En defensa de la utopía, como homenaje al Comandante Manuel Marulanda Vélez, El Héroe Insurgente de la Colombia de Bolívar, en el primer aniversario de su viaje hacia la eternidad. ¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan los demás todos los días! BOLÍVAR. Continuaremos luchando por construir […]
En defensa de la utopía, como homenaje al Comandante Manuel Marulanda Vélez, El Héroe Insurgente de la Colombia de Bolívar, en el primer aniversario de su viaje hacia la eternidad.
¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan los demás todos los días!
BOLÍVAR.
Continuaremos luchando por construir para Colombia, un Estado justo que avance hacia la igualdad social y no que profundice los abismos entre pobres y ricos, como el actual. Por alcanzar un sistema social acorde con las realidades del siglo XXI, que reivindique nuestras mejores tradiciones, valores y riquezas, que mantenga viva la dignidad de nuestro pueblo por la autodeterminación y contra la injerencia imperial, por la justicia, la solidaridad latinoamericana y la vigencia del ideario bolivariano de alcanzar para nuestros pueblos la mayor suma de felicidad posible.
Novena Conferencia Nacional de Guerrilleros.
Montañas de Colombia, enero de 2007.
Utopía en el plano de la praxis
El fenómeno mundial del capitalismo, para ser superado de manera definitiva, mirando hacia el horizonte de la utopía comunista, tendrá que chocar con un fenómeno de revolución socialista de alcance mundial que -con seguridad- irá, como diría Lenin, rompiendo con la cadena imperialistas por los eslabones más débiles. En todo caso, de la realidad, de nuestra propia historia y circunstancia, ha de nutrirse el marxismo siempre auscultando en cada rincón del tiempo y el espacio para visualizar la marcha de la sociedad, influyendo en ella, transformándola, sin quedarnos esperando a que las condiciones nos caigan de los cielos.
Es la utopía esencia de los marxistas, como es esencia también la búsqueda selectiva de las «estructuras significativas», el rescate para la ciencia social y para la práctica revolucionaria del vigor de la visión del conjunto, en el tránsito de su imponderable destino de renovación constante; como método y guía para la acción, su búsqueda deberá indagar en el fenómeno, en la lógica de su movimiento, entendiendo que ninguna categoría, incluso ninguna ley del desarrollo social, es evidente por sí misma; ninguna verdad de ninguna categoría está propiamente en la cabeza de cada hombre por genial que sea, sino en las profundidades, en la superficialidad y en las exteriorizaciones del fenómeno como conjunto, mirándolo de manera dialéctica; es decir, con el examen de las relaciones humanas, por ejemplo, en la sociedad como totalidad que evoluciona en el ritmo de las contradicciones.
Deben tener los marxistas en la utopía un componente esencia de la conciencia, impulsando la acción de las masas, con el convencimiento de que un movimiento revolucionario, donde quiera se geste no puede llamarse tal, si carece de ese componente que se traduce en el esfuerzo imbatible hacia el cambio que se muestra como «imposible».
Pero es desde la base de la realidad desde donde deberá seguir alzando su vuelo la utopía, el deber ser de la humanidad, el mundo que querríamos como otro mundo posible; es decir, parafraseando a Bolívar, la búsqueda de lo «imposible» mientras de lo posible se encarguen los demás todos los días.
Posibilitar lo «imposible» hasta siempre, sin pretender jamás que se ha de detener la historia…, sin pretender jamás que habría un fin perfecto insuperable…, porque es que el hombre ha de estar infinitamente buscando nuevos y mejores horizontes terrenales.
En el compromiso con lo «imposible» está, precisamente, uno de los valores fundamentales de Bolívar como sujeto revolucionario anterior al marxismo, y del bolivarismo como compendio actual de su ideario. Es de la esencia de la gesta bolivariana la persistencia en la guerra total, contra los opresores españoles y contra los opresores en general. En su conducción de la emancipación, física e intelectualmente, teórica y prácticamente, Bolívar fue no sólo un combatiente por la autonomía política, como lo fueron muchos de sus contemporáneos; fue además un adalid de la revolución continental y un genitor de idearios que ahora son más que nunca necesarios postulados no realizados; pero como necesarios, entonces, son postulados a realizarse indefectiblemente; es decir, utopía: la realización de la Patria Grande, la realización de la República hemisférica, la concreción del equilibrio del universo, etc.
Padre de nuestra nacionalidad colombiana, el Bolívar revolucionario, el Bolívar insurgente y visionario, buscaba la destrucción de todo colonialismo, advirtiendo más allá de lo realmente posible en su tiempo, las posibilidades de lo «imposible» hacia la construcción de una sociedad global en condiciones de igualdad, justicia y verdadera democracia. En esta perspectiva, nos previno, además, de la peligrosidad del imperialismo yanqui.
Consciente del proceso histórico del que participaba, al tiempo que sabía de la necesidad de actuar con determinación transformadora, sin voluntarismo, analizaba Bolívar, sobre la marcha, las condiciones concretas y las posibilidades inmediatas que sobre tales circunstancias podrían lograr materialidad, siempre tomando presente que era el pueblo el verdadero protagonista de la historia y él, Bolívar, tan sólo una «débil paja» arrebatada por el huracán revolucionario. Con visión continental, incluso universal, sin estrecharse en los límites de la parcela de cada pequeña «republiquita», para el Libertador, mientras los españoles pudieran seguir oprimiendo a cualquier pueblo en el continente, la obra de su ideario estaría inconclusa; y es ese el sentido de su colombianidad.
La dimensión de su sueño colombiano llegaba hasta más allá del propósito de ir a descabezar en Europa a los ladrones que subordinan el universo. La utopía del Libertador, en fin, como toda verdadera utopía, en el plano de la praxis, se plantea lo «imposible» desde la base real de las circunstancias.
Marxismo, bolivarismo y utopía.
Declararse bolivariano y, en consecuencia, declararse revolucionario dentro de la senda del marxismo implica transitar la vida movidos por la esperanza de transformar la sociedad en busca de la justicia; esta es una constante que indefectiblemente implica la utopía como característica de la conciencia, natural fruto del convencimiento racional.
En ello, la utopía es una meta superior de compromiso, en todo caso relativa en cuanto a la apariencia como se presente, ya en manera de posibilidad o «imposibilidad» según las dificultades extremas que plantee; o relativa también en cuanto a finalidad, tomando en consideración que su concreción histórica es, como la misma historia algo cuyo desenvolvimiento no finaliza.
En la esperanzada búsqueda de realización del «imposible», la marcha conlleva una mescla de ilusiones, realismo, magia y amor al pueblo, como razón de ser de la vida. En fin, la utopía compendia amor, sueños, admiración, arraigo de la historia, visión hacia el futuro, vivencia de todos los estadios del tiempo y el espacio en plenitud como necesidad, deber y anhelo humanizante, cuyo interés esencial es la preservación del hombre y la naturaleza en absoluto equilibrio, desplegando las potencialidades de la fe, de la memoria raizal, de la dignidad y de nuestra identidad como factores vitales para la existencia.
En la senda de la utopía, la marcha del revolucionario desecha la resignación frente a la opresión, y el compromiso con los pobres de la tierra se asume incondicionalmente, de manera perseverante y creadora.
Digamos, entonces que, la concepción marxista-bolivariana de un revolucionario, implica que en su conciencia se abriga un ideario en el que la imagen de una realidad aun no concretada, posible o tal vez incierta, se plantea como meta con el convencimiento absoluto de asumir su realización por «imposible» que parezca, porque, como en la expresión supuestamente temeraria del Libertador, es lo que nos corresponde hacer «porque de lo posible se encargan los demás todos los días».
Es esa la convicción del Bolívar que se lanza, por ejemplo, a la misión inverosímil, para los más, de trepar sobre las canas de los Andes a liberar a la Nueva Granada; y es la persuasión del Marx que respalda La Comuna de París…, con la certidumbre de que el deber de todo revolucionario es el de «tomar el cielo por asalto», según el imperativo de su conciencia ética que le impele a liberarse de la opresión, potenciando los valores todos de la experiencia humana, que son inmanentes a la historia.
El autor del Manifiesto Comunista, cuando, en aras del fin altruista, aboga por la posibilidad de arriesgarse en la lucha a enfrentar lo quizás absurdo -¡qué contrasentido más razonable!-, o lo quizás irrealizable, que se tiene en la mente, ejecutando la acción que ha de pasar la prueba de fuego frente al compromiso histórico que planteen las circunstancias, aún a riesgo de la muerte, está desbrozando una concepción de la vida que tiene una propia ética ligada a la dialéctica de la realidad en que se mueve, pero mirando siempre hacia futuro. Ahí, con niveles superiores de generoso altruismo, el decurso del desarrollo histórico se asume con la determinación inquebrantable de enfrentarse a todos los obstáculos que imponga la explotación del hombre por el hombre.
Se trata de la posibilidad cuestionada interactuando con el ideal; el ideal queriendo fundarse como realidad; y el conjunto irrumpiendo, en últimas, como «utopía realista», según el rasero del revolucionario, pero ocurriendo que, como en el Mayo 68 francés, el realismo también es mágico, porque se trata de ir más allá de lo que aparezca como evidentemente factible, empeñando todas las potencialidades humanas: «seamos realistas, hagamos lo imposible», era la consigna generalizada que resumía la determinación de cambio de aquel estudiantado ardido levantado en Francia contra el injusto orden establecido.
Esta definición del compromiso con lo «imposible», que marca el compromiso cumbre de la utopía, perfila una concepción, revolucionaria por supuesto, en la que la visión de la posibilidad, aún en el plano de lo improbable, se visualiza como consecuencia de las convicciones respecto a la finalidad, y como derivada de sentimientos y razones que contienen el riesgo más allá incluso de lo estrictamente racional.
