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Breve ensayo crítico sobre la modernidad en Dussel

Fuentes: Lainsignia

La tesis de la «poscolonialidad» o del «posoccidentalismo», defendida por un grupo de autores latinoamericanos entre los que destacan Dussel, Mignolo, y Quijano (Lander 1993), ha alcanzado un reconocimiento significativo en los medios académicos del subcontinente. El libro La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas (compilado por Lander), se presenta como el […]

La tesis de la «poscolonialidad» o del «posoccidentalismo», defendida por un grupo de autores latinoamericanos entre los que destacan Dussel, Mignolo, y Quijano (Lander 1993), ha alcanzado un reconocimiento significativo en los medios académicos del subcontinente. El libro La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas (compilado por Lander), se presenta como el manifiesto colectivo de esta corriente de «pensamiento poscolonial» que incluye a destacados filósofos, sociólogos y críticos literarios del horizonte universitario.

El discurso de la poscolonialidad y/o posoccidentalismo se presenta como modalidad académica emparentada con el posmodernismo pero, sobretodo, busca relacionarse con otras corrientes de pensamiento conocidas como los estudios culturales, los estudios subalternos y el multiculturalismo. Dentro de los diferentes argumentos en que sustentan su esfuerzo teórico hay un aspecto privilegiado que resulta particularmente problemático: su manera de formular una teoría de la modernidad «no eurocéntrica» y el papel protagónico que se le otorga a la historia del Nuevo Mundo en esta argumentación.

Este ensayo busca realizar una lectura crítica de estas tesis, en particular las presentadas por Enrique Dussel y formular algunas propuestas alternativas para una lectura no eurocentrada de la modernidad, considerando que ésta, en su característica fundamental de una racionalidad crítica con vocación emancipadora, es un hecho multicultural universal que debe ser distinguido de las tesis de la «excepcionalidad occidental».

 

La «modernidad» según Dussel

El concepto mismo de modernidad es un debate no resuelto y sobre el cual se ha producido en los últimos años una literatura faraónica. La discusión entre las diferentes concepciones de lo que significa «la modernidad» se realiza principalmente en el terreno de la historia económica y social así como en la historia de las ideas; esto en gran parte debido a que, lo que entendamos por «modernidad», será una determinada autoconciencia de la historia en la que se buscarán diferenciar fases y/ o momentos de ruptura en relación a un pasado determinado. Lo importante no son tanto las fechas, sino los conceptos o ideas sobre los cuales se quiera fundamentar la ruptura introducida por la modernidad.

En este debate, el filósofo argentino Enrique Dussel se ha destacado por presentar una «filosofía de la liberación latinoamericana» que, en oposición a lo que él denomina «la filosofia eurocéntrica», nos propone una lectura diferente sobre la problemática de la modernidad. Dussel se esfuerza en distinguir dos conceptos, para él opuestos de la modernidad. Un primer concepto de la modernidad sería «el eurocéntrico, provinciano, regional», porque describe, según Dussel, un proceso histórico que «se cumpliría en Europa, esencialmente en el siglo XVIII. El tiempo y el espacio de este fenómeno lo describe Hegel, y lo comenta Habermas en su conocida obra sobre el tema … los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de la subjetividad (moderna) son la Reforma, La Ilustración y la Revolución Francesa» (Dussel: 1933:45).

A esta concepción eurocéntrica Dussel opone una segunda visión de la modernidad, que consiste en definirla como «una determinación fundamental del mundo moderno el hecho de ser (sus Estados, ejércitos, economía, filosofía, etc.) «centro» de la historia mundial (Dussel 1993:45-46). El año 1492 marcaría, según Dussel, la aparición de la historia mundial como tal y este hecho convierte a España en la primera nación moderna. La «centralidad» de la Europa latina en la historia mundial es la determinación fundamental de la modernidad. (Dussel 1993:46, cursivas del autor).

