Probablemente no hay acontecimiento histórico que haya dejado más fuentes documentales ni inspirado tantos relatos como la II Guerra Mundial. Un conflicto que abarca una geografía tan extensa, con tantas historias y tantas voces, difícilmente puede reducirse a un único significado. Sin embargo, de entre todas las narraciones hay una que domina en la conciencia […]
Probablemente no hay acontecimiento histórico que haya dejado más fuentes documentales ni inspirado tantos relatos como la II Guerra Mundial. Un conflicto que abarca una geografía tan extensa, con tantas historias y tantas voces, difícilmente puede reducirse a un único significado. Sin embargo, de entre todas las narraciones hay una que domina en la conciencia colectiva: la del Bien contra el Mal. Un Bien encarnado por una parte de los ejércitos vencedores, fundamentalmente el estadounidense (con ingleses y franceses de actores secundarios), contra el Mal personificado en el nazismo (y secundariamente, por el imperialismo japonés) y ejemplificado en el Holocausto como acto único e irrepetible (mientras que Hiroshima y Nagasaki son vistos como sacrificios necesarios, actos de purificación). A un lado quedan consideraciones ideológicas o de clase, lo que explica que la participación soviética, fundamental, haya quedado relegada a un segundo plano. Y en un tercer o cuarto plano queda el hecho colonial, un pecado que mancilla la pureza angelical de los Aliados, con ramificaciones insospechadas tanto dentro de Europa como fuera.
La hegemonía estadounidense en la producción cultural de la posguerra nos ha dejado un legado de rostros blancos que acuden a salvar víctimas igual de blancas. Décadas antes de que el Pentágono escenificara el derribo de la estatua de Saddam Hussein en Iraq, los estadounidenses ya eran conscientes del poder de la imagen a la hora de (re)escribir la Historia. Cuando el Alto Comando Aliado aceptó la solicitud del general De Gaulle de que las tropas francesas entraran primero en el París liberado, en agosto de 1944, fue a condición de que no hubiera negros, como ha desvelado hace poco la cadena británica BBC. Una condición difícil de cumplir pues dos tercios de las Fuerzas Francesas Libres eran africanas. Más de doscientos mil soldados africanos participaron en las FFL durante la Segunda Guerra Mundial. Algunos participaron de forma voluntaria, pero muchos lo hicieron de manera forzada. Desgraciadamente, la participación en el desfile de combatientes republicanos españoles -muchos de ellos, recién salidos de campos de concentración en Argelia- en la división militar propuesta por el Jefe del Estado Mayor estadounidense (la 2ª División Blindada de la Francia Libre, dirigida por el General Leclerc) se hizo a costa de miles de soldados argelinos, senegaleses, chadianos, malienses, etc.
La posterior mitificación de la Resistencia Francesa serviría para ocultar la vergüenza de Vichy. Pero también para continuar blanqueando la historia. Porque la ocultación del africano, y sobre todo del negro africano, en el relato de la Liberación no se debe únicamente a una ocurrencia anglosajona, sino a un rasgo específico del republicanismo francés, a saber, el rechazo del reconocimiento en el espacio público del color, de la pertenencia comunitaria o la religión sobre la base de una determinada concepción del universalismo y del laicismo que paradójicamente acaba institucionalizando el racismo de una manera más sutil.
El reciente escándalo a propósito de la renovada propuesta de elaboración de un censo «étnico» ilustra bien la persistencia de este problema. El asunto no es sencillo, teniendo en cuenta además el racismo que subyace a las políticas del gobierno y del presidente de Francia. Medir puede ser el primer paso para el control social y clasificar puede servir para perfeccionar la discriminación y la exclusión. Pero también para mostrar el verdadero rostro de la República (¿cuál es el color dominante en las prisiones francesas? ¿las revueltas de las periferias metropolitanas se limitan a una cuestión económica?) o para promover políticas de acción afirmativa, un anatema tanto para muchos republicanos soberanistas de derecha e izquierda. En realidad, muchos de los defensores de la igualdad republicana se oponen por principio a la sola idea de reconocer la diversidad y las mal llamadas minorías y no a una discriminación que sólo aprecian cuando hay violencia explícita -verbal o física- de por medio pero no cuando son otros los que la viven de manera cotidiana, especialmente en el segmentado mercado de trabajo.
Tres meses después de la liberación de París pero antes de que finalizara la guerra, un grupo de soldados africanos que esperaban su desmovilización en el campo de Thiaroye (Dakar, Senegal) reclamaron su sueldo y la prima de desmovilización. El rechazo de la paga por parte de los oficiales franceses provocó un motín y el secuestro de un general que fue liberado poco después. La respuesta del regimiento francés de Sant Louis fue contundente. En la madrugada del 1 de diciembre de 1944 tropas francesas asaltaron el campamento con artillería pesada y carros de combate dejando un balance de 37 muertos y decenas de heridos. Algunos supervivientes fueron a condenados a penas de entre uno y diez años de prisión. Quienes habían luchado por liberar Francia del nazismo habían caído bajo las balas del ejército colonial. Algo que se repetiría meses más tarde en Argelia, aunque en esta ocasión los muertos se contarían por decenas de miles. A partir de entonces, la conocida como masacre de Thiaroye simbolizaría en África el inicio de otra liberación.