El «pequeño ejército loco» solía llamar Augusto Cesar Sandino, el «General de Hombre Libres» a esa, su guerrilla, que valerosamente enfrentó a los marines yanquis que invadían su patria, y esto porque su búsqueda de verdades en el intrincado camino de su lucha antiimperialista y de emancipación, tomaba no sólo los rumbos indicados por la meticulosa planificación solamente, sino aquellos que indicaban la osadía y el heroísmo; la audacia y el valor, donde la espiritualidad del hombre está guiada por la fe, más allá del conocimiento factual de las circunstancias. Y he ahí entonces las «razones» de la utopía, el «hacer lo imposible porque de lo posible se encargan los demás todos los días», el «ser realistas haciendo lo imposible», el «tomar el cielo por asalto».
En esta concepción, ser marxista y bolivariano está, por qué no, en el plano del realismo mágico de nuestro mundo, que supera el mero racionalismo con toda la simbología, imaginación y la creatividad fundadas en la exquisita tradición raizal amerindiana y en el sincretismo de nuestros mesclados pueblos oprimidos, mestizados, en proposición que anticipe la instauración de la justicia social; es decir, realización del ideal en beneficio de la humanidad.
Utopía: trascendencia y medios para su logro.
Entre lo más preponderante de la condición superior y más humanizante en Bolívar y Marx, está su acción revolucionaria, como inagotable, por que se inspira en una fuente también continua de creación; su imaginación sin cadenas concibiendo el ideario, el deber ser en función del colectivo humano trascendiendo hacia la gloria, en el sentido de la satisfacción por el cumplimiento del deber y más, pues es al mismo tiempo el actuar proyectándonos la visión de un propósito…, de lo que ha de ser, más allá de lo que ahora es; visualización del sumo estadio social en el que la virtud sea la común característica de la humanidad.
En la práctica, el pensamiento y la acción de estos revolucionarios pudiere hacer caso omiso, incluso, de cualquier aparente o preponderante incongruencia entre el propósito y los medios para su logro: lo «imposible». Y he ahí la verdadera dimensión del revolucionario.
En la utopía se anuncia, entonces la posibilidad del cambio otorgando esperanza, aún si el derrotero para su logro no estuviere definido, como ocurría con la utopía de Mariátegui que aunque no tuviese diseños plenamente específicos, sobre el cómo, el procedimiento para concretar la propuesta, ello no le quita su grande dimensión inspiradora, que no se puede descalificar con la apreciación de que sea exceso de intelectualismo o carencia eficaz de la acción. En el sentido, ciertamente, de que ninguna revolución podría prever la revolución que vendrá después de ella.
Por lo demás, lo lógico es que ningún verdadero marxismo rechazaría o abandonaría, por no tener claridad específica o certeza absoluta de lo que, efectivamente, ha de ser el proyecto de emancipación; y no abandonaría, tampoco, los intentos por totalizar una explicación del capitalismo y de la lucha de clases para enfrentarles, y mucho menos la utopía como propuesta de la creación de un mundo humanamente humano, humanizante entonces, en su prospecto de lucha.
La utopía bolivariana.
Sobre la utopía bolivariana, podríamos decir, sin entrar en el detalle de sus contenidos, en el detalle de los elementos del ideario, que cuando se plantea la transformación liberadora, quizás no esboza aún un orden social sin dominación, no se plantea aún ese orden social en el sentido pleno del socialismo, pero sí, indudablemente, en cuanto a establecer fuertes cimientos de justicia al enfrentar uno de los más perversos e inhumanos sistemas de explotación colonialista que se había sostenido durante siglos, a punta de látigo y segregación infame, sobre los hombros lacerados de la servidumbre indígena y la esclavitud de los negros africanos y afro-descendientes.
El ideario de Bolívar, apuntaba a la construcción de una nueva sociedad sin la opresión y la crueldad de aquel sistema, que aún el liberalismo más «avanzado» de la época lo consignaba como natural y necesario, según se veía, por ejemplo, en los postulados de la Constitución de Filadelfia, donde la defensa del «sagrado derecho a la propiedad» incluía la posesión y dominio de hombres en esclavitud. A esto se oponía el Libertador: «¡Un hombre poseído por otro! !Un hombre propiedad! Fundar un principio de posesión sobre la más feroz delincuencia no podría concebirse sin el trastorno de los elementos del derecho y sin la perversión más absoluta de las nociones del deber». (BOLÍVAR: Discurso al Congreso Constituyente de Bolivia». 25 de mayo, 1826).
El hombre propiedad, la esclavitud, el racismo, el individualismo…, el utilitarismo…, eran aspectos nodales del «avanzado» liberalismo estadounidense que en la misma línea se oponía a la independencia indoamericana; pero frente a su inminencia, había ya colocado sus enclaves reaccionarios en el seno del movimiento independentista, como bien lo ejemplifican antibolivarianos sátrapas consumados como Francisco de Paula Santander Omaña.
Bien Simón Rodríguez escribió con sarcasmo: «Los angloamericanos han dejado, en su nuevo edificio, un trozo del viejo -sin duda para contrastar-, sin duda para presentar la rareza de un HOMBRE mostrando con una mano, a los REYES el gorro de la LIBERTAD, y con la otra levantando un GARROTE sobre un negro, que tiene arrodillado a sus pies» (RODRIGUEZ, Simón: «Obras Completas». Caracas, Venezuela, 1975. T.I, p. 342).
En consecuencia, al hablar de los modelos de sociedad a ser construidos puntualizaba: «… ¿Dónde iremos a buscar modelos? La América española es original. Y originales han de ser: sus instituciones y su gobierno. Y originales los medios de fundar unas y otro.» (Idem. T.I, p. 343.Ibidem).
Coincide plenamente Bolívar en este planteamiento cuando al hablar de «El Espíritu de las Leyes» advierte en el Congreso de Angostura:«…debo decir que ni remotamente ha entrado en mi idea asimilar la situación y la naturaleza de dos estados tan distintos como el inglés americano y el americano español (…) ¿No dice «El Espíritu de las Leyes «que éstas deben ser propias para el pueblo que se hacen? Que es una casualidad que las leyes de una nación puedan convenir a otra? Y que las leyes deben ser relativas a lo físico del país, al clima; a la calidad del terreno, a la extensión, al género de vida de los pueblos? Referirse al grado de libertad que la Constitución puede sufrir, a la religión de los habitantes, a sus inclinaciones, a sus riquezas, a su número, a su comercio, a sus costumbres, a sus modales? ¡He aquí el código que debíamos consultar no el de Washington!» (BOLÍVAR, Simón: Discurso ante el Congreso de Angostura 15 de febrero de 1819).
En el mismo sentido agregaba el Libertador que el «código de Washington«, no es democracia, porque no podemos concebir democracia sin libertad: «Vosotros lo sabéis que no se puede ser libre y esclavo a la vez, sino violando a la vez las leyes naturales, las leyes políticas y las leyes civiles» (Ibidem).
En suma la abolición de la servidumbre indígena como de la esclavitud fue aspecto principal del proyecto social de justicia e igualdad promulgado por Bolívar. En 1816, época de plena incertidumbre sobre el destino de la lucha emancipadora…, tiempo en el que las adversidades eran una constante no lejana, en sus escritos está la huella nítida de esta concepción que, naturalmente, está anidada desde mucho antes: «Considerando que la justicia, la política y la patria reclaman imperiosamente los derechos imprescindibles de la naturaleza, he venido en decretar, como decreto, la libertad absoluta de los esclavos que han gemido bajo el yugo español en los tres siglos pasados» ( BOLÍVAR, Simón: Proclama a los habitantes del Río Caribe, Carúpano y Cariaco. 2 de junio).
Con mayor determinación, el Libertador ahora con esta resolución, nutría de contenidos sociales verdaderamente revolucionarios, muy profundos, su lucha emancipatoria, apuntando a destruir las instituciones económicas principalísimas del sistema colonial ibérico. Muy pronto esta iniciativa de su lucha guerrillera en oriente lo propondría como principio Constitucional en su discurso memorable ante el Congreso de Angostura: «La naturaleza, la justicia y la política erigen la emancipación de los esclavos (…) Yo abandono a vuestra soberana decisión la reforma o revocatoria de todos mis estatutos y decretos, pero yo imploro la confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República» (BOLÍVAR, Simón: Discurso ante el Congreso de Angostura, 15 de febrero de 1819).
Respecto a los indígenas, específicamente, también su proyecto social contenía absoluta demanda del reconocimiento de igualdad. Había el Libertador denunciado con vehemencia, por ejemplo, el destino de exterminio que les habían impuesto los colonialistas: «En Méjico -dice-, más de un millón de sus habitantes han perecido en las ciudades pacíficas, en los campos y en los patíbulos» (BOLÍVAR, Simón: Carta al editor de «The Royal Gazeete» Kingston, Jamaica, 18 de agosto de 1815).
Años más tarde, y consecuente con una posición febrilmente entregada de manera continua a la emancipación de los pueblos originarios, insiste en la denuncia sobre la situación lamentable como viven los indígenas pero tomando medidas de gobierno y conminando a su cumplimiento: «Los pobres indígenas -dice- se hallan en un estado de abatimiento verdaderamente lamentable. Yo pienso hacerles todo el bien posible: primero, por el bien de la humanidad, y segundo, porque tienen derecho a ello, y últimamente, porque hacer bien no cuesta nada y vale mucho» (BOLÍVAR, S.: Carta a Santander. Cuzco, Perú, 28 de junio de 1825).
Esta concepción le valió al Libertador que desde las huestes del «ilustrado» liberalismo neogranadino le calificaran, tal como lo hiciera Francisco Soto, de «monstruo del género humano» que marcha al frente de los «descamisados» para realizar «una revolución contra los propietarios» ( RUIZ VIVAS, Guillermo: «Bolívar más allá del mito». T. I. P. 442).