En un primer momento Dussel desplaza el terreno de la discusión sobre la modernidad, de la historia de las ideas y la problemática del individualismo y de la razón moderna, al de la historia económica-social y la conformación de un epicentro en la economía mundial a partir de 1492. Sin embargo, para no dejar completamente de lado el debate sobre la racionalidad moderna y apoyándose en su idea de la «centralidad» europea como la característica fundamental de la modernidad, Dussel afirma seguidamente que, «el ego cogito moderno fue antecedido en más de un siglo por el ego conquiro (yo conquisto) práctico del hispano-lusitano que impuso su voluntad (la primera «voluntad de poder» moderna) al indio americano. La conquista de México fue el primer ámbito del ego moderno» (Dussel 1993:48).

La subjetividad moderna cartesiana fue precedida por una voluntad de conquista, lo que le otorga, según el filósofo argentino, una doble característica a la razón ilustrada: un núcleo racional-emancipador a su interior (Europa), y un núcleo irracional-dominador hacia el exterior (el mundo colonial) en tanto la razón moderna sirve para justificar una praxis irracional de violencia en su periferia colonial. La centralidad económica, social y cultural de Europa y la racionalidad/ violencia en su relación con el mundo colonial, serían según Dussel, las dos características fundamentales de lo que sería la modernidad concebida desde una perspectiva no eurocéntrica. Los componentes emancipadoras producidos por las ideas de las luces se restringen y limitan al ámbito europeo, es decir, que para Dussel, estas ideas no tienen ninguna validez universal.

 

Europa como epicentro económico del mundo

Dussel afirma que a partir de 1492 se formaliza la centralidad de las naciones europeas sobre el resto del mundo, siendo el imperio español su primer centro planetario, lo que convierte a la monarquía castellana en «la primera nación moderna». Los recientes trabajos de los historiadores sobre la superioridad material que permitió que algunos europeos, en determinado momento de la historia, se consideraran superiores y señores de la especie humana, demuestran que el origen de la ideología de la superioridad y excepcionalidad occidental es más reciente de lo que comúnmente se cree y que está se concretiza efectivamente a inicios del siglo XIX.

Hasta fines del siglo XVIII, a la excepción de las colonias ibéricas en América, las naciones europeas no poseían fuerzas suficientes para ocupar otra cosa que pequeños enclaves comerciales en las costas de África o Asia. Si aceptamos como validos los trabajos macroeconómicos de Angus Maddison (Maddison 1982, Maddison 2004), éstos estiman que en 1820 el PIB total de las economías europeas, que progresaban vertiginosamente y reducían su retrazo frente a los imperios quing u otomano, eran todavía inferiores a las economías asiáticas; hasta el PIB de la China era superior. Es en un corto periodo, posterior a 1820, y de manera muy acelerada, cuando la historia de la humanidad se vuelve eurocéntrica.

La increíble extensión territorial alcanzada por el imperio español en el siglo XVI no le otorgó a Europa el papel de epicentro del mundo, ni a nivel económico ni mucho menos a nivel político o militar. El mundo, a inicios del siglo XIX, todavía era verdaderamente multipolar y carecía de centro hegemónico. La expansión inicial europea de los siglos XVI-XVIII no constituyó de ninguna manera un «sistema mundo» formado, como afirma Dussel, sino uno dentro de varias formas iniciales y precarias de globalización. Según el ambicioso trabajo del historiador C.A. Bayle, a fines del siglo XVIII el imperio otomano en el Oriente Medio, el mongol en la India y la dinastía quing en China ejercían aún un férreo control de los territorios bajo su posesión y tenían economías que en muchos aspectos aseguraban una mejor calidad de vida a sus súbditos que las que tenían las poblaciones mayoritariamente rurales en muchos países europeos (C.A. Bayle 2007: 55-79).

