«Santo súbito, santo súbito, santo súbito», fue la frase que resonó con fuerza durante las transmisiones en vivo del funeral de Benedicto XVI, Papa emérito fallecido el pasado 31 de diciembre. Los gritos eran de fieles que reclamaban su ascenso inmediato a los altares, es decir, que fuera proclamado santo de la Iglesia Católica como los sumos pontífices que le precedieron: Juan Pablo II, Juan Pablo I, Pablo VI…
La iniciativa no es descabellada, pero, con seguridad, los peritos del Vaticano revisarán antes su vida, donde no es un suceso menor la relación de Joseph Ratzinger con las teologías latinoamericanas de la liberación. Para entender el vínculo de Benedicto XVI con el pensamiento católico latinoamericano, es oportuno viajar en el tiempo hasta 1962-1965, en época del Concilio Vaticano II.
Nacido el 16 de abril de 1927 en Marktl am Inn, al sureste de Alemania, cerca de la frontera con Austria, su adolescencia y juventud estuvieron definidas por su país y los tiempos turbulentos del nazismo, así como por su fe. Antes de juzgar su carácter, es bueno tener presente que fue obligado a enlistarse en las tropas hitlerianas y sufrió prisión al tratar de escapar de ese totalitarismo. De ahí que el desmonte de ideologías totalitarias sea una de las premisas en su servicio a la Iglesia.
Hablamos de un hombre con una inteligencia extraordinaria, que estudió Filosofía y Teología en la Universidad de Munich. Dos años más tarde obtuvo un doctorado en Teología y se convirtió en profesor, enseñando Dogma y Teología Fundamental en cuatro universidades alemanas. Once años después de su ordenación como sacerdote, Joseph, de treinta y cinco años, sería consultor, durante el Vaticano II, del cardenal Josef Frings, un reformador que fue arzobispo de Colonia, Alemania. Como joven sacerdote, Ratzinger estaba en el lado progresista de los debates teológicos, junto a no pocos delegados latinoamericanos.
El Vaticano II sucede en el contexto de la Guerra Fría y la Crisis de los Misiles. En ese encuentro, Ratzinger tuvo un acercamiento tangible con la realidad latinoamericana, y en especial con Cuba. Recordemos que fue uno de los países visitados por él una vez que llegó a Obispo de Roma y, a diferencia de su predecesor, era un Papa que seleccionaba sus viajes minuciosamente.
Dentro de la revolución cultural acaecida en 1968, fueron notables los eventos del Mayo Francés y la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín, donde por primera vez en la Iglesia se habló de violencia institucionalizada y pecado estructural para referirse al capitalismo. En el documento final se expresó que «la pobreza no es casualidad ni es algo querido por Dios, más bien es un pecado nacido en el corazón de un sistema injusto de dominación».
Tales sucesos, marcados por la influencia de la filosofía marxista, hicieron cambiar a Ratzinger hacia una actitud más conservadora, enfrentada al temor de una juventud desenfrenada que rompía el dique de la estructura moral católica que permeaba la humanidad.
En 1977, fue nombrado arzobispo de Munich y, en junio de ese año, cardenal. En los inicios del papado de Juan Pablo II, se le convocó al Vaticano para dirigir la Congregación para la Doctrina de la Fe (dependencia eclesial destinada al control doctrinal y moral, anteriormente conocida como Santa Inquisición). Esa época constituye uno de los períodos más polémicos del cardenal Ratzinger, pues actuó como censor de teólogos y académicos progresistas, entre ellos Hans Küng y Leonardo Boff.
Hoy se habla de teologías latinoamericanas de la liberación, en plural, pues fueron varias las corrientes de pensamiento que surgieron a finales de los sesenta del pasado siglo en América Latina, motivadas por la influencia de la Revolución cubana, y que llegan a nuestros días. Entre sus fundadores destaca el sacerdote Gustavo Gutiérrez, que en su libro Teología de la liberación. Perspectivas, se refiere a la «fuerza histórica de los pobres».
Durante su servicio frente a la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger entendió que la opción revolucionaria de los teólogos de la liberación —dígase Mons. Casaldáliga, Leonardo Boff, Ernesto Cardenal, entre otros—, les llevaba al rechazo claro de la tesis del desarrollismo en la perspectiva de desarrollo económico basado en procesos de industrialización, que influyó en América Latina a lo largo de los años sesenta, setenta y ochenta.
A él le preocupaba la opción radical adoptada por sectores de la Iglesia en el continente, que influenciados por el marxismo impulsaban las luchas de clases y sus consecuencias armadas. Gutiérrez, fascinado por el movimiento de Fidel Castro y el Che Guevara —citado más de cien veces en su referido libro—, así como por la figura-símbolo del sacerdote guerrillero Camilo Torres, justifica la contraviolencia, es decir, la violencia revolucionaria como reacción a la violencia del Estado y el capital. Esa filosofía causaba muchos recelos, tanto a Juan Pablo II como a Ratzinger.