En su lucha por la igualdad social, las opiniones y resoluciones prácticas a favor de los indígenas, exaltando y reivindicando su cultura, su historia y todos sus valores, fueron abundantes, pero quizás la determinación de resarcirlos con la devolución de sus tierras fue una de las medidas más importantes. Desafortunadamente todo no dependía de su voluntad, y pronto sus contradictores políticos echaron por tierra su construcción.
Vale resaltar que en el proyecto de Bolívar y en su praxis, su atención no se centra solamente en la reivindicación de los negros esclavos y los indígenas, o de alguna etnia en particular, pues si bien hay una preocupación especial por estos sectores que eran los más humillados, es la integración racial, el conjunto de lo que llamaba «macrocosmos verdadero de la raza humana», lo profundo de su concepción, tal como lo evidencia en Angostura cuando manifiesta que «por las venas de nuestro pueblo corren todas las sangres de la tierra, mezclémosla para unirla»(Simón Bolívar: Discurso ante el Congreso de Angostura, 15 de febrero de 1819.).
En el núcleo duro de su ideario está presente el rechazo a toda segregación racial, y a toda discriminación por concepto de razones de clase. O como lo expresaba, como franco anhelo más que como concreción cierta, ya desde 1812 cuando emprendía la reconstrucción emancipatoria de la primera República fallida, durante la Campaña del Bajo Magdalena (primera etapa de la Campaña Admirable), en Tenerife: «Nosotros somos miembros de una sociedad que tiene por bases constitutivas una absoluta igualdad de derechos y una regla de justicia, que no se inclina jamás hacia el nacimiento o fortuna, sino siempre en favor de la virtud y el mérito» ( BOLÍVAR, S.: Discurso en Tenerife. 24 de diciembre de 1812).
Es decir, la misma convicción que en cuanto a oponerse a las diferencias de clases reiteraría en 1817, en otro intento de reconstrucción republicana, y que en adelante mantendrá como un inamovible de su proyecto social, de su ideario…: «¿Nuestras armas no han roto las cadenas de los esclavos? ¿La odiosa diferencia de clases y colores no ha sido abolida para siempre?»(BOLÍVAR, S.: Proclama al Ejército Libertador. Angostura, 17 de octubre 1817).
Lograr ese propósito emancipante era parte esencial de su utopía, y con ello no se pretendía la culminación de la misma sino su salto hacia un nivel superior de conquista liberadora con el rompimiento de las cadenas que ataban la conciencia y el logro de la unidad latino-caribeña en función del equilibrio del universo; o sea, su particular idea de la Colombeia mirandina.
Utopía y cambio de época.
Aquí se nos plantea, entonces, el asunto de «el final de la utopía» en el sentido de la conquista del propósito altruista; o su culminación como producto de la muerte de la esperanza; o también el de su finalización en el sentido de Marcuse; es decir, en cuanto a que se den las condiciones para que el propósito que se pretendía altruista cuente ya con las condiciones objetivas y subjetivas para entenderse como absolutamente factible.
Esta circunstancia que en uno u otro caso implica un movimiento de época, un cambio en las características del momento que se vive, un «nuevo período», una transición o un cambio abrupto respecto a una circunstancia histórica anterior se puede asumir en términos de rompimiento o de renovación, en sentido de rechazo total de lo viejo para sustituirlo por lo nuevo, o en términos del cambio radical que si bien implica desechar lo viejo no involucra ello como absoluto, sino recabando en el rescate de lo más rico del pasado como experiencia, como tradición valiosa, hacia la que siempre hay que mirar para afrontar el futuro con optimismo.
En el revolucionario, el tiempo pretérito no debe desaparecer de su visión creadora, porque es el recinto de la experiencia que hay que acumular para hacer las nuevas construcciones, siendo una falacia aquello del simple cambio de «lo viejo por lo nuevo» para llegar a conclusiones absurdas como esa de que la Modernidad, por ejemplo, no puede pedir a otras épocas las pautas por las que ha de orientarse, sino que depende de sí misma absolutamente…, o que tiene que extraer de sí misma sus elementos normativos.
El pasado no se puede devaluar simplemente por ser tal, pues en tanto las construcciones sociales tiene un sentido histórico, en él también están los principios normativos que la experiencia deja para las creaciones futuras; en definitiva, en tanto la historia es visión del movimiento de la humanidad en todas las dimensiones temporo-espaciales, como conjunto, en el revolucionario la experiencia del pasado va ineluctablemente unida a la proyección de las nuevas metas futuras; es decir que historia y utopía van juntas una con la otra interrelacionadas; o si se quiere, haciendo un mismo conjunto.
Podríamos decir sin temor a equívocos que no hay espíritu revolucionario que no deba estar tocado por la magia de la conciencia histórica, por el sentido de su conocimiento como necesidad que incluye a «lo viejo», al mismo tiempo que del fervor de la utopía, en una asociación que busca el equilibrio entre lo uno y lo otro en ese camino que llamamos esperanza.
Utopía, «realismo» e historia.
Se suele tomar por conclusión que el marxismo ha criticado la «utopía», sobre todo refiriéndose al «socialismo utópico», al que le coloca el «socialismo científico» en oposición, objetando del primero su manera de plantear un futuro mejor sólo en abstracto; y quizás en ese sentido, sobre todo en cuanto a entender que la «utopía» es el sueño irrealizable, la quimera inalcanzable, ser «utópico» se convierte en el estigma de la pura ficción, ilusos sus mentores y seguidores todos…, porque lo que hicieron fue simplemente imaginar paraísos, hermosos anti-mundos, pero sin proponer el cómo que haga alternativa. La «utopía» es vana ocurrencia, podría decirse, para la cabeza de un «realista», «materialista dialectico-histórico», que mira hacia «el análisis concreto de la situación concreta»; insubstancial idea, para quien la sola posibilidad vital no basta, pues hay que definir medios y métodos para jugar el papel transformador que indica la «filosofía marxista», para la que no basta la crítica, podríamos agregar, sino el diseño claro de la alternativa posible.
¿Y lo «imposible entonces»?
Valga precisar, que en el sentido bolivariano la construcción no es fantasiosa; ella se hace sobre bases concretas pero no sólo, sino además con el acicate de la proyección futura que cuando entrelaza utopía e historia le da dimensiones incesantes, no de final en una meta sino de prosecución hacia cada vez nuevos horizontes superiores.
Agreguemos, que no es del caso definir ahora si Robert Owen, Saint-Simon, Fourier o Proudhon al decirse que son socialistas utópicos quedan descalificados por el marxismo, o si sencillamente es una manera de decir que el revolucionario no debe quedarse solamente en el utopismo como ejercicio de la fantasía; es decir en la construcción sin determinación de concreción. Lo que es claro, pero parecen olvidarlo quienes por subrayar en el «realismo» supuestamente «científico» y en la «cientificidad» de un «materialismo» muchas veces desfigurado, es que el socialismo llamado utópico, ha sido y seguirá siendo fuente insustituible del marxismo; el socialismo utópico es, entonces, fuente fundamental también, de las convicciones que nutren al bolivarismo de hoy, en el que como en el marxismo utopizar no puede tener un sentido fuera de la acción y la consecuencia con lo que se piensa.
En términos de Guevara el revolucionario, efectivamente, debe ser «un hombre que actúa como piensa». Tal como lo era Bolívar, incluso en la búsqueda de lo «imposible» o de lo que pareciera tal. De tal suerte que la utopía es, así, proposición alternativa de vida, posible o, por qué no, «imposible» en un momento determinado, pero factor en todo caso, que mantiene la perspectiva del logro constante de nuevos estadios de desarrollo social humanizantes.
Como la historia, entonces, la utopía que es jalón de su desenvolvimiento, también en la búsqueda de lo que pareciera «imposible», guarda condición de incesancia y, en consecuencia, es factor que no se consume como energía de cambio.
Bolivarismo y Marxismo: utopía como visión de futuro.
En Bolívar primero que en Marx la visión de futuro estuvo presente como constante; como perspectiva de lo histórico que no se prevé consumido en la propia época que se está viviendo sino que plantea la acción para un prospecto que siempre va más allá, trascendiendo, aún si las circunstancias parecieran adversas para su concreción en el largo plazo. Y no es que Bolívar o Marx no hubiesen trazado horizontes inmediatos también; sí, pero como etapas a ser agotadas en el camino a seguir en busca de horizontes de futuro en los que preveían las sociedades fecundas erigidas sobre el terreno de la igualdad y la democracia. Por ejemplo, para el caso del Libertador, el de una gran patria continental con proyección ecuménica, no para avasallar sino para liberar: » Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allá, con admiración y pasmo, la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siento arrebatado y me parece que ya la veo en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus dilatadas costas, entre esos océanos que la naturaleza había separado, y que nuestra Patria reúne con prolongados, y anchurosos canales. Ya la veo servir de lazo, de centro, de emporio, a la familia humana: ya la veo enviando a todos los recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y de oro; ya la veo distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los hombres dolientes del antiguo universo; ya la veo comunicando sus preciosos secretos a los sabios que ignoran cuán superior es la suma de las luces, a la suma de las riquezas, que le ha prodigado la naturaleza. Ya la veo sentada sobre el Trono de la Libertad, empuñando el cetro de la Justicia, coronada por la Gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno», (BOLÍVAR, Simón. Discurso ante el Congreso de Angostura).
Tanto en Bolívar como en Marx, no hay pesimismo en el futuro, quizás podría haber en su propio presente decepción y contrariedades producto de la in-concreción de lo inmediato, pero no para el futuro.
