París seduce. En la Torre Eiffel o en el Louvre se escuchan todas las lenguas modernas, y confluyen todos los rostros, todas las expectativas y esperanzas humanos. Los transeúntes, vistos desde lo alto de la Torre, se asemejan a hormigas de colores. Pero abajo, a sus pies, africanos del Norte y del Sur venden las […]
París seduce. En la Torre Eiffel o en el Louvre se escuchan todas las lenguas modernas, y confluyen todos los rostros, todas las expectativas y esperanzas humanos. Los transeúntes, vistos desde lo alto de la Torre, se asemejan a hormigas de colores. Pero abajo, a sus pies, africanos del Norte y del Sur venden las torrecillas de recuerdo, que los turistas regatean a precios de nada. Muchos llegan para visitar los lugares que han visto antes en fotos, o que la televisión instaló en sus retinas. Pero la arquitectura de los edificios más ordinarios, el detalle que sorprende en cualquier esquina y el glamour bohemio de bares y cafés, confunden a los cazadores de espacios mediáticos, que recorren los pasillos del Louvre buscando con ansiedad las obras que señalan los catálogos de artes plásticas. Cuando la encuentran, sustituyen el placer estético, por la posesiva autorrealización del consumidor: «también yo estuve frente a la Mona Lisa». Pequeña, orgullosa, protegida por cristales antibalas, y dos niveles de aislamiento, recibe a decenas de visitantes que se aglomeran para fotografiarla, como si se tratase de una estrella de cine. No disfrutan de la obra, sino del hecho de estar frente a ella. Obvian los magníficos cuadros que la rodean. París se ha convertido en un espacio arquitectónico, que millones de personas comparten y consumen con frenesí. Pocos visitantes, sin embargo, conocen a franceses comunes, y comparten sus formas de vida, sus alegrías y angustias cotidianas; menos aún a los inmigrantes que adornan de colores y pesares la ciudad. Y a los gitanos (romaníes) expulsados, que no son ni franceses ni inmigrantes. Mientras los turistas caminan ansiosos por la ciudad, los franceses preparan una huelga general para el martes 12 de octubre.
La televisión nacional repite con insistencia que el fantasmagórico Bin Laden amenaza con nuevos atentados en lugares públicos de Europa. Dos veces en una semana han evacuado la Torre. Los culpables del peor acto terrorista ocurrido en la historia de América Latina -el derribo de un avión comercial cubano en pleno vuelo, y la muerte de sus 73 pasajeros y tripulantes–, nada fantasmagóricos, viven tranquilamente en Miami. El pasado 6 de octubre se cumplieron 34 años del hecho, sin que el gobierno estadounidense enjuicie o acceda a extraditar a los culpables. Ese día, en una embarcación sobre el río Sena, se presenta la novela Cinco cubanos en Miami (la novela de la guerra secreta entre Cuba y Estados Unidos) de Maurice Lemoine, ex redactor jefe de Le Monde Diplomatic, una versión recreada pero fiel de los avatares de cinco cubanos infiltrados en grupos terroristas de Miami, para evitar nuevos atentados, paradójicamente sancionados en Estados Unidos a penas extremas. Adriana y Olga, esposas de dos de los héroes, nos acompañan en la ceremonia. Después de muchos años, vuelvo a encontrar también a uno de los estudiosos más prestigiosos de la obra martiana, el francés Paul Estrade. Me dice: sigo aquí, en la Asociación de Amistad con Cuba.
Periodistas e intelectuales franceses y cubanos nos reunimos para debatir sobre la manera en que se difunde la imagen de Cuba, de su Revolución, en la prensa francesa. Paraíso e infierno se alternan en la descripción del país, según sean las intenciones, turísticas o políticas. Algunos son enfáticos: América Latina no interesa demasiado al lector francés. ¿El cosmopolitismo de las calles de París solo significa que el mundo mira a Francia?, ¿la entiende?, ¿acaso Francia mira al mundo?, ¿al Tercer Mundo?, ¿saben los franceses que en América Latina ocurren los cambios políticos más trascendentales de la contemporaneidad? Caminamos extasiados por las callejuelas de Montmartre, imaginando a los poetas, a los pintores, a los músicos, a los filósofos, que allí se reunían, adivinando la presencia de Vallejo, Lam, Carpentier o Cortázar, entre otros creadores latinoamericanos, para los que el centro del universo artístico era ese barrio parisino. Todo sigue igual. Al menos, eso parece. Pero Charles Aznavour en su canción La Bohème (1965) dice: «Ya no reconozco/ Ni los muros ni las calles/ Que habían visto mi juventud/ En lo alto de una escalera/ Busco un taller/ Del que nada sobrevive/ Con su nueva decoración/ Montmartre parece triste/ Y las lilas están muertas». El centro del universo creador, ¿sigue en París? La Ciudad Luz seduce, coquetea con todos, pero no se entrega.
Fuente:http://la-isla-desconocida.blogspot.com/2010/10/breve-cronica-parisina.html