La dominación y explotación ibérica del Nuevo Mundo y las riquezas mineras que de ellas se obtuvieron, así como los efectos del comercio triangular vinculado a la trata de esclavos, contribuyeron a dinamizar y enriquecer las economías de algunos países europeos; les otorgaron a éstos ventajas comparativas frente a las economías de otras regiones del mundo, pero no fueron por sí solas determinantes en la constitución de la centralidad y la hegemonía que Europa adquiriría sobre el resto del mundo solamente en el siglo XIX. Es necesario integrar otros elementos ideológicos y políticos para obtener un cuadro más completo de los factores que permitieron la cristalización de la dominación de algunas naciones europeas sobre el resto del mundo a partir de 1820.

Es innegable que la conquista del Nuevo Mundo abrió una nueva etapa en la historia de la humanidad, pero de ninguna manera, por sí sola, transformó a los países europeos en naciones superiores, económica o militarmente, otorgándoles la capacidad de imponer su hegemonía a nivel mundial a partir de los siglos XVI o XVII. Más aún, esta dominación sobre los territorios conquistados en el Nuevo Mundo no se habría podido llevar a cabo sin la colaboración activa de las élites indígenas, como veremos más adelante.

 

La modernidad como crisis de la conciencia europea

La aparición de una razón moderna, que se reivindicará como autónoma enfrentándose y distanciándose de las religiones reveladas; y sus ideales políticos emancipadores, como la idea de la igualdad ciudadana y de un republicanismo democrático opuesto a las monarquías de derecho divino que caracterizaban el antiguo orden político, fue un largo proceso histórico que Paul Hazard caracterizó con justeza como una «Crisis de la conciencia europea» (Hazard 1935).

Los nuevos descubrimientos geográficos, dentro de los cuales destaca innegablemente el descubrimiento del Nuevo Mundo y el impacto de las nuevas ciencias naturales debidas a Copérnico, Galileo y Descartes, desempeñan un papel primigenio en los siglos XVI y XVII en la destrucción de la visión del mundo y de la naturaleza concebidos hasta ese entonces dentro de los marcos de la filosofía escolástica aristotélica; dogma que será defendido con mano de hierro por la iglesia católica. Pero mucho más importante que estos dos elementos anteriormente mencionados, en el desarrollo de una nueva racionalidad, es la aparición de un «nuevo espíritu filosófico» que, como subraya Hazard se convierte en un «juicio intelectual contra el cristianismo» (Hazard 1963), lo que constituye la característica determinante y distintiva en el desarrollo de la modernidad. No pretendemos en este breve ensayo, analizar este lento y complejo proceso de desmontaje ideológico de los dogmas que defendían las diferentes iglesias cristianas, y en particular la iglesia católica, que las convirtieron en radicales opositoras a las ideas promovidas por el espíritu filosófico moderno.

Para contrastar las afirmaciones de Dussel sobre los tiempos y la forma en que se construye la versión de una modernidad eurocéntrica, queremos observar como esta transformación radical en la historia de la humanidad, no fue, como algunos intelectuales pretenden, el producto de una autoreflexión de la conciencia europea sobre sí misma y sobre su propio pasado, que partiendo del helenismo culmina en el cristianismo germánico; tesis que es la interpretación dominante que se hace de la Fenomenología del Espíritu y del conjunto de la obra de Hegel y que luego será desarrollada por Weber y Habermas para fundamentar sus concepciones particulares de la historia de la modernidad.

Las ideas fundamentales de la modernidad son como veremos, el producto de un diálogo y una simbiosis del mundo europeo con otras culturas, y por ello entendemos la modernidad como un primer momento de una conciencia universal de la humanidad.

Cuando se quiere poner en cuestión los dogmas de la sociedad cristiana, sobre la propiedad, la libertad, el gobierno, la moral y la justicia, los filósofos ilustrados en los siglos XVII y XVIII, recurren no sólo a la antigüedad greco-romana, sino también a las costumbres e ideas de culturas no europeas. Contrariamente a la tesis defendida por Dussel, en este período no hay aún una conciencia de una superioridad cultural, y menos aún la idea de una centralidad de la sociedad europea sobre otras, sino más bien una enorme curiosidad por conocer otras formas de vida que contradicen las bases filosóficas en que se fundaba la Europa cristiana. Estas ideas y formas de vida ayudarán a relativizar y cuestionar los dogmas cristianos y provocaran una crisis de la autoridad religiosa y política que culminará con la revolución francesa.