Las teologías latinoamericanas de la liberación, a tono con la teoría marxista, identificaban liberación con emancipación de las estructuras y, para conseguirlo, el único camino que veían factible era la instauración del socialismo latinoamericano y el nacimiento del Hombre Nuevo. Ello generaba división al interior de las estructuras eclesiales del continente en la época. Al igual que las teologías políticas elaboradas por los alemanes J. B. Minsz y J. B Moltmann, las teologías de la liberación leen el cambio como proceso de salvación y progresiva realización del Reino desde los pobres, que representaban su «principal sujeto histórico».
Ratzinger sabía que los grandes problemas humanos eran, sin duda, universales, y, en cierto modo, intemporales, pero en la conciencia filosófica corren el riesgo de desvanecerse en formulaciones vacías, abstractas, si no pasaban por el tamiz de la pura y dura realidad; y la realidad es siempre encarnada, particular, concreta.
Sus críticos le achacan el desmembramiento de un modelo de Iglesia, pero un importante pensador católico latinoamericano, Alberto Methol Ferré, había escrito que ese conflicto, vivido al interior de la catolicidad del continente en época de la teología de la liberación, le permitió en el siglo xxi pasar de ser una Iglesia espejo a ser una Iglesia fuente.
Antes de su visita a Cuba, en marzo de 2012, Benedicto expresó algo que devela parte de su reflexión respecto al pensamiento elaborado por el marxismo: «Hoy estamos en una época en la que la ideología marxista […] ya no responde a la realidad y si no es posible construir cierto tipo de sociedad, entonces se necesita encontrar nuevos modelos, de forma paciente y constructiva».
Sin duda, hablamos de una persona polémica, pero es injusto referirse a él como negado al diálogo con otras formas de pensamiento: ahí están sus encuentros con Habermas, Flores D’Arcais o el diálogo y correspondencia con Piergiorgio Odifredi, y con el propio Fidel Castro. Alejado del mediatismo, sus ideas, esbozadas en libros, lo convierten en un Papa teólogo que tuvo, desde el anonimato, un rol tangible en la caída del socialismo real.
Para comprender mejor su relación con la teología latinoamericana de la liberación, es necesario leer su primera declaración formal como prefecto de la Doctrina de la Fe, que se encuentra en la Instrucción Sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, de 1984, y que puede complementarse asimismo con la Instrucción Sobre la Libertad Cristiana y Liberación, de 1986. Esos documentos deben entenderse desde el contexto mundial donde se generaron.
Respecto a su mayor influencia en Cuba, coincido con el historiador Fernández Otaño en que «la visita de Benedicto a la Isla consolidó la incidencia pública de la Iglesia local, antes purgada y diezmada por el Gobierno. Su máxima expresión de acercamiento fue durante la época del deshielo político entre Estados Unidos y Cuba, mediado por la Santa Sede y que sería imposible entender sin el apoyo del difunto Benedicto XVI».
El 11 de febrero de 2013, Benedicto XVI dio un paso que será recordado entre los sucesos de mayor trascendencia del siglo xxi: en latín y sin avisar ―de hecho, solo la periodista de ANSA se percató de lo que había dicho―, anunció su renuncia al puesto del Vaticano. Decisión inédita en la historia moderna de la Iglesia Católica, pues el último en hacerlo hasta ese momento había sido Celestino V, el Papa ermitaño, en 1296.
Las grandes preocupaciones de Benedicto XVI fueron la descristianización de Occidente ―en este proceso entra su enfrentamiento a las teologías de la liberación― y la recuperación de sus olvidadas raíces cristianas; la defensa de la vida desde el nacimiento hasta la muerte; la defensa de la moral natural y, por lo tanto, la condena del laxismo en moral sexual o el matrimonio homosexual; la denuncia de «la dictadura del relativismo» y, sobre todo, la limpieza de la Iglesia.
Para complejizar el debate sobre Benedicto XVI y la Teología de la liberación, antes de retirarse, el Papa emérito promovió la figura del cardenal argentino Bergoglio como su posible sucesor. Lo trascendente es que el sumo pontífice alemán vio en un cura jesuita, latinoamericano y adscrito a una variante de las teologías latinoamericanas de la liberación conocida como Teología del pueblo, las características idóneas para continuarlo en la conducción de la Iglesia. De ahí que por estos días, varios de sus seguidores han argumentado que el problema en el Vaticano no era la coexistencia entre Francisco y Benedicto, sino entre sus seguidores.
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