Esa es, tal vez, una de las más ricas herencias para los revolucionarios: los elementos para hacer la aprehensión de que frente al peligro en que el imperialismo ha puesto la existencia misma del planeta bosquejando un desarrollismo de catástrofe, no vale de nada la incertidumbre y el silencio, pues frente a los grandes retos, son necesarias las grandes determinaciones, la triple audacia…, la acción que supere el determinismo reivindicando el papel de la subjetividad, la pasión, la audacia, la temeridad y la fe en la iniciativa de las masas aún frente a la inminencia de la «derrota»; porque es que ésta, aun presentándose, en el revolucionario verdadero no se torna en derrota como capitulación hacia la domesticación, la sumisión y el arrepentimiento del propósito, que es lo que pretende el enemigo de clase enrostrando la caída de muchos proyectos «socialistas» o que pretendieron serlo, para en el seno de las izquierdas sembrar el pesimismo, tal como efectivamente lo han conseguido en muchos sectores otrora revolucionarios, y especialmente dentro de esa llamada intelectualidad «progresista». Han puesto a estos elementos a jugar su asqueroso papel de apóstatas, teorizando sobre la idea engañosa de que nos enfrentamos a un universo que respecto al de unas décadas atrás es radicalmente distinto, en el sentido de que esto implica, entonces, nuevas coordenadas para la acción, nuevas formas de pensamiento; es decir, el abandono de las formas del pensamiento y de la acción política propias de la «era moderna», pues estamos en la «post-modernidad». Por tanto, digamos adiós al marxismo y a esa «quimera» que es el socialismo; y en la misma línea, «con mayor razón», digamos adiós a ese pensamiento «trasnochado» que se compendia en el bolivarismo y es su ideal de Patria Grande.
En el ámbito de la conciencia revolucionaria esto es impensable. Si somos verdaderos marxistas y bolivarianos, aún en las peores circunstancias, nuestra utopía de socialismo y Patria Grande, ha de denotar la mayor fortaleza moral, inquebrantable como la moral del Bolívar de 1812, que derrotado en Puerto Cabello resurge en la Campaña Admirable…, como el Bolívar posterior a cada uno de los fracasos en su brega por expulsar al imperio español de Nuestra América, que de cada adversidad emerge «como el sol, brotando rayos por todas partes».
Recordémoslo a Bolívar, solamente para ilustrar la moral sublime que atañe la utopía revolucionaria frente a los descalabros, cuando en un momento extremadamente difícil en que en el Perú tomaba fuerza la contrarrevolución porque Torre Tagle y Riva Agüero, con el pleno apoyo de la oligarquía, habían traicionado la causa independentista pasando con hombres y armas, al ejército español, entonces casi moribundo en Pativilca extrema su fe en la victoria. El mismo Sucre, héroe de Ayacucho, a quien el Libertador consideraba el más valioso de sus oficiales aconsejaba en aquella circunstancia desfavorable «evacuar el Perú», con el fin de «conservar (Colombia) la más preciosa parte de nuestros sacrificios». No obstante la descripción que hace Joaquín Mosquera de su encuentro con el Libertador nos da la claridad de porqué Pablo Morillo, el «pacificador» español decía que Bolívar «es más peligro vencido que vencedor», o que «Bolívar es la revolución». Dice Mosquera, que estando de paso en misión diplomática hacia Chile, se entrevistó con Bolívar en Pativilca y le encontró en lamentables condiciones; «… tan flaco y extenuado (…) sentado en una pobre silla de vaqueta, recostado contra la pared de un pequeño huerto, atada la cabeza con un pañuelo blanco y sus pantalones de jean, que le dejaban ver sus rodillas puntiagudas, sus piernas descarnadas, su voz hueca y débil, su semblante cadavérico (…) y con el corazón oprimido (…)». Mosquera viéndolo en aquella situación lastimera le preguntó: «¿Y qué piensa hacer usted ahora?». Bolívar, entonces «avivando sus ojos huecos, y con tono decidido, me contestó: ‘¡Triunfar!». (LIÉVANO AGUIRRE, Indalecio: «Bolívar». Caracas, 1974, p. 323)
Fue bajo aquellas mimas terribles circunstancias que expresó también: «mi consigna es morir o triunfar en el Perú» (Ídem., p. 327).
Y no ocurrió lo primero: en el año 1825 el ejército del Libertador, con sus armas de infantería, caballería, artillería y marina recompuestas, fue la primera potencia militar de América.
Para el caso de Marx y del marxismo, se puede observar el significado de la utopía, en la reivindicación que Marx hiciera de la misma respecto a la situación concreta de lo vivido por los obreros parisinos de 1870, o en la reflexión que Lenin concibiera en relación con la situación de los revolucionarios rusos de 1905.
En el primer caso, Marx toma el ejemplo de la Comuna de París para hacer planteamientos de fondo que incluso le llevan a variar puntos de vista plasmados en el Manifiesto Comunista. El levantamiento de 1871, logró enorme admiración en diversos aspectos, como el de «la destrucción del Estado parásito», suscitando además el que se asumiera la esencia del Programa y los objetivos de los revolucionarios parisinos.
Y en el segundo caso, la reivindicación de la utopía se percibe en la crítica de Lenin a Plejánov por sus sermones y querellas contra quienes se atrevieron a hacer el levantamiento: «no había que haber tomado las armas», decían. Pero en justa argumentación de rescate del papel de la subjetividad, del romanticismo si se quiere…, y en contra del malentendido o mal asumido «materialismo», que descalifica a quienes lo arriesgaron todo por la opción de la dignidad, Lenin pondera a los revolucionarios de 1905 rescatando la posición de Marx en cuanto a la admiración que le generó el intento de los comuneros parisinos de «tomar el cielo por asalto». Como Marx, Lenin también toma partido por la Comuna de París con todo y su «fracaso» y asume la «derrota» del levantamiento de 1905 en su dimensión positivamente ejemplificante.
En los mencionados casos, como cuando el Che de la Higuera que frente a sus captores dice que aún esa, su «derrota», puede ser el factor que estremezca la conciencia del pueblo boliviano, en lo que se mira es en el ejemplo que la acción altruista del hombre puede cimentar en pro de la conquista del futuro mejor.
A propósito de la Comuna de París, Marx había escrito que: «La canalla burguesa de Versalles, puso a los parisinos ante la alternativa de cesar la lucha o sucumbir sin combate. En el segundo caso, la desmoralización de la clase obrera hubiese sido una desgracia enormemente mayor que la caída de un número cualquiera de ‘jefes’.»
Palabras estas que son reafirmación de la confianza absoluta en el ímpetu que puede ser el ejemplo de los revolucionarios: «Tomar el cielo por asalto», al menos intentarlo, en rompimiento con cualquier ortodoxia estéril, contra cualquier «objetivismo» inútil. En fin, «ser realistas, haciendo lo imposible», como en la determinación de ascender los Andes y contra todo pronóstico triunfar; es decir «hacer lo imposible porque de lo posible se encargan los demás todos los día».
La negación de la utopía.
¿A quién conviene la negación de la utopía?, ¿a quién conviene cercenar los sueños y las energías para luchar por una sociedad sin explotadores ni explotados, en dignidad, justicia y felicidad, cuando lo que requiere el destino de la humanidad, por el inminente peligro de sobrevivencia que ha impuesto el imperialismo, es su fortalecimiento, hoy más que nuca?
Negar la utopía es negar la posibilidad creadora del ser humano, y sobre manera, la posibilidad transformadora, revolucionaria de ese mismo ser humano.
Hoy en día, acabar con la humanidad, realizar ese desastre antes inimaginable, está dentro de todas las posibilidades científicas, pero quienes nos negamos a creer que el carácter natural del hombre es ser lobo del propio hombre, estamos en el deber de sostener y luchar por la utopía no sólo de la existencia del ser humano y de la naturaleza, sino de su mejor estar en condiciones de colaboración, ayuda mutua y felicidad. Así, la esencia del problema está totalmente evidenciada para el presente: «Comunismo o Caos».
Lo que está en juego es la supervivencia misma de la especie humana, de la vida y de la naturaleza en general por cuenta del poder destructor del capitalismo. Pero para hacer florecer la alternativa del comunismo, no deberemos esperar pacientemente en la inacción el fin automático del capitalismo; la intervención consciente de la humanidad es una necesidad y un deber impostergable que exige de los revolucionarios la conjugación de la utopía en la praxis liberadora, a cualquier costo.
Entre los revolucionarios farianos la utopía del marxismo, como la utopía del bolivarismo coinciden en lo fundamental con ese propósito imperecedero que es el de la justicia social en condiciones de libertad y dignidad.
En el caso del ideario bolivariano, no obstante, si bien sus líneas esenciales no alcanzan la definición estricta del socialismo según su definición más decantada, sienta sí las necesarias bases para su construcción desde una perspectiva indoamericana, que comporta desenvolver un proceso de unificación continental emancipatoria, con el convencimiento de que su consecución depende exclusivamente de la propia humanidad, pero sobre todo de los revolucionarios, de los Quijotes; o sea, de los hombres como debieran ser. No de «el hombre tal cual es», el del dominio de lo efímero, el de la realidad transitoria que expresa el Gil Blas al que alude el moribundo Bolívar de Santa Marta. Necesitamos en suma al hombre decidido a soñar, a hacer utopía de lo posible y de lo «imposible», dispuesto a conquista el ideal con locura si se quiere, locura creadora, aleccionadora, paradigmática, según lo asume el mismo Libertador, quien como diría Juvenal Herrera Torres, el insigne historiador y poeta grancolombiano, «a la manera de don Quijote, condujo a nuestro pueblo, ese Sancho multitudinario, hasta fusionarse en un todo y confundirse en un mismo galope épico hacia la conquista de la utopía. ¡Qué locura! ¡Esta es la locura que hace falta para que la humanidad avance, cuando la cordura es vegetar pasivamente como esclavos siervos! ¡Siempre se ha llamado locura a lo que se sale de lo común!».
He ahí, entonces, que en el revolucionario, según tal concepción, se compendian el pensamiento y la acción consecuente; se trata del hombre que actúa como piensa, del hombre que redime la utopía; ó, según ejemplifica el Libertador, tal como Cristo, Don Quijote y él mismo…, los majaderos, los necios de la historia. Es decir, el tipo de hombre tal como debiera ser, el hombre que, para el presente, frente a la inminencia del caos capitalista se enfrenta a la opresión para contribuir en la forjación del mundo diferente, así no esté en posibilidad de disfrutarlo para sí mismo.