El descubrimiento del nuevo mundo y las costumbres de los nativos americanos no encajan en los relatos bíblicos lo que contribuye a deslegitimar la Biblia en su papel de «guía turística» y fuente fiable de conocimientos geográficos. Los relatos de exploradores sobre ciertos nativos noramericanos, con sociedades que se rigen a partir de la igualdad entre sus miembros, donde no existen formas de servidumbre a monarcas y aristócratas, es lo que estimula las concepciones del «mito del buen salvaje», que servirán para invertir los valores sobre civilización y barbarie: ellos son los libres y civilizados, nosotros somos los esclavos y los bárbaros.

El debate de las concepciones del «mito del buen salvaje», será la base desde la cual algunos filósofos elaboran algunas propuestas sobre la propiedad, la igualdad, y el gobierno que serán fundamentadas a partir de un derecho natural en oposición a un derecho sobrenatural. Los filósofos de las luces afirmarán que por naturaleza, el hombre es libre y que son las formas societales que estructuran de diferentes maneras su dominación y condición servil. Es partir de las ideas de un derecho natural que se elaboran las propuestas igualitarias y democráticas de la «soberanía popular», los derechos del hombre y del ciudadano, que servirán para exigir nuevas formas de regimenes políticos alternativos al viejo orden autocrático.

Esta apertura y curiosidad hacia el mundo no europeo, se extiende también a conocer mejor el antiguo Egipto, el mundo islámico y persa, pero como observa con gran perspicacia Paul Hazard en su «Crisis de la conciencia europea»: «Más aún que el buen salvaje, que el sabio egipcio, que el árabe mahometano, que la ironía del turco o del persa, es la filosofía china la que seduce a todos aquellos que reclaman y que apuran la llegada de un nuevo orden.» (Hazard 1935:31-32).

En el período inicial de la ilustración, que culmina alrededor de 1730, los debates sobre la filosofía china comprometerán a conocidos filósofos como Montesquieu, Voltaire, Leibniz y Wolf entre otros. Todos ellos manifiestan a su manera, una admiración por los niveles de desarrollo económico y la armonía social que reina en el imperio oriental y en particular por el confucianismo. Los chinos confucianos no son vistos como ateos, sino como piadosos spinozistas, a tal extremo, que Christian Wolf, siguiendo los pasos de su maestro Leibniz, llega a afirmar la superioridad moral del confucianismo sobre el cristianismo en una controvertida charla en Halle en 1721, lo que le vale la inmediata orden de expulsión de los territorios prusianos.

Las consecuencias de esta discusión para el pensamiento moderno son capitales, porque es interpretando elementos de la sociedad china del siglo XVII, que los filósofos de la ilustración se interrogan sobre la necesidad de la religión en la constitución de una sociedad bien ordenada; separan la moral de la teología cristiana y abren las puertas para el desarrollo de concepciones éticas humanistas que no necesitarán de una fundamentación religiosa.

Las ideas críticas y emancipadoras de la modernidad no son pues solamente un proceso autoreflexivo y solípsista de Europa; son más bien un primer momento constitutivo de una conciencia de la humanidad, de una igualdad universal entre los hombres y de sus comunes aspiraciones a la libertad, por encima de sus diferencias culturales y religiosas. Es por ello que los ideales jacobinos de igualdad y de soberanía popular están en la base de la revolución en Haití y el eco de estas ideas continuará movilizando proyectos emancipatorios en diferentes lugares del mundo.

 

La aparición de tesis de la superioridad y excepcionalidad de la cultura europea

A mediados del siglo XVIII, las ideas originales universalistas y democráticas de las luces serán recortadas con estrategias intelectuales de exclusión basadas en diferencias entres las razas, los géneros, las naciones o las religiones. No se puede ocultar que muchos de los filósofos de la ilustración eran creyentes y monárquicos. La mayoría no pudo escapar a su estrecha visión ni deshacerse de la confortable certeza de superioridad: religiosa, étnica, cultural o de sexo y desarrollar un pensamiento creativo que les permitiera trascender los límites del mundo europeo.

