Hay demasiados vicios en la vertebración de este sistema político, económico y social que acoge o enriquece voluptuosamente a unos y excluye a otros; hay demasiados vicios como para seguir sosteniendo que éste es el mejor o el menos malo de los sistemas posibles. Pero la principal ponzoña está en su corazón. Está, en su […]
Hay demasiados vicios en la vertebración de este sistema político, económico y social que acoge o enriquece voluptuosamente a unos y excluye a otros; hay demasiados vicios como para seguir sosteniendo que éste es el mejor o el menos malo de los sistemas posibles. Pero la principal ponzoña está en su corazón. Está, en su decidido propósito de mantener «las diferencias». Todo su entramado se levanta sobre la sacralización de las diferencias, naturales y luego sociales, entre los individuos que pueblan las naciones y el planeta. Pues, en lugar de esforzarse por superarlas y corregirlas cuanto sea posible como resulta lógico para los bien nacidos, la idea en sí misma y los mecanismos del sistema actúan precisamente en sentido contrario acentuando de distintos modos las diferencias entre los seres humanos.
Claro es que no en todos los países que comparten el sistema hay la misma perversidad en esa filosofía social y en su praxis, pero en todos, el factor de las diferencias sigue siendo decisivo. Desde luego en España la diferencia es el motor del enriquecimiento brutal de unos cuantos clanes y familias a costa de grandes porciones de población. La ideología neoliberal dominante hace de la privatización de lo público su norte hasta la virtual extenuación del Estado, y de la diferencia que la desarrolla y extiende el nervio de la vida pública y social.
Podría tolerarse ese principio si la inteligencia natural o cultivada fuera verdaderamente la generadora de riqueza y de progreso para todos. Porque aunque el reparto no fuese justo, al menos justificaría parcialmente la idea de que la diferencia podría funcionar como estímulo del esfuerzo y del esmero. Pero no es así. Al menos no es así en España. En España, la producción de muchos de los bienes y de servicios esenciales pasa por la bribonería, generadora a su vez de abismales diferencias en cuanto a la clase de vida y bienestar de unos segmentos de sociedad respecto a otros. Y por si fuera poco, además ahí está la monarquía, paradigma de las diferencias. Pues la figura del rey es el espejo en que se miran muchos de los que ya están en el poder y de otros que lo tocan con las manos o van tras él. El fasto y privilegios que acompañan a la monarquía marcan la distancia entre la vida del monarca y su séquito, y la del resto. Y la vida de los «elegidos» de los poderes político, bancario y empresarial no está lejos en desahogo y prebendas. Incluso pueden delinquir y apropiarse de dinero público masiva e impunemente. La justicia se hace cómplice al ser condescendiente.
¿Y qué justifica esa forma de Estado? Me refiero a la monarquía. Pues aunque quede lejana en el tiempo, la explicación sigue estando en su origen divino. Como el papado. Con eso está dicho todo; todo lo que pretende legitimarla. Ello explica también por qué un poco más abajo de la pirámide social un presidente de gobierno, un ministro y la cohorte siguiente de cargos, un diputado, un jefe de empresa o un rico, aunque sean unos necios redomados, están más legitimados que los demás para enriquecerse más, para creerse en posesión de la verdad, para pontificar y para adoctrinarnos. Sin embargo, cada día que pasa y a pesar de la resistencia, la justificación de la monarquía y del sistema se va desmoronando rápidamente como una roca se va erosionando por el viento o el más duro pedernal se agujerea por el agua y por el tiempo.