Esta no es tarea sencilla, porque acabar con la utopía, acabar con los sueños redentores del ser humano, ha sido también el propósito de los que vociferan sobre el fin de la historia y la muerte de las Ideologías, tratando de persuadirnos de la instauración del capitalismo como estadio superior del desarrollo humano, convirtiéndonos hasta siempre en inmenso rebaño de consumidores pasivos, de militantes mansos del fatalismo nihilista.
Pero resulta que el trasegar del verdadero revolucionario, quien ante todo debe ser constructor de futuro, está definido por el optimismo como condición de la marcha de la historia.
Sentido histórico de la utopía.
Día a día deberemos luchar por que las fuerzas productivas no se conviertan en las fuerzas que destruirán el orbe, mostrando que mientras exista la conciencia revolucionaria la posibilidad del deber ser ha de tener toda la energía utópica que la hace conciencia histórica que transitará ineluctablemente hacia una sociedad sin explotadores ni explotados.
Dentro de esta concepción, ni siquiera es admisible el fin de un determinado tipo de utopía, de una utopía en concreto, por la sencilla razón de que, en el sentido expresado, la utopía, aunque se presente con características diversas en momentos diferentes, tal como la historia, lo que hace es adquirir nuevos estadios de desarrollo humanizante, nuevas dimensiones, pero no finalización.
Admitir el fin de la utopía, sería como admitir la posibilidad del fin de la historia.
Podríamos plantear superar el ideario de los socialistas utópicos, como era la intención de la crítica marxista; podríamos plantear superar -no negar-, también, los propósitos y metas del socialismo científico; o, más sencillo aún, los ideales y metas del, en gran medida fracasado, socialismo real; o podríamos seguir propugnado por la sociedad del trabajo como utopía, o también persistir, como Marcuse en los años 60, en que ha llegado el momento histórico en el que es posible construir una sociedad libre porque el desarrollo de las fuerzas productivas ha alcanzado el nivel que permitiría erradicar el hambre y la miseria, y así concluir que entonces ese propósito en el mundo dejaba de ser un «sueño utópico». Se podría, diríamos entonces, atendiendo a esta última concepción, edificar una civilización no represiva porque hay las condiciones para ello y de ahí, pues, tener la evidencia del final Marcuseano del la utopía; un fin que significa «que las nuevas posibilidades de una sociedad humana y de su mundo circundante están dadas…, pero fuera del mismo continuo histórico respecto a la sociedad anterior» (MARCUSE, Herbert: El fin de la utopía. Planeta Editores. Barcelona 1986, p. 7).
Pero en el sentido revolucionario, bolivariano y marxista, ciertamente la utopía está en su propio continuo de cambio dialéctico que, por mucha ruptura o cambio radical que tenga, conlleva ilación con el pasado. No puede ser un concepto estático sino cambiante en sus contenidos proposicionales, los cuales al mismo tiempo no deben ser ataduras a formas ineludibles de experiencias, como las fracasadas del llamado socialismo real, por ejemplo, sino que lo que implican es hacer superación retomando lo positivo de cada realización.
En conclusión, el sentido histórico de la utopía y del «hacer lo imposible», estaría referido a ideales de transformación social que quizás no tengan aún en su favor los factores subjetivos y objetivos de una determinada situación…; no contengan, digamos, las condiciones de madurez como podría ocurrir en tiempo de Bolívar con la construcción de la Patria Grande, o en tiempos de La Comuna Parisina con la materialización del comunismo, o aún ni en los tiempos del siglo XX en los que se intentaron modelos de «socialismo» muchos de los cuales no cristalizaron reflejando consecuencia o siquiera suficiencia o aproximación respecto al genuino ideal marxista, para perdurar y transitar hacia estadios superiores. Pero de ninguna manera es la utopía la acción contra-natura o anti-histórica. Nada hay que nos indique lo contra-natura o lo anti-histórico del la utopía del socialismo y la Patria Grande como síntesis del la integración bolivarismo-marxismo de nuestros días, por ejemplo.
Esa Utopía llamada América Nuestra.
Cuando retomamos el «hacer lo imposible», su sentido radica, entonces, en el plano de la provisionalidad y hasta de la dificultad extrema, que implican en la mente del revolucionario «no quedarse sentado esperando a que pase frente a la casa el cadáver del imperialismo», según el conocido adagio de la Segunda Declaración de la Habana que busca significar aquello de que las condiciones objetivas y subjetivas, no se esperan venidas quien sabe de dónde para luego actuar, sino que se cataliza su presencia con la acción.
Al respecto, cuando los revolucionario cubanos deciden el asalto al Cuartel Moncada, o cuando posteriormente emprenden el viaje del Granma, aunque era evidente que las condiciones materiales de un levantamiento en contra de la explotación capitalista en la mayor de la Antillas estaban dadas, quizás no era previsible aún, que fraguara el levantamiento insurreccional a favor de la instauración del socialismo; no obstante, con osadía, valor y convencimiento se emprendió el camino hacia «el asalto de los cielos». El resto de la historia es suficientemente conocida. Precisamente en desenvolvimiento práctico de la utopía marxista -que no culminó con el derrocamiento de Batista sino que se potenció en cuanto a aspirar a mayores propósitos altruistas-, aquellos compañeros, luego de haber tomado el poder por la vía de una heroica insurrección armada, en un magnífico documento titulado Primera Declaración de la Habana, levantaban su voz contra el imperialismo y a favor de los intereses más sentidos de los explotados del mundo.
Este documento había surgido en réplica a la llamada «Declaración de San José de Costa Rica», que no era otra cosa que un papelucho anticomunista surgido contra cuba desde esa cloaca pestilente que es la OEA.
El 2 de septiembre de 1960, evocando esa constelación de la conciencia nuestramericana que es José Martí, la Primera Declaración de la Habana condena al imperialismo que con «la sumisión miserable de gobernantes traidores, ha convertido, a lo largo de más de cien años a nuestra América, la América que Bolívar, Hidalgo, Juárez, San Martín, O’Higgins, Tiradentes, Sucre, Martí, quisieron libre, en zona de explotación, en traspatio del imperio financiero y político yanqui […]».
[…]
«Proclama el latinoamericanismo liberador», en oposición «al panemiricanismo que es solo predominio de los monopolios yanquis sobre los intereses de nuestros pueblos» y rechaza «… el intento de preservar la Doctrina de Monroe, utilizada hasta ahora, como lo previera José Martí, ‘para extender el dominio en América’ de los imperialistas voraces, para inyectar mejor el veneno también denunciado a tiempo por José Martí, ‘el veneno de los empréstitos de los canales, de los ferrocarriles».
Se cierra aquella declaración valerosa reafirmando que «la América Latina marchará pronto, unida y vencedora, libre de las ataduras que convierten sus economías en riqueza enajenada al imperialismo norteamericano, y que le impiden hacer oír su verdadera voz en las reuniones donde cancilleres domesticados, hacen de coro infamante al amo despótico».
Poco tiempo después, ante otra de las tantas egresiones de esa sirvienta de Washington que es la OEA, desde Cuba surgió la Segunda Declaración de la Habana. Nuevamente contra el imperialismo y los poderosos explotadores de la tierra, desde aquel «Territorio libre de América», se hizo escuchar la voz de la dignidad. Era el 4 de febrero de 1962:
[…]
«El deber de todo revolucionario es hacer la revolución. Se sabe que en América y en el mundo la revolución vencerá, pero no es de revolucionarios sentarse en la puerta de su casa para ver pasar el cadáver del imperialismo […]».
Y a favor de los oprimidos señalaba:
[…]
» Ahora sí, la historia tendrá que contar con los pobres de América, con los explotados y vilipendiados de América Latina, que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre, su historia […]».
[…]
«Porque esta gran humanidad ha dicho: ‘¡Basta!’ y ha echado a andar. Y su marcha de gigantes ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia, por la que ya han muerto más de una vez inútilmente. Ahora, en todo caso, los que mueran, morirán como los de Cuba, los de Playa Girón, morirán por su única, verdadera, irrenunciable independencia».
[…]
Muchos revolucionarios en el continente convencidos de que «no había que quedarse sentados esperando a ver pasar el cadáver del imperialismo» emprendieron y otros continuaron, con mayor determinación, esa senda de la redención humana que es la lucha por el socialismo, no sin tomar en cuenta el ejemplo de la revolución cubana y sus postulados que venían a nutrir el ideario marxista con la vivificante savia del pensamiento martiano y latinoamericano en general. En Colombia, por ejemplo, donde la resistencia armada comunista cumplía más de una década de iniciada, con la conducción del legendario guerrillero Manuel Marulanda Vélez, hacia 1964 se logra gran cohesión insurgente con la fundación de las FARC, Fuerzas Armadas Revolucionaria de Colombia. Para entonces, este naciente ejército revolucionario había proclamado, incluso antes de su fecha simbólica de fundación establecida el 27 de mayo, en el fragor de los combates suscitados como consecuencia de la agresión militar gubernamental contra Marquetalia, su Programa Agrario.
En este documento, cuyo aspecto central es el planteamiento de una «reforma agraria revolucionaria», se dejaba en claro la idea sobre la construcción de un «Frente Único del Pueblo» que destruyera la vieja estructura latifundista de Colombia y lograra el establecimiento de un gobierno de «liberación nacional». En el séptimo de sus puntos decía: «este programa se plantea como necesidad vital, la lucha por la forjación del más amplio frente único de todas las fuerzas democráticas, progresistas y revolucionarias del país, para un combate permanente hasta dar en tierra con este gobierno de los imperialistas yanquis que impide la realización de los anhelos del pueblo colombiano.»