Las ideas de una superioridad europea y de su carácter excepcional aparecen progresivamente a fines del siglo XVIII, pero sobretodo, las tesis más elaboradas serán formuladas a partir de la filosofía y de las balbuciantes ciencias naturales y sociales, solamente en el siglo XIX. Las tipologías raciales elaboradas en el siglo XVIII por Lineus y Blumenbach, que proporcionarán el marco conceptual al «racismo científico» en el siglo XIX, no tiene en un inicio una repercusión concreta en la justificación de la superioridad europea. Es solamente a partir de 1850 cuando aparecen las ideas racistas «científicas» para fundamentar la dominación y expansión europea sobre otros pueblos del mundo a partir de la pretensión a una superioridad biológica de la raza blanca.

A pesar de estas limitaciones, que marcarán los aspectos emancipadores de la modernidad, no hay que perder de vista que en el vasto movimiento intelectual de las luces también hubo posiciones que representaron una «Ilustración radical» y que aunque no fueron hegemónicas sentaron las bases del pensamiento humanista, democrático y universalista que será retomado, de distintas maneras en los siglos XIX y XX por los intelectuales socialistas, anarquistas y liberales.

Es necesario analizar también que en la formulación teórica de la superioridad de la cultura europea y en la concepción de su excepcionalidad, se le otorgó un papel primordial y exagerado a la antigua Grecia. El mundo académico se esforzará en describirla como una civilización completamente autónoma, que proporcionará por sí sola, todos los elementos esenciales para la formación posterior de la civilización europea moderna. La Grecia de la antigüedad clásica será presentada como la fuente exclusiva de la filosofía, la ciencia, la democracia, la razón y la libertad, se hablará de una ilustración griega precursora de la ilustración moderna, produciéndose un fenómeno que L.Canfora caracterizará de «usurpación»: uso o disfrute inmediato de una mitología antigua.

Cuando en la Europa del siglo XIX los nuevos imperios coloniales extiendan su dominación y el pillaje, «el milagro griego» será el espejo por excelencia para admirar el «milagro europeo». En este mundo colonial, que durará en el siglo XX hasta los años 60, será prácticamente impensable para el mundo universitario occidental aceptar las influencias egipcias, asirias o persas en la cultura clásica griega o reconocer los componentes no europeos en la conformación y constitución de la modernidad.

 

La extensión de la educación de manera generalizada en los diferentes estados nacionales, le dará a esta «usurpación» del mundo helénico el carácter de «verdad revelada» convirtiéndose en una suerte de dogma. Los prejuicios de una superioridad europea y occidental basados en argumentos formulados desde una antropología científica para justificar discriminaciones raciales o de sexo, desaparecerán progresivamente tras la gran catástrofe humana que significó la segunda guerra mundial. Pero seguirá afirmándose y enseñándose la excepcionalidad de la modernidad como una aventura intelectual exclusivamente europea o occidental, basándose en una lectura deformada e idealizada de la antigüedad clásica griega.

Está conciencia de una superioridad cultural y moral, está aún hoy en día fuertemente arraigada en la mayoría de la intelectualidad europea y noramericana, inclusive en aquélla que se considera democrática o de izquierda. Es ella la que inconscientemente alimenta la xenofobia, pero sobretodo, las peligrosas tesis del nuevo «imperialismo moral y humanitario».

 

La especificiad del helenocentrismo «volkisch» alemán

Para analizar a cabalidad las debilidades de las tesis poscoloniales y posoccidentales que subyacen en las ideas de Dussel sobre la modernidad, es necesario detenernos rápidamente a considerar la especificidad que presenta la versión helenocéntrica de la modernidad desarrollada por la filosofía y la cultura alemana, sobretodo por el rol hegemónico que ésta ha tenido en la historia de las ideas a lo largo del siglo XX.

