Recomiendo:
0

Bitácora para encontrar a Miguel Hernández

Fuentes: Rebelión

Para finales de febrero o comienzos de marzo del 2011, -mis diarios de viaje nunca fueron muy exactos-, llegué a España. Algunos meses antes, como seis, había comenzado con la acumulación de mapas, itinerarios, sitios de imprescindible visita, cálculo de gastos, balance bancario, hoteles y hostales de la juventud (como infiltrado), y todo lo demás, […]

Para finales de febrero o comienzos de marzo del 2011, -mis diarios de viaje nunca fueron muy exactos-, llegué a España. Algunos meses antes, como seis, había comenzado con la acumulación de mapas, itinerarios, sitios de imprescindible visita, cálculo de gastos, balance bancario, hoteles y hostales de la juventud (como infiltrado), y todo lo demás, que hace a la magia previa de un viaje que es más que un viaje, una experiencia de vida. Para algunos viajeros, como es mi caso, ya se comienza a vivir y experimentar ese «journey» desde el momento que se lo empieza a planear en serio.

De mi trabajo ya había conseguido el permiso de tres meses sin goce de sueldo, así que el tema de los cálculos de gastos y el balance de las tarjetas de crédito no era un asunto de menor importancia. 

Tenía diseñados dos circuitos, uno modesto, Málaga y Córdoba, las dos ciudades importantes que me faltaban conocer de Andalucía y acercarme a conocer la experiencia, quizás la ύnica, de comuna comunista en Europa, Marinaleda (en las cercanías de Córdoba), cuyo alcalde Juan Manuel Sánchez Gordillo, es una figura legendaria, a pesar del ninguneo de la prensa de Prisa, la Cope, la Sexta, y demás alimañas del género «informativo».

En la bitácora de ese circuito menor, también había anotado dos otros destinos, dos pequeñas ciudades, Elda, en el centro de la Provincia de Alicante, cuna del maestro de la danza Antonio Gades, y Orihuela, también de la comunidad alicantina, casi en el límite con Murcia, pueblo donde nació el gran poeta de la Generación del 27 Miguel Hernández.

Mi centro de operaciones fue Denia, una pequeña ciudad de la Costa Blanca valenciana, donde por sus calles se oye el Alemán, Holandés, Inglés de los temporales residentes nor-europeos, que escapan de los crudos inviernos de sus países, buscando el sol y el calor del sur de España. Tambien se puede oir el Valenciano (un dialecto del Catalán, aunque hay otras teorías lingüísticas sobre el origen del mismo) de los nativos que lo esgrimen con orgullo, y lo han hecho renacer luego de las cuatro décadas de franquismo, que casi lo sume en el ostracismo.

Toda esa costa del Mediterráneo español, como todo el Mediterráneo ha sido el escenario del trasiego de las culturas de esa gran cuenca civilizatoria. 

De hecho, la actual Denia fue uno de los más occidentales asentamientos de la Grecia arcaica, entre los siglos VIII y VII a. C. A posteriori de los Iberos que la denominaron Diniu, su segundo nombre fue Hemeroskopeion (Atalaya de día). Más tarde vendrían los romanos, visigodos, el florecimiento musulmán y la tragedia de la Reconquista cristiana con la expulsión de los árabes a lo largo de los siglos XIII y XIV.

Denia tiene un simpático tren de trocha angosta que la une con la capital de la provincia, Alicante, llamado el Trenet de la Marina.

Un día de marzo del 2011 me embarqué en el «Trenet», que los foráneos llaman «Tram» y que tiene la particularidad de ir bordeando el Mediterráneo casi en todo su recorrido. De un lado se puede gozar del azul de ese mar que guarda misterios de diez mil años de antigüedad, y que hace a gran parte de nuestras incógnitas y también de nuestras certezas como civilización; y del otro los verdes brillantes de los cultivos de naranjas y los verde-plateados de los olivos «que nos sonríen con su alegre tristeza» como diría el poeta de Orihuela.

El trenet pasa por pueblos encantadoramente visuales, que están en continua dialéctica entre el cambio, debido a la influencia del flujo turístico permanente y la resistencia que le planta su riqueza cultural ancestral. 

Pueblitos como Gata de Gorgos, Benissa, Calpe, Altea, merecen que uno haga pie en el andén y los comience a caminar. La brisa le traerá el aroma de los azahares al viajante que tenga la dicha de estar allí por marzo o abril.

Luceros es la ύltima estación del trayecto. Ya estaba en la ciudad de Alicante. Aquí el Valenciano se hace cada vez más esporádico, el nacionalismo lingüístico y cultural parece que se va diluyendo. Mi destino final no era visitar Alicante. Quería conocer el «terroir» de esa vid generosa y milenariamente siempre nueva que es Miguel Hernández.

Cuando llegué a Orihuela inmediatamente noté la desparición del poeta, como que se lo había olvidado, lo habían hecho desaparecer de la memoria del lugar, esta que era su pequeña «patria». Tomé un taxi en la terminal y le indiqué al taxista que me llevara a la casa-museo de Miguel Hernández. 

«Este es un pueblo de gente muy desagradecida, apenas hace unos años que la Generalitat Valenciana dio permiso para la rehabilitación de la casa paterna del poeta como museo» me dijo el taxista mientras íbamos de viaje hacia bien la periferia de la ciudad. «Me gustan más los barrios que el centro de la ciudad» hubiese repetido el cantor catalán Joan Manuel Serrat, que tanto hizo por la memoria de Miguel Hernández.

«Como será el desagradecimiento de esta genté, que la mujer de Miguel, Josefina Manresa, nunca jamás quizo volver a este pueblo; desde finales de la década del 30 vivió en Cox y a partir de 1950 en Elche, donde falleció en 1987» siguió el taxista. «Aquí vienen gentes de todos los rincones del planeta sólo para ver donde nació este hombre universal, y la mayoría de la gente de este pueblo, no sabe quien es Miguel Hernández».

Hacía pocos meses se habían cumplido los cien años del nacimiento del poeta. Entré a la casa-museo y recorrí con devoción cada rincón, pero donde pasé más tiempo fue en el corral de las cabras y en la huerta, pensando y tratando de beber, con el alma, todo el misterio de ese gran hombre y artista, que había vivido tan sólo 31 años.

Ahí estaba la higuera, más que centenaria, donde Miguel se sentaba bajo su sombra a escribir sus primeros poemas, tal vez el lugar preciso que le inspiró sus primeros versos juveniles. Recogí un puñado de tierra gredosa y saqué mi libreta de apuntes.

La higuera de Miguel

Tu terrón de tierra gredosa

Tu hoja tierna de higuera

Aύn suave como la remanente

Ternura de los jóvenes

Como tus primeros años

Como tus años líricos

Luego vendría la tormenta

La escritura en la trinchera

El fogonazo

Al pie del monte

Donde nace tu casa

Desde el huerto

Desde el corral

Tu casa fecunda

Tu casa de viento

Al pie del pueblo

Tύ higuera, ¿cuál es tu nombre?

Tύ Miguel, ¿cómo la nombrabas?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.