«Por eso invitamos a todos los campesinos, a todos los obreros, a todos los empleados, a todos los estudiantes, a todos los artesanos, a los pequeños industriales, a la burguesía nacional que esté dispuesta a combatir contra el imperialismo, a los intelectuales demócratas y revolucionarios, a todos los partidos políticos de izquierda o de centro que quieran un cambio en sentido del progreso, a la gran lucha revolucionaria y patriótica por una Colombia para los colombianos, por el triunfo de la revolución, por un gobierno democrático de liberación nacional».
El Programa Agrario estaba suscrito por los guerrilleros que encabezaban la resistencia y por alrededor de un millar de campesinos.
No pasarían dos años cuando se realiza la Conferencia Constitutiva donde los insurgentes de Marulanda adoptan el nombre de FARC. En la Declaración Política de aquel evento que transcurrió entre el 25 de abril y el 5 de mayo de 1966, además de hacer la denuncia de las agresiones imperialistas contra pueblos de Asia, África y América Latina, contra la ocupación yanqui de Santo Domingo y los estragos causados en Viet Nam, y luego de resaltar la reunión de la Conferencia Tricontinental de La Habana como espacio para la acción solidaria «del mundo democrático contra los agresores imperialistas», y «para el impulso y desarrollo del movimiento revolucionario mundial, por la paz y el progreso de las naciones», se puso en conocimiento y se manifestó el rechazo de la guerra sucia de exterminio desatada en los campos colombianos por el imperialismo y la oligarquía, enfatizando en que la lucha es por la toma del poder. Aquella Declaración de la que se conoció también como Segunda Conferencia Guerrillera del Bloque Sur, concluye sus reflexiones con el siguiente párrafo:
«…los destacamentos guerrilleros del Bloque Sur, nos hemos unido en esta Conferencia y constituido las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (F.A.R.C.), que iniciarán una nueva etapa de lucha y de unidad con todos los revolucionarios de nuestro país, con todos los obreros, campesinos, estudiantes e intelectuales, con todo nuestro pueblo, para impulsar la lucha de las grandes masas hacia la insurrección popular y la toma del poder para el pueblo.»
Marulanda combatiría durante 42 años más. Ni el enemigo ni las peores adversidades lograron su rendición. Como ningún otro revolucionario del continente, más de medio siglo trasegó por las montañas en busca de la concreción de su utopía. Día a día entregó su vida en una guerra de resistencia por lograr ese ideal de la Nueva Colombia. Su pensamiento, en desenvolvimiento de la praxis, se entregaría a denodadas reflexiones e iniciativas que traduciría en planes que permitieran abrirle paso a la construcción del ideario marxista y del ideario bolivariano. Su lucha no sólo había pasado de la reivindicación de la parcela a la causa de la revolución colombiana, sino a la causa misma de la emancipación continental y fundación del socialismo para la América Nuestra unificada en esa gran patria con la que soñara Bolívar.
Contra viento y marea, hasta el último momento de su vida, con el fusil en la mano, el 26 de marzo de 2008, Marulanda marchó hacia la eternidad convencido, indudablemente, de que no hay otro camino para la redención humana que la construcción del comunismo; partió persuadido de la vigencia, de la legitimidad y la necesidad de la insurrección armada en la brega por la establecimiento del mundo mejor sin explotadores ni explotados. Observando esa maravillosa abnegación, nos preguntaríamos con Bolívar: «¿hay mejor medio de alcanzar la libertad que luchar por ella?»
Es evidente que en la mente de revolucionarios de la talla de Marulanda, las condiciones para una revolución no son asunto al que hay que colocarle espera sino determinación de lucha para su creación. Existe un compromiso, podemos decir, de coadyuvar también desde la subjetividad a crear esas condiciones, porque según tal criterio, plenamente correcto, la conciencia, puede influir eficientemente sobre la estructura; porque, como lo pensaba Bolívar, por ejemplo, se construye la unidad mientras se va fraguando la emancipación, y se hace la emancipación mientras se forja la unidad. Y el futuro comienza ahora: «¿Qué nos importa que España venda a Bonaparte los esclavos o que los conserve, si estamos resueltos a ser libres? Esas dudas son tristes efectos de las antiguas cadenas. ¡Que los grandes proyectos deben prepararse en calma! ¿300 años de calma no bastan? La Junta Patriótica respeta, como debe, al Congreso de la nación, pero del Congreso debe a la Junta Patriótica, centro de luces y de todos los intereses revolucionarios. Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad suramericana: vacilar es perdernos» 307. ( BOLÍVAR, Simón. Discurso pronunciado en la Sociedad Patriótica de Caracas, el 4 de julio de 1811), dice Bolívar fustigando a quienes pretenden que aún no había condiciones para proclamar la independencia, cuando para él la urgencia ni siquiera era la liberación de Venezuela sino la unificación y liberación de la América toda.
¡Nuestra patria es la América! Y América es el equilibrio del universo dispuesta para el servicio de la humanidad. Esa es la utopía llena de internacionalismo, solidaridad y profundo humanismo en el pensamiento bolivariano del que era militante Manuel Marulanda Vélez, y en torno al cual formó a su ejército guerrillero.
Simón Rodríguez y la utopía del Bolivarismo.
Ahora bien, que la utopía devenga en realidad, entonces, no implica su fin, sino la transformación de la utopía en una aspiración superior; una mutación de sus cualidades. Como cuando la materia logra, digamos a manera de símil, formas superiores de desarrollo, la utopía evoluciona en la medida en que adquiere realización.
Y en esto se reitera, porque es que abundan también quienes no quieren que la utopía muera, pero no en el sentido de que anhelen su permanencia vital evolutiva sino en el de no querer que se concrete su realización para que en últimas siga un sendero que conlleva al aniquilamiento de la esperanza.
Como parte de la conciencia revolucionaria, la utopía permanece conminando a una lucha constante que esté reflejando o proyectando los objetivos del futuro; llevándolos, como deber, desde el plano de la pura abstracción al plano de su realización mediante la acción a toda costa, o por lo menos a su intento de concreción en una praxis emancipadora de largo aliento.
En ese sentido, respecto al ideal de la Patria Grande, sobre la Utopía Americana, la utopía de Bolívar, podemos retomar las palabras del maestro del Libertador, don Simón Rodríguez: «Esperar que, si todos saben sus obligaciones, y conocen el interés que tienen en cumplir con ellas, todos vivirán de acuerdo, porque obrarán por principios…No es sueño ni delirio, sino filosofía…; ni el lugar donde esto se haga será imaginario, como el que se figuró el Canciller Tomas Morus: su Utopía será, en realidad, la América», en expresión ubicada en un contexto que indica a la cultura como factor insoslayable para construir el nuevo orden social democrático y republicano, donde el bien común sea lo principal.
Pero como en el maestro Simón Rodríguez, en el Padre Libertador, aunque su ideario volaba sobre edades futuras, su construcción transformadora también tenía horizontes temporales para el momento que estaba viviendo, es decir, lo que podríamos denominar un escenario de utopía en cuanto a mayor factibilidad, pero como paso hacia un escenario de utopía superior para la cual quizás no existían aún las condiciones, pero se imponía como deber humano supremo.
Simón Rodríguez, quien sobrevivió al Libertador, escribiría, en desarrollo de lo que puede designarse como parte del ideario bolivariano, del cual el maestro es prominente fundador, ideas precisas respecto al tipo de sociedad que proyectaba, otorgando un papel fundamental a la razón y conminando a una construcción de sociedad sin calcos: «Originales han de ser las instituciones y su gobierno. Y originales los medios de fundar unas y otros». Y magistralmente puntualizaba en que se debía propugnar por «una sociedad además solidaria donde lo normal sea… pensar cada uno en todos, para que todos piensen en él. Los hombres no están en el mundo para entredestruirse sino para entreayudarse»
Rodríguez en este planteamiento de la prioridad que debe tener el bien común en el ordenamiento social incluso supera a Rousseau cuando en este pensador observa y critica sus distracciones a favor del individualismo que le abre paso al utilitarismo egoísta: «el único medio de establecer la buena inteligencia es hacer que todos piensen en el bien común, y que ese bien común es la República: debemos emplear medios tan nuevos como nueva es la idea de ver por el bien común, de ver por el bien de todos» (RODRIGUEZ, Simón:»Obras Completas». Caracas, Venezuela, 1975. T.I, p. 131).
Este aspecto blandido comporta principios propios del bolivarismo que le diferencian y le dan preponderancia a sus altruistas propósitos sociales muy superiores respecto al liberalismo burgués que, precisamente exaltaba el individualismo utilitarista en el que la propiedad privada aparece en el altar de sus adoraciones. Todo lo contrario se puede observar en el planteo del Libertado, por ejemplo, en el conjunto de su discurso ante el Congreso de Angostura donde el factor dominante es el de la solidaridad humana.
A propósito del utilitarismo, debemos precisar que cuando se produce el rechazo de Bolívar alrededor de Bentham no debe de ninguna manera, como pretenden algunos historiadores de la filosofía, aproximar tal actitud a una posición conservadora en cabeza del Libertador. Es claro que si bien los liberales granadinos y farsantes como Santander reivindicaron a este mentor del utilitarismo en desarrollo de una expresión opuesta al establecimiento hispano, en la orilla contraria de Geremías Benthan, el Libertador Bolívar no se levanta para reivindicar el provincialismo a la manera en que lo hicieron, ellos si en genuino conservadurismo, Mariano Ospina y José Eusebio Caro.
Bolívar se opuso al Benthanismo no en el aspecto de intentar como filosofía una explicación de la acción de los hombres en sociedad sin acudir a instancias «metafísicas», sino en lo que concierne a sus aspectos representativos del individualismo burgués.
Si bien el Benthanismo significaba un divorcio con el espíritu español como nuevo patrón en las ideas éticas, en la concepción metafísica y en la teoría del derecho y del Estado representaba valoraciones antitéticas respecto a la tradición hispana, lo que representaba en esencia eran los ideales de una clase media comercial e industrial, pragmática y racionalista, aún empeñada en mantener las instituciones esclavistas y de servidumbre del régimen colonialista, a la manera como ocurría, por ejemplo, en Estados Unidos, frente a lo cual Bolívar era ferviente opositor.