Una primera particularidad que distingue el helenocentrismo germánico de los otros países europeos es que, la versión de la modernidad formulada por los filósofos del idealismo alemán, tiene desde sus inicios un componente «volkisch», basado en la noción de «volksgeist» (espíritu de los pueblos) que la enfrenta a las tesis de la ilustración y le hará perder su base universalista, humanista y emancipadora. Este elemento «volkisch» antimoderno será una constante en el pensamiento filosófico alemán de Hegel a Heidegger en su manera de cuestionar las ideas de las luces y desde el cual se elaborará un antisemitismo especulativo que en el contexto de la crisis social y económica de 1930 tendrá consecuencias catastróficas para los pueblos hebreos de Europa.

El helenocentrismo germano que idealizará Alemania como una Grecia de la edad moderna, será una ideología nacionalista en rebelión con las ideas democráticas e igualitarias de la revolución francesa. Una segunda particularidad es que la propuesta intelectual hecha por el idealismo alemán de la necesidad de superar las ideas ateas de la modernidad, la «insatisfacción de la ilustración» según Hegel, supondrá aceptar una complementariedad entre el cristianismo y el desarrollo de la modernidad, que le otorgará al espíritu de la reforma protestante un papel protagónico en el desarrollo de la subjetividad y racionalidad modernas, como se puede apreciar en las conocidas tesis de Weber y en el pensamiento de Habermas.

El proceso anticristiano de la modernidad será minimizado y más bien se postulará que las ideas humanistas de la ilustración tienen, en última instancia, un fundamento cristiano en tanto que esta religión es la única que concibe a un dios hecho hombre. Esta interpretación es bastante discutible a la luz del comportamiento político que efectivamente tuvo el protestantismo luterano en la historia moderna alemana. La denominada «teología liberal», denominada así por su gran libertad, comparada al dogmatismo católico, para interpretar y estudiar la tradición evangélica, siempre estuvo acompañada del principio de una aceptación y sumisión de las iglesias al poder político, lo que la condujo a abrazar no sólo el monarquismo prusiano sino también el régimen nacionalsocialista. La subjetividad religiosa de la reforma no jugó un papel emancipador o liberal como pretenden Weber y Habermas, sino más bien reaccionario.

Estos aspectos esenciales que se formulan desde el helenocentrismo germano se le escapan a Dussel en su comprensión de la modernidad. Merecen efectivamente un mayor desarrollo, pero si nos hemos detenido en ellas es porque las críticas al eurocentrismo de la modernidad formuladas por Dussel y sus colegas del pensar poscolonial/ posoccidental, remedan en cierto sentido las posturas «volkisch» alemanas. En vez de criticar la «usurpación» de la antigüedad griega y las imposturas del helenocentrismo germánico y defender los elementos universales humanistas de la modernidad, se lanzan en una cantinflesca carrera intelectual de chauvinismos para buscar un Kant tercermundista, un Aristóteles andino, o simplemente filosofar con la ilusión de ser una suerte de Hegel iberoamericano.

Estas posturas intelectuales del pensar poscolonial y posoccidental, aunque se argumentan desde posiciones radicales anticolonialistas y antimperialistas, son en el fondo profundamente conservadoras y pueden conducir a la aparición de nuevas formas de irracionalismo como las que se produjeron con el pensar «volkisch» alemán.

Las ideas críticas emancipadoras de la ilustración, que como hemos mostrado se desarrollan por primera vez en la Europa de los siglos XVI y XVII, son una primera forma de conciencia universal de la humanidad: no tienen patria, ni pertenecen a una cultura específica, son propiedad de todos los seres humanos que quieran continuar en el horizonte intelectual abierto por las libertades modernas. Ésta es la única ruta para un pensar efectivamente liberador que abarque al conjunto de la humanidad.