Cada vez está más claro el sinsentido primario de la monarquía. Y cada día se ve con más nitidez que ni la verdadera inteligencia ni la superioridad moral son desde luego en España motor de prosperidad, y menos, igualmente repartida. En España, más que en ningún sitio, quizá por su fama de ser vivero de pícaros, los y las inteligentes son apartados inmediatamente por los listos al frente de cualquiera de las formas de poder cuando se niegan a secundar sus intrigas, sus insidias, sus maniobras, sus trapacerías y sus rapiñas. Por ello los y las inteligentes sufren de exclusión social, han de diluirse en el anonimato o emigrar. En España, los que medran no son ni los inteligentes ni los esforzados ni los creativos. Los que descuellan son los hijos del nepotismo, los astutos, los que carecen de escrúpulos, los trapisondistas y los maquinadores. La sociedad española, regida por necios y oportunistas, se resiente demasiado de la ausencia de los verdaderamente inteligentes. En España, hasta los ricos que han amasado una colosal fortuna durante el breve plazo de una vida mediante -ese espécimen del que ellos y sus admiradores repiten una y otra vez, sin pruebas, que se ha hecho a sí mismo -, han de ser necesariamente fraudulentos y deshonestos. Y han de serlo, porque si pagasen a sus trabajadores según la justicia conmutativa y si declarasen su base imponible real según la justicia distributiva que encierran las leyes fiscales, éstas, aplicadas con el rigor frío que se espera de ellas, les impediría enriquecerse del modo extremo que se divulga. Y qué decir de la riqueza súbita a través de la especulación y de la economía de casino…
Por otra parte, el Estado español persigue con encono el fraude de bagatela cometido eventualmente por desempleados que como tales perciben una prestación miserable y a salto de mata hacen otras cosas, pero ignora por descuido o deliberadamente a los grandes defraudadores que no sólo sitúan el fruto de su quehacer o su rapiña donde no tributan, sino que además alardean del esfuerzo y la iniciativa de los que, según ellos, los demás carecen.
Se dirá que acabo de razonar más o menos en claves de socialismo real, es decir, que hago crítica desde la óptica comunista, pero que el comunismo es odioso e indeseable porque se introdujo en Rusia, China y otros países tras asesinar a millones de personas. Y puede que sea así, que Karl Marx sea mi referente. Pero, con independencia de todos los argumentos sobre la cuestión de fondo y ciñéndonos ahora a la objeción «víctimas», debemos ser rigurosos en toda comparación. Si sacamos a relucir las víctimas previas del comunismo y las ponemos en un platillo de la balanza, hay que poner en el otro el número de todas las víctimas que se ha ido cobrando a lo largo de la historia el mercantilismo y sus variantes hasta la explosión del capitalismo financiero que nos atenaza. Si no, hay trampa. Habría que contar las que han ido desfilando hasta hoy. Empezando por las arrojadas a la hoguera o pasadas a cuchillo por religión, venganza o codicia del poder civil o el religioso asociado. Luego añadir las habidas en guerras orquestadas por reyes para los que la guerra era su deporte. Luego, las habidas en la larga conquista del nuevo mundo y las puestas más tarde ante el paredón por los usurpadores del poder y del dinero, y ayer y hoy, las causadas en virtuales genocidios cometidos por invasores y ladrones de países de otros continentes a los que se les robó y se les roba la energía y todas las materias primas o se les diezmó y se les diezma por meros motivos estratégicos…
No se empeñen. Lo que pretende justificar las diferencias entre los seres humanos (y no sólo entre etnias y sexos), al igual que la monarquía, tampoco ya se tiene en pie. Todo razonamiento que sostenga que el mercado falsamente libre (salvo en lo accesorio), la iniciativa individual y la libre concurrencia son los pilares de la humanidad más avanzada, ya se muestra como aberrante. Porque ni siquiera el sistema es el más avanzado en lo que verdaderamente interesa a las conciencias elevadas tras tener asegurada la manutención: la cohesión de la sociedad y la fortaleza psicológica y moral de la individualidad. Aberrante, porque si el sistema capitalista ha sido nefasto para miles de millones, el financiero actual redobla toda la miseria, toda la podredumbre y toda la corrupción que contiene un germen dirigido a potenciar más y más las diferencias entre los humanos, a la destrucción del planeta y a la extinción cercana de la humanidad. Este sistema debe ser abolido y las diferencias superadas. Urge otro nuevo, y si no hay imaginación capaz de inventarse, regresemos a los fundamentos del pensamiento de Marx minuciosamente revisado. Pero en todo caso ¡delenda est emporium!
Jaime Richart, Antropólogo y jurista
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