Volviendo a Simón Rodríguez, apuntemos que su pensamiento se inscribe, en el proceso de estructuración del ideario bolivariano como componente fundamental de su conceptualización más profunda. Rodríguez está reconocido como un prominente pensador socialista de incuestionable influjo sobre el Libertador; y en esa dirección, es apenas natural que se diera el impacto de las ideas socialistas del maestro en la definición de la conciencia política de su discípulo.
Suele clasificarse a Rodríguez como militante del socialismo utópico, y ello para ubicar, en últimas, en el campo no científico el carácter de sus concepciones y mantener el contraste con las ideas socialistas posteriores a la publicación del Manifiesto Comunista, que sería la temporalidad que marca el surgimiento del socialismo científico, si atendemos a aquella valoración plasmada en el Anti-Dühring, en cuanto a que las teoría socialistas anteriores al Manifiesto correspondían a un período de inmadurez de la producción capitalista y del proletariado.
No obstante, reiteremos en que son antecedentes y fuente primaria de la construcción marxista, que contienen ideas de perdurable valor, de tanta profundidad y madurez como las que se refieren, por ejemplo, en el caso de Rodríguez, a la fuerza creadora del pueblo como base del desarrollo social y de la renovación de la sociedad. Se trataba de un pensamiento retomado, en la práctica por Bolívar, que ya incluía con mucho convencimiento el internacionalismo y la solidaridad como fundamentos de la construcción social, donde la educación, es espacio que unifica la acción intelectual y la manual, sería lo que daría cimiento a la nueva sociedad; es decir, la concepción bolivariano de la moral y las luces como factor de transformación revolucionaria; aspecto que incuestionablemente logra coincidencia absoluta con el marxismo, implicando también una coincidencia científica al menos en estos elementos del pensamiento robinsonianos (por lo de Samuel Róbinson, nombre con el que se conoce también a Simón Rodríguez), que son desarrollados como praxis por el Bolívar Libertador, los cuales, obviamente con todo y la originalidad que ambos Simones le imprimen, no salen de la nada sino de la existencia de un hilo conductor con el pensamiento socialista que toca al maestro en su tránsito por Europa, como con la tradición comunitarista de la América raizal admirada y reivindicada por ambos .
Simón Rodríguez y Gracchus Babeuf, la utopía socialista.
Simón Rodríguez tuvo la posibilidad de percibir de cerca el ambiente que rodeaba a los revolucionarios parisinos de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, lo que conduce a afirmar que como estudioso e inquieto pensador tuvo que haber accedido, según lo indica también el contenido mismo de sus planteamientos, a los primeros socialistas franceses y especialmente a los más radicales.
En época en que Rodríguez trasegó por Europa, ya Babeuf, el protagonista de la conjuración de «los iguales», en su pensamiento incluía el propósito nítido de conducir a Francia hacia el comunismo agrario mediante la dictadura de un gobierno revolucionario. Barbés y Blanquí se siguieron por similares principios que son retomados por Marx y Engels para delinear su idea sobre la «dictadura del proletariado» en el Manifiesto Comunista de 1848. He ahí, entonces, que ese hilo conductor del pensamiento socialista con respecto a Bolívar mediante Simón Rodríguez, es el mismo que con respecto al Marxismo.
Las ideas de Babeuf no desaparecieron con su muerte ocurrida como consecuencia de la terrible represión de 1797, pues sus partidarios se mantuvieron hasta algunos años después de la muerte de Bolívar, y su influjo tiene tal notoriedad que el nombre de Babeuf ameritó mención en el mismo Manifiesto Comunista.
Es la época radiante del babeuvismo coincidente con la etapa que precede la presencia de Rodríguez nuevamente en América, 1823, ya convertido en un auténtico y profundo socialista.
Pero bien, no es extraño que independientemente de que exista o no un contacto de orden intelectual y temporal, cada quien marchando por su lado, los revolucionarios coincidan en sus apreciaciones y propósitos; y cómo no ha de ser así, si lo que les motiva es un sentimiento profundamente humano de amor al pueblo.
Rosa Luxemburgo explicaba que «el socialismo, en cuanto ideal de orden social basado en la igualdad y fraternidad de todos los hombres, ideal de comunidad comunista, tiene más de mil años»; decía que «entre los primeros apóstoles del cristianismo, entre las sectas religiosas de la Edad Media, en las guerras campesinas, el ideal socialista aparecía como la expresión más radical de la revolución contra la sociedad. Pero en cuanto ideal por el cual abogar en todo momento, en cualquier momento histórico, el socialismo era la hermosa visión de unos pocos entusiastas, una fantasía dorada siempre fuera del alcance de la mano, como la imagen etérea de un arco iris en el cielo». Así entonces, ¿cómo no admitir la posibilidad que en una época de emancipación como la que le tocó vivir a Bolívar no hubiese existido también tal ideal? Pero además, existen las nítidas evidencias de que así fue. Y es que, Precisamente entre 1820 y 1830 el pensamiento socialista tiene notorio impacto representado por tres grandes pensadores de reconocimiento universal: Saint-Simón (1760-1825) y Fourier (1772-1830) en Francia, Owen (1771-1858) en Inglaterra, de quienes aún reconociendo que no esbozaban la determinación de la toma revolucionaria del poder para hacer realidad sus planteamientos, o el establecimiento del socialismo, habría que exaltar su ingente aporte teórico como fundamental para la construcción teórica marxista.
El caso de Gracchus Babeuf es otro asunto; de este revolucionario sí que no se puede decir que no tenía la determinación de la toma del poder. Aquí estamos, indudablemente, frente a un gran ejecutor de la utopía comunista, verdadero pionero de la acción audaz hacia la concreción de lo «imposible«…; un promotor de la realizabilidad del ideal arriesgando hasta la vida en su causa, pleno para el sacrificio como verdadero revolucionario, incluso en un plano que supera el de la «racionalidad» paralizante, siempre en función de superar las injusticias del régimen burgués pero fuera de ese orden, con la construcción de un nuevo orden que planteaba ya establecer una dictadura popular, tal como lo retoman Marx y Engels, medio siglo después de la muerte de Babeuf, en el Manifiesto Comunista.
En Babeuf, «el poder de su crítica y la magia de sus ideales futuristas, las ideas socialistas», al contrario de lo planteado por la misma Rosa Luxemburgo, es ejemplo que debe calificarse, en su teoría y en su práctica, como muy trascendental. El hecho de que no hubiese logrado las condiciones y el cúmulo de seguidores que le posibilitaran la concreción de sus ideas, o al menos tener una muerte con más que con «un puñado de amigos en la oleada contrarrevolucionaria», no quiere decir que su rastro como el de la misma heroica Rosa Luxemburgo no logre ser «más que una estela luminosa en las páginas de la historia revolucionaria». Claro que lo serán, claro que ya lo son y mucho más.
En Cayo Graco Babeuf, pionero combatiente comunista de vanguardia, la acción va en consecuencia con el pensamiento, más allá de que tuviese o no razón en algunas de sus concepciones nodales; pero ese sólo hecho aunado a sus aspiraciones de derrocar las injusticia del orden social existente para sustituirlas por un orden comunista, su utopía, expresada de manera inquebrantable aún frente al tribunal que lo sentencia a muerte, le da la dimensión de imprescindible. Herencia que toma Simón Rodríguez y que, en consecuencia, alimentan al Bolivarismo desde su génesis.
Aunque todos estos esfuerzos no hubiesen logrado el propósito de la instauración del socialismo, sino que como ahora ha ocurrido tras varios experimentos fallidos de «creación socialista», la dominación capitalista se ensaña de manera más salvaje en la mayor parte del planeta, ni aquellos ni los más recientes intentos se pueden considerar enterrados bajo los escombros humeantes de las barricadas parisinas, ni bajo las ruinas del muro de Berlín, ni bajo la destrucción que dejan los «misiles inteligentes» lanzados por el imperialismo en cada una de sus guerras de recolonización. Es sobre los cimientos de la esperanza hechos perseverancia y resistencia, aún en escombros, aún en ruinas…, que se yergue el ideario de la justicia social del marxismo fortaleciéndose con las nuevas experiencia que ahora tienen la gracia de converger con la potencia que entraña el planteamiento bolivariano, el cual sea dicho de paso, tampoco se puede considerar enterrado bajo la perfidia de la práctica santanderista que ha pretendido no sólo acabar con la imagen del Libertador sino con la posibilidad de su proyecto emancipador…, con su utopía.
La bolivariana utopía marxista ahora.
Es innegable que Marx, a partir de un profundo estudio basado en su concepción y método que cimentó con los mejores aportes del pensamiento universal logró auscultar más que cualquier otro en su época, en las leyes de la anarquía capitalista, develando la lógica que indica la factibilidad de la utopía comunista. Marx explicó de manera fundamentada cómo las mismas leyes que regulan la economía del capitalismo preparan su propia caída, en la medida en que su anarquía creciente se hace incompatible con el desenvolvimiento de la sociedad en tanto genera verdaderas crisis políticas y económicas catastróficas que se tornan insostenibles y riesgosas para la existencia misma del género. De tal manera la transición hacia modos de producción conscientemente organizados por la humanidad es lo que garantiza que la sociedad no perezca en las convulsiones incontroladas.
Aun con lo negativo de experiencias socialistas que no fraguaron como alternativa al capitalismo, cada día es más evidente, tal como lo muestra la devastación creciente del planeta generada por el capitalismo depredador, y tal como lo pone de bulto la actual crisis capitalista mundial, que ha llevado a los grandes financistas y adoratrices del libre mercado, a impetrar la intervención del Estado en su auxilio, que la única alternativa es el socialismo y que la utopía comunista se impone como necesidad histórica resultante, además de las propias leyes del desarrollo capitalista.