Efectivamente, ya no es posible otorgarle a la ciencia y a la técnica un carácter automáticamente emancipador, pero es solamente sobre la base de esos conocimientos científicos que podremos desarrollar alternativas a los desafíos que nos presenta la crisis ecológica y la urgente necesidad de concebir una nueva relación del hombre con la naturaleza. No podemos tampoco seguir pensando que hay sujetos sociales privilegiados que encarnan las aspiraciones libertarias de la humanidad y cumplen el rol de mesías modernos. Tenemos que repensar críticamente el camino recorrido por las ideas de la modernidad y analizar con frialdad nuestros desengaños, pero este proceso autocrítico sobre las ideas emancipadoras de la modernidad, no se puede realizar de ninguna manera, como insiste tercamente Habermas, dentro de los parámetros intelectuales heredados del idealismo alemán.

En este debate, me parece importante observar que el teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez, mantiene una posición sobre la modernidad muy diferente a la de Dussel. Comprende muy bien que no se puede formular una teología de la liberación sin hacer referencia a las libertades modernas. Para Gutiérrez la modernidad «es un fenómeno lento que cristaliza en el siglo XVIII en donde se conjugan la revolución industrial y el movimiento social que reivindica las llamadas libertades modernas, que se concretiza en modo especial en la Revolución Francesa» (Gutiérrez 1980:310). Razón y libertad son las dos ideas que permiten desprenderse de la tutela autoritaria de la Iglesia y de las monarquías de derecho divino. Gutiérrez reconoce la importancia de las libertades modernas y observa con acierto la resistencia de la Iglesia Católica al desarrollo de éstas hasta Vaticano II. La teología de la liberación no busca negar los valores de la modernidad, pero sí criticar sus limitaciones al no entender y aceptar el papel que puede jugar la religiosidad popular en iberoamérica en los procesos políticos democráticos y revolucionarios (Gutiérrez 1980: 311-335).

 

Racionalidad moderna y conquista de América

Es necesario finalmente preguntarnos sobre la validez de la maniquea retórica de Dussel de las relaciones entre conquista y racionalidad moderna. Como hemos visto anteriormente, las ideas centrales de la modernidad no existían en 1492. España no era de ninguna manera una «nación moderna», sino una monarquía religiosa que cumplió el rol de bastión intelectual de la contrailustración y donde se ejerció una represión inquisitorial contra el espíritu moderno hasta mediados del siglo XIX.

Lo central de la retórica victimista y maniquea que Dussel nos presenta sobre la conquista, no resiste a un análisis de las condiciones históricas complejas en las que se produjo la dominación española sobre el Nuevo Mundo. En primer lugar lo que se terminó llamando «conquista» fue en sus inicios una aventura de exploración geográfica y comercial, es decir, que en el comienzo, no hubo una voluntad política deliberada de parte de la corona española de «conquistar» otros pueblos, sino la de apoyar una expedición con la finalidad de abrir una nueva ruta comercial con las Indias Orientales.

No se trataba de una expedición militar, tan es así que ninguno de los denominados «conquistadores» era militar de formación y no fueron tampoco los ejércitos castellanos los que desembarcaron en el Nuevo Mundo. En segundo lugar, y sin querer minimizar el arrojo y la determinación de los denominados conquistadores, ni la violencia y atrocidades que cometieron, es necesario reconocer que los éxitos militares de los españoles fueron posibles únicamente gracias a la ayuda y la colaboración de los nativos americanos.

Una de las aporías de la denominada conquista del Nuevo Mundo y que lamentablemente se resisten tercamente a aceptar determinadas corrientes intelectuales en iberoamérica, es que fue «la conquista de unos indígenas americanos por otros lo que sentó las bases del imperio español» (Kamen 2003:138-139). Esto es claro para cualquiera que haya leído cómo se produjo la destrucción de México-Tenochtitlán. El historiador indio de Texcoco, Alva Ixtlilxochtil, relató cómo, justo antes del asedio final a la capital azteca, el soberano de Texcoco pasó revista a sus hombres y en total habían más de trescientos mil de sus vasallos, siendo las huestes españolas comandadas por Cortés apenas novecientos hombres (Kamen 2003:129).

