Los lectores habituales del Wall Street Journal no pertenecen, por lo general, a los sectores más incultos de la sociedad estadounidense. Y los que escriben comentarios en la página web de ese diario muestran, además, una cierta inquietud intelectual, superior a la media del país. Claro está que esta premisa inicial se asienta sobre […]
Los lectores habituales del Wall Street Journal no pertenecen, por lo general, a los sectores más incultos de la sociedad estadounidense. Y los que escriben comentarios en la página web de ese diario muestran, además, una cierta inquietud intelectual, superior a la media del país. Claro está que esta premisa inicial se asienta sobre terrenos algo resbaladizos, ya que el modo de valorar la cultura o la incultura, sobre todo en los ámbitos científicos, no es el mismo a uno y otro lado del Atlántico, a pesar de la hegemonía de EEUU en la lista de los premios Nobel de las ciencias. Bastaría recordar que, según las encuestas del prestigioso instituto Gallup, en el año 2008 un 44% de los estadounidenses encuestados afirmaba que Dios creó el mundo hace menos de 10.000 años, dato que ni los más atrasados alumnos de nuestra enseñanza media darían por bueno.
Pero tampoco lancemos los europeos las campanas al vuelo, imaginando que nuestros estudiantes saben que la edad del universo ronda los 4.600 millones de años. Un informe del Eurobarómetro mostró que más de un 20% de los encuestados en España (y en otros países aparentemente cultos, como Austria, Dinamarca o Irlanda) creía que la Tierra tarda un mes en dar un giro completo alrededor del Sol, lo que revela el poco interés por observar la naturaleza de muchas personas que se tienen por cultas. ¿Es que viven de espaldas a un fenómeno tan enraizado en la vida diaria como es el curso de las estaciones? Sin observación no hay ciencia.
Y sin ciencia, la política fallará, pues ambas están muy relacionadas entre sí. No cabe desarrollar una acción beneficiosa para la sociedad, que es la finalidad última que se atribuye a toda política, si se basa en ideas erróneas sobre la realidad. Eso, sin hablar de los errores en que puede incurrir la acción política cuando se sustenta en ideas supersticiosas o en prejuicios tradicionalmente asentados. Por ejemplo, rechazar el uso del preservativo para luchar contra el sida, como propugnan las autoridades religiosas vaticanas aduciendo datos carentes de base científica y solo apoyadas en las enseñanzas dogmáticas de su religión, es una acción política de resultados nefastos para la sociedad a la que se aplica, como se le alcanza a cualquiera sin hacer mucho esfuerzo mental.
Volvamos a la página web del Wall Street Journal del pasado 2 de mayo, donde se leía el siguiente comentario a un artículo sobre la política de EEUU en relación con las armas nucleares israelíes:
«No habrá paz en Oriente Medio y lo escrito en Salmos 83 va a ocurrir muy pronto. Cualquier cristiano no analfabeto lo sabe y se prepara para ello. Las Escrituras nos lo dicen con claridad y hasta ahora han acertado el 100% en más de 500 profecías incluidas en los textos. Creo que las armas nucleares jugarán una parte importante en Salmos 83, en la destrucción total de Damasco descrita en Isaías 17, e Israel será el que dispare esas armas a comienzos de la guerra. Como resultado de esta batalla, descrita en Ezequiel 38-39, se cumplirá la venganza de Israel de Salmos 83″.
Tras echar mano de una Biblia para leer los textos arriba citados, no conviene asustarse mucho ante tan demencial revoltijo de política y superstición, pero en una nación en la que casi la mitad de sus habitantes asumen la Biblia como un texto científico de rigor inalterable y básico para sus juicios y decisiones, supone bastante alivio saber que la Casa Blanca está ahora ocupada por Obama y no por Bush, aquel que afirmaba que Dios se dirigía a él directamente (incluso por su nombre de pila) para ordenarle invadir Iraq, como él mismo confesó.
Entre la Biblia y la ciencia existe una radical diferencia: aquélla, por definición, es inmutable y ha sido establecida de una vez para siempre, producto de la revelación de un dios infalible; ésta, por el contrario, está en un proceso de permanente contraste de sus hipótesis con los más modernos descubrimientos, rectificando lo que en cada momento no se ajusta a la realidad empíricamente comprobable. ¿Cuál de las dos es la más adecuada para guiar y orientar las decisiones políticas que afectan a la vida de los seres humanos? No hacen falta muchos quebraderos de cabeza para dar con la respuesta correcta.
Se podría recordar ahora, por su marcado sentido del humor, aquella prohibición religiosa del pararrayos de Franklin porque dificultaba a los poderes divinos fulminar a alguien con un rayo cuando se lo mereciera. Muchos han sido los muy conocidos casos de cerril oposición de las jerarquías religiosas a los avances de la ciencia, que obligaron a posteriores rectificaciones y disculpas, aunque fuera a regañadientes y en voz baja.
Si la política ha de basarse en un conocimiento correcto de la realidad sobre la que actúa, convendrá que éste tenga bases científicas y que no se apoye solo en criterios irracionales emitidos por instancias inefables que no responden ante nadie ni ante nada. Para nuestro pesar, vemos que no siempre ni en todas partes es así.
Fuente: http://www.republica.es/2010/05/13/biblia-ciencia-y-politica/