Sin vacilación, desde el continente de la esperanza, como lo llamara Bolívar, los revolucionarios de la América Nuestra deberemos hacer causa común con los revolucionarios del mundo para dar propulsión, para catalizar todas las potencias de la utopía, retomando la rica herencia de las generaciones de revolucionarios que nos han precedido, ya como bolivarianos, ya como marxista, ya como lo uno y lo otro, haciendo del internacionalismo y la solidaridad fuerza vivificante del accionar en unidad, en la lucha contra las oligarquías y el imperialismo en un ahora impostergable que exige no dar respiro a la reacción, aplicando todas las formas de lucha y medios al alcance, con todo el espíritu de sacrificio aprendido de nuestros próceres, sin importar que nos llamen ya no sólo voluntaristas, putchistas, o aventureros…, sino terroristas en esa misión de «hacer lo imposible», en esa misión de «tomar el cielo por asalto», pues no es en el revolucionario la utopía un reposadero para las reflexiones etéreas sino el acicate de la acción, de la praxis plenamente orientada a la toma del poder.
Esta no es la hora de las retiradas ni de las doctas reflexiones acerca de si existe o no la situación revolucionaria, como si la sola especulación inagotable fuera la tarea delegada, como si no hubiese las suficientes condiciones de miseria y de inconformismo que nos puedan impulsar para salir de la sobresaturación de pérfida, explotación y humillaciones imperiales. Como diría Bolívar: «esas dudas son tristes efectos de las antiguas cadenas. ¡Que los grandes proyectos deben prepararse en calma! ¿300 años de calma no bastan?…»
Qué necesarios, entonces, se hacen los Babeuf que no esperen condiciones sino que se adelanten a ellas; que urgentes son los que se atreven a declaren «la guerra a muerte» contra quienes nos asesinan día a día; qué imprescindibles son aquellos que se deciden a hacer su «Campaña Admirable» pese a todo pronóstico de inviabilidad; qué indispensables son los que eleven su verbo y su acción para gritar el nuevo Manifiesto que nos reitere que se hace apremiante una revolución, que con ella no tendremos nada que perder más que las cadenas, y sí todo un mundo que ganar; que imperioso es mirar hacia la antorcha de la utopía que encendida nos alumbra el sendero de la emancipación.
Aunque, valga decirlo, siempre estarán, de sobra, los que como el señor Dühring o Santader, El señor Bush o Uribe Vélez, cada uno en su época y en su salsa llevando como bandera el mugroso trapo de la contra-revolución, descalificando y persiguiendo a quienes se han atrevido a soñar con «la mayor suma de felicidad posible» para la humanidad. Y, seguramente, no nos llamarán ya «alquimistas sociales», o «tea de la discordia», «estúpidos» o «locos», «charlatanes», «panfletistas» y «dinosaurios«…, sino «terroristas», u otra cantidad de denigrantes epítetos inimaginables dentro de ese «florilegio» de insultos, como diría Engels, con los que nos suelen enfrentar en el campo ideológico o con su obscena guerra mediática.
Pero resulta que a pesar de ello, con semejante herencia combativa que significa el marxismo y el bolivarismo, ni siquiera el derrumbe de lo que se llamaba socialismo en algunos países, o lo que se tenía por ello, o las funestas guerras fascistas de los oligarcas de hoy nos convencerán de que es el reino de la explotación y las humillaciones lo que ha de imponérsele al hombre como absoluto. Nuestro leit-motiv es la esperanza así sea que, como escribía Betolt Brecht, «con paso firme se pasee hoy la injusticia y los opresores se dispongan a dominar otros diez mil años más, y con su violencia garanticen que «todo seguirá igual»…, y que entre los oprimidos muchos digan ahora: «Jamás se logrará lo que queremos».
Con Brecht deberemos volver a decir que:
«Quien aún esté vivo no diga «jamás».
Lo firme no es firme.
Todo no seguirá igual.
Cuando hayan hablado los que dominan,
hablarán los dominados.
¿Quién puede atreverse a decir «jamás»?
¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros.
¿De quién que se acabe? De nosotros también.
¡Que se levante aquél que está abatido!
¡Aquel que está perdido, que combata!
¿Quién podrá contener al que conoce su condición?
Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
y el jamás se convierte en hoy mismo.
Y porque la utopía no puede ser quietud, estas no son sólo «puras fantasías». El desenvolvimiento de la humanidad no puede estar condenado, inevitablemente, a un curso caótico e imprevisible, cruel e injusto… Deberemos continuar la búsqueda de ese anhelado mundo diferente mejor, que nos permita salir de la prehistoria, tal como lo auguraba Marx cuando decía que ello ocurrirá cuando exista sobre la Tierra un régimen social verdaderamente racional, justo y equitativo. Ese es el sueño que debe dar razón de existencia al revolucionario. Ello pudiere parecer «imposible». Algunos creen, asemejando el concepto a «inútil fantasía», que soñar con cosas «imposibles» se llama utopía, y pueden tener razón; pero como bolivarianos-marxistas, precisamente eso es lo que nos corresponde, la lucha por lo «imposible» y no por lo que se nos muestre como evidentemente imprescindible para la supervivencia de la especie y alcanzable dentro de un horizonte temporal de la vida; o sea, lo que llaman «realismo». Nuestro realismo puede ser eso, pero es sobre todos «hacer lo imposible», además.
Por ello, nunca han de faltar los que ya con las armas en la mano gritemos desde cualquier rincón de la América: ¡aquí estamos!, con la resolución de construir el paraíso aquí en la tierra; los que con la perseverancia indoblegable de combatientes como el Héroe Insurgente de la Colombia de Bolívar, Manuel Marulanda Vélez, repitamos su credo de amor por los pobres, multiplicando su voz y sus enseñanzas:
«si nos sacan de la orilla del río, cruzamos hacia la otra orilla del río; si nos sacan de la montaña, escapamos a la otra montaña; si nos sacan de una región, atravesamos el río, atravesamos la montaña y buscamos otra región…». Acreciendo la experiencia, transformando el principio hasta decir: «si nos sacan de la orilla del río, los estaremos esperando en la otra orilla del río; si nos sacan de la montaña, los estaremos esperando en la otra montaña; si nos sacan de una región, en otra región los estaremos esperando». Labrando el principio hasta decantarlo en una idea precisa: «Ya no sólo los estaremos esperando en la otra orilla del río, ya no sólo los estaremos esperando en la otra montaña, ya no sólo los estaremos esperando en la otra región. Ahora volveremos a buscarlos en la orilla del río de donde un día nos sacaron, volveremos a buscarlos a la montaña de la cual un día nos sacaron a la huyenda, volveremos a buscarlos en la región que un día nos hicieron correr…». (Citado por ALAPE, Arturo: Las Vidas de Pedro Antonio Marín, Manuel Marulanda Vélez, Tirofijo. Planeta Editores. 1989, p. 219).
Como en Marulanda, entonces, estará en cada combatiente bolivariano y en el conjunto del ejército insurgente por él forjado, el ideario comunista sobreviviendo, así las muertes de su utopía, como las historias de su propia muerte se escuchen en los confines de la selva y de la montaña.
Ya lo hemos dicho en reiteradas ocasiones, con estas enseñanzas del Héroe Insurgente de la Colombia de Bolívar, expresión eminente de la militancia revolucionaria, que en el caso de las FARC, no nos encontramos ante una construcción donde pueda retozar el «bolivarismo» o el «marxismo» de escritorio, propio de los sapientísimos ideólogos que imponen el oropel del pacifismo y la mansedumbre borreguil de la intelectualidad «postmodernista». No es el envanecimiento del teoricismo sin compromiso lo que ha forjado Manuel Marulanda Vélez.
Así, con ese carácter de la conciencia marxista, bolivariana, marulandista, llena de utopía, Las FARC-EP frente a ese capitalismo que no obstante estar en crisis cuenta al mismo tiempo con ingente poderío bélico, modestamente perseverarán en no descuidar aquello que la cobardía y el oportunismo de los arrepentidos, reformistas y claudicantes camuflan con retórica pacifista: el aspecto militar de la lucha de clases, que es asunto sobre el que especialmente llaman la atención consecuentemente, siguiendo el camino abierto con toda una vida de dedicación por el comandante Manuel…; en fin, demostrando su pertinencia.
Con sus palabras, entonces, repetiremos con más convicción que nunca que : «Los esfuerzos y sacrificios de Mandos, guerrilleros, guerrilleras, dirigentes del Partido Comunista Clandestino, población civil, caídos en combate y presos en campos y ciudades en acción revolucionaria durante los 43 años de confrontación, le están demostrando a la clase dirigente de los partidos tradicionales y al Estado que la lucha revolucionaria es justa e inaplazable, y por lo tanto imposible de derrotar, como lo han pretendido los anteriores gobiernos y el presente. Teniendo en cuenta que tarde o temprano la única salida que les queda a los gobernantes es la negociación política con la insurgencia, si no quieren perder del todo su privilegio adquirido por muchos años (Manuel Marulanda Vélez. De una Carta a los combatientes. Diciembre de 2007).
Por demás, no creemos ya posible que nos hechicen los sirénicos cantos de los derrotistas corifeos del desarme. Hemos vivido enfrentando cada ofensiva de aniquilamiento del monstruo oligárquico e imperial, y le conocemos sus entrañas; ¡»nuestra honda es la de David»!
Por ahora, entonces, no quedaría más que decir con palabras del inolvidable Julius Fucik contra el fascismo y en nombre de la utopía comunista bolivariana que: «Cuando la lucha es a muerte;/ El fiel resiste;/ El indeciso renuncia;/ El cobarde traiciona…,/ El burgués se desespera,/ Y el héroe combate».
¡La victoria será nuestra!
Frente al sagrado altar de nuestros muertos, ¡hemos jurado vencer y venceremos!
Montañas de Colombia, marzo de 2009.
Jesús Santrich es Integrante del Estado Mayor Central de las FARC-EP