La historiadora peruana María Rostorowski observa, en su magistral historia del Tawuantinsuyo: «Una innegable situación de descontento debió reinar entre los señores y entre las clases populares, insatisfacción que fomentó y dio lugar a un deseo de sacudirse de la influencia inca… Por estas razones, los grandes señores, junto con sus runas se plegaron a los españoles y ayudaron con sus ejércitos y con sus bienes a la conquista hispana. Por esos motivos no fue un puñado de advenedizos quienes doblegaron al Inca, sino los propios naturales descontentos con la situación imperante quienes creyeron encontrar una ocasión favorable para recobrar su libertad»(Rostworowski 1999: 317).

Es sólo después, con las miserias y los sufrimientos que se abatieron sobre el pueblo durante la colonia que surgió una añoranza por el pasado precolombino inca y azteca, nostalgia que ha sido utilizada de manera demagógica y de múltiples maneras en la historia iberoamericana. Los grupos criollos independentistas se identificarán en el siglo XIX con las élites precolombinas para legitimar una nueva forma de dominación sobre las poblaciones nativas; fenómeno que la historiadora Cecilia Méndez ha analizado en su excelente ensayo «Incas si, Indios no» (Méndez 1996). Está idealizada nostalgia del pasado precolombino, que soslaya el componente determinante de la colaboración indígena en la dominación española, es la base teórica de algunas de las variopintas corrientes intelectuales indigenistas que germinan en iberoamérica y que Dussel busca a su manera, alimentar filosóficamente.

No se trata de ninguna manera de negar los elementos de violencia y brutalidad de la dominación colonial ibérica en el Nuevo Mundo. Ni negar los casos concretos de genocidio que se produjeron, sobretodo en el siglo XIX, tanto en el norte como en el sur del continente americano, con algunos pueblos indígenas que fueron diezmados y a los que se despojó de sus tierras. Pero al presentar una visión simplificadora y maniquea de la dominación española, al negarse a reconocer y analizar la dimensión de la colaboración nativa en el proyecto colonial, Dussel es incapaz de comprender realmente la trama de las estructuras de poder y los componentes de servilismo y caciquismo indígena que ésta incluye.

Para evitar estos maniqueísmos en el estudio del fenómeno colonial e imperialista, Edward Said señaló con pertinencia la importancia de detenerse a estudiar la problemática de la colaboración. En su libro Cultura e imperialismo menciona el trabajo de Ronald Robinson Los fundamentos no europeos del imperialismo europeo donde éste sostiene que «toda nueva teoría debe reconocer absolutamente que el imperialismo ha sido el resultado tanto de la colaboración o no colaboración de sus víctimas… sin la colaboración voluntaria o forzada de sus elites dirigentes y sin la colaboración indígena en momentos concretos, los europeos no hubieran podido conquistar y gobernar sus imperios» (E. Said 2000: 367).

Es necesario, de una vez por todas, salir de visiones simplificadoras y reduccionistas al analizar el problema de la dominación colonial en iberoamérica, para no caer en nuevos mesianismos ingenuos que sólo nos conducirán a nuevos desengaños. Somos parte del mundo moderno y, dentro de él, luchamos contra las complejas formas de opresión y dominación que se manifiestan en su seno. Parafraseando a Wole Soyinka en su comentario crítico a la negritud, hay que decir que «adorar el indio es tan patológico como odiarlo».

 

Bibliografía

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Gutiérrez, Gustavo ,1980, La Fuerza Histórica de los pobres/ selección de trabajos. CEP, Lima.
Hazard, Paul, 1935, La crise de la conscience européenne (1680-1715) 2vol., Edts Boivin & Cie, Paris.
Hazard, Paul, 1963, La pensée européenne au XVIIIe siècle: de Montesquieu à Lessing, Fayard, Paris.
Kamen, Henry, 2003, Imperio: la forja de España como potencia mundial. Aguilar-Santillana, Madrid.
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Mignolo, Walter, 2001, «Geopolitics of knowledge and colonial difference», Multitudes n° 6, September.
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