. Y en estos dos ámbitos, irreductibles entre sí, la razón se aplicará en distintos modos para entender y decidir. Los famosos ¿qué puedo conocer? y ¿qué debo hacer?, el trabajo trascendental acerca de la ontología del ser, el nuevo dualismo entre el entendimiento y la razón, encontrarán en la Crítica del Juicio algunas respuestas sobre esa necesaria y desconocida raíz común que posibilita enunciados validos. La producción de fines, conceptos, e incluso intuiciones no conceptualizables. Porque para determinar algo es esencial antes reflexionar. Y la pura reflexión es aquel estado de conciencia que aparece cuando experimentamos lo «bello». Una complacencia por la adecuación a fines que muestra la posibilidad de la aplicación de conceptos sobre los objetos de la naturaleza, la universal y necesaria armonía de las facultades de conocimiento.
En este sentido, es necesaria una crítica del gusto para discernir entre aquello que está inmediatamente en la sensación, lo agradable, y por lo tanto no universalizable, y lo que es mediado por el libre juego entre el entendimiento y la imaginación, comunicable y universalizable aunque no sea subsumible bajo concepto alguno, lo bello. La conformidad a fin sin fin que nos produce complacencia desinteresadamente. Lo bello que place porque es bello y no es bello porque place.
La experiencia de lo bello es también la experiencia de un límite de nuestras capacidades cognitivas que esquematizan, aunque sin regla, construyendo figura sin determinación objetiva, y conectándonos con las formas de la sensibilidad, siempre subjetivamente con el objeto [ob-iectum], aquello que se nos presenta en frente, que puede ser comunicable intersubjetivamente entre todo ser por el mero hecho de compartir un sentido común -sensus communis-.
Cuando Kant en su analítica del juicio estético se pone a contar chistes para mostrarnos cuáles son las condiciones de posibilidad para que un enunciado nos haga reír, describe la risa como «una emoción que nace de la súbita transformación de una ansiosa espera en nada». Su fenomenología de la risa, en busca también de un sensus communis, puede servir de ejemplo para mostrar que es posible hacer juicios sintéticos a priori, por lo tanto enunciados válidos sobre un sensorium común.
En la Crítica de la razón pura, cuando aparece la noción de síntesis como superación de la antinomia entre la pluralidad de las sensaciones y la unidad del concepto, la síntesis entre sensibilidad y entendimiento, la misma condición de posibilidad del conocimiento, aparece la Estética trascendental como el momento en que la imaginación debe producir universales. La imaginación, en este punto de la argumentación, asume una importante función para nuestras facultades de conocer en general. La actividad de nuestra imaginación, raíz común de todo juicio, debe saber producir imágenes, formas y figuras, para subsumir las intuiciones bajo posibles conceptos. Debe producir esquema incluso aunque el entendimiento no sea capaz de determinar la regla.
Pensemos ahora en nuestros «sensoriums» en un mundo globalizado y mediado irresponsablemente por la técnica/tecnología. Pensemos en nuestras anestesiadas sensibilidades que desde cómodos lugares contemplan cualquiera de los hechos que están ocurriendo en el mundo. Desde esta perspectiva parece claro que el control y la educación mediante la técnica de este sensorium humano (post-humano, abierto) nos está llevando de nuevo al uso indiscriminado de lo que Benjamin llamaba la estetización de la política. Hacer bella la guerra y alienar al sujeto para que llegue a gozar frente a su propia autodestrucción como individuo y como especie. Un trabajo que sólo puede hacerse mediante la atrofia o modificación de ese sensorium común.
Es mediante la politización de la estética, entendida como aquel arte -o análisis de todo arte producido- que huye de cualquier dogmatismo racional o trascendente, cómo según Benjamin es posible superar cualquier forma de dominación totalitaria y dejar de bajar la mirada. Dejar de ser cómplices.
Es gracias a sus imágenes dialécticas como Benjamin pretenderá politizar el arte y hacernos despertar de la ensoñación que nos producen las fantasmagorías del capitalismo tardío.
Dentro de la hermosa arquitectura crítica kantiana, la aparición de lo bello -en clave moderna- inaugura por un lado la legitimidad de los juicios estéticos, y por el otro permite la apercepción de lo fenoménico fundamentando la posibilidad de que haya conocimiento. En el límite de la belleza, al otro lado del entendimiento, sentimos que hay una conformidad a fin. La misma conformidad a fin que descubrimos también en la naturaleza al contemplarla como arte y no como simple objeto mecánico. Gracias a esta analogía entre naturaleza y arte, que sólo pudo empezar a ser conceptualizada durante el s.XVIII donde la biología ya permite ver a la naturaleza como orgánica, Kant descubre esa raíz común bajo el aspecto de una naturaleza conforme a fin. Una raíz que es el puro reflexionar o, dicho de otro modo, la posibilidad misma de conocimiento.
Nota sobre la investigación benjaminiana
Todos nos hemos transformado en flâneurs, coleccionistas y prostitutas. Personajes que empezaron a aparecer en las grandes ciudades burguesas del siglo XIX, continuaron soñando mientras eran conducidos a la muerte durante casi todo el siglo XX, y han dejado de distinguirse finalmente ahora por ser la norma, en este clónico siglo XXI. Hemos tenido innumerables y magníficos testimonios que han escrito y descrito mucho sobre ello, sobre los Holocaustos, sobre los fanatismos, por lo que deberíamos preguntarnos de nuevo en qué consiste el fascismo en la posmodernidad. Porque parece que el desplome del muro alemán trajo también la desaparición del necesario discurso político sobre el concepto de fascismo. ¿O es que acaso en nuestro mundo no se dan las condiciones de posibilidad para ello?
La belleza siempre ha sido robada por las diversas manifestaciones que a lo largo de la historia hizo el fascismo. La propaganda y la publicidad como técnicas sociales tienen monopolizado el libre juego entre las facultades de nuestro conocimiento mediante la producción y distribución de la belleza, convirtiéndola en un producto que anestesia nuestra cada día más atrofiada facultad de imaginar. De producir imágenes propias. Y con la pérdida de la capacidad de sentir la belleza, de producirla, caen el resto de sentidos atrofiados por el exceso de shocks, de estímulos que constantemente – y acríticamente- nos estallan encima.
Quizá lo que la religión musulmana nos está realmente diciendo, si la escucháramos seriamente sin caer en nuestro fanatismo occidentalocéntrico, es que deberíamos ir con más cuidado a la hora de jugar con las imágenes. No son ni tan neutras ni tan inocentes como parecen, y sobre todo, no siempre valen más que mil palabras. La imagen, el símbolo, son técnicas cognitivas muy arraigadas en nuestra civilización porque han producido importantes efectos en nuestras culturas. Con las imágenes hay que ser prudentes -son una técnica- porque nos sirven para imaginarnos a nuestras divinidades en forma de creencias -también laicas-. El control de ese tipo de producción que la industria cultural ejerce en el mercado no es desinteresado. Ni la publicidad, ni la moda, ni la industria farmacéutica ni la químico-armamentística actúan de forma desinteresada. Corren tiempos de crecimientos sostenidos para una gran alianza de feudocapitalistas que auguran grandes beneficios sin ninguna responsabilidad. Tiempos de despolitización de las mayorías en beneficio de algunas minorías. Más privados y menos públicos. La sociedad y el hombre desmembrados. La individualización totalizada. Cuerpos homogeneizados por patrones de moda y consumo. Lo bello enlatado, ensiliconado. Desencantado en el mejor de los casos. Consumido.