Rosa Luxemburgo fue asesinada en enero de 1919. Muy poco antes, en noviembre de 1918, Rosa resumía su opinión sobre la flamante Revolución Rusa, en un folleto que escribió en prisión, quedó al parecer inconcluso y se publicó en 1922. En ese texto intitulado “La Revolución Rusa”, Rosa anticipa lo que ocurriría 70 años después con la URSS, y orienta a cualquier país que pretenda encaminarse hacia el socialismo (que deseamos ecomunitarista).
Dice, entre otras cosas, que si no se mantiene la activa y permanente participación de las multitudes populares en la libre discusión política, amparada en la irrestricta libertad de prensa, asociación y reunión (para ellas), la Revolución terminaría siendo la dictadura de un grupo de personas, automática y rutinariamente aplaudidas por las instancias supuestamente representativas de la soberanía popular. Y así, agrego yo, se asistiría con el tiempo al fin del intento socialista y a la vuelta del capitalismo puro y duro. E insiste que se equivocan el Partido Bolchevique, y especialmente Lenin y Trotski, al echar al basural de la Historia las expresiones de vida democráticas realizadas por la burguesía, en vez de entender que la Dictadura del Proletariado tiene que ser la consumación y ampliación de la Democracia preexistente. En ese contexto les critica la decisión de disolver la Asamblea Constituyente tras su primera sesión. Recuerda que los dirigentes bolcheviques argumentaron que esa Asamblea representaba la correlación de fuerzas existente antes de la Revolución, con predominio de los burgueses. Pero a eso replica Rosa que lo que cabía hacer era la convocación a la elección de una nueva Asamblea Constituyente. Y aquí agrego yo que esa instancia hubiera sido un espacio mayor de aquella invocada activa participación popular, en la elaboración de una nueva Carta Magna que trazase las grandes líneas de la nueva sociedad que se pretendía construir. Hemos abordado esas cuestiones, en especial en nuestro libro “Contribución a la Teoría de la Democracia. Una perspectiva ecomunitarista”.
Dicho eso nos permitimos señalar que creemos que Rosa se equivoca en ese folleto en relación a las cuestiones agraria y de las nacionalidades.
En esta última se opone al desmembramiento del Imperio ruso, pues no percibe la importancia esencial de la lucha anti-imperialista y la necesidad de garantizar la autodeterminación de los pueblos, incluyendo su libertad de separarse de algún macro-país del que hicieran parte, pues ambas son parte de la democracia socialista y del socialismo en sí. Si como nota Rosa, tanto en Finlandia como en Ucrania y Polonia, esa separación fue hegemonizada por la burguesía, que usó la libertad recién adquirida para combatir a la Revolución Rusa, ello debe atribuirse a la fragilidad del movimiento revolucionario en esos países (quizá no suficientemente apoyado por los bolcheviques) y no al principio socialista de autodeterminación. En el socialismo ecomunitarista, la unificación de los pueblos en uso de su libertad de autodeterminación, debe ser el resultado de una libre decisión de constituir una sociedad de pueblos (que al fin abarque al planeta entero).
En la cuestión agraria Rosa se opone a la entrega de los campos a los campesinos individuales y defiende que el socialismo incluye como rasgo esencial la propiedad común de la tierra (que ella identifica a la nacionalización que equivale a la estatización del campo). Ahora bien, se olvida Rosa de que si tras una intensa campaña pre-revolucionaria en la que el Partido Bolchevique había prometido una y otra vez entregarle la tierra a los campesinos (expropiando a los terratenientes), una vez llegado al Poder no lo hubiese hecho, sería desalojado por una resistencia que aunaría la reacción burguesa-imperial (que efectivamente ocurrió) a una fortísima y decisiva rebelión campesina (que casi no ocurrió en esos primeros años revolucionarios, lo que ayudó a la consolidación del Poder rojo). Así falta en Rosa una acertada comprensión política y aún psicológica del momento inmediatamente pos-revolucionario, que, por los motivos citados, obligaba a los bolcheviques a entregar la tierra a los campesinos individuales, en vez de proclamar su estatización; si lo hubieran hecho los campesinos hubieran interpretado esa medida como un simple cambio de dependencia; si antes eran dependientes de sus respectivos terratenientes, podrían verse ahora como víctimas dependientes de una impersonal estructura estatal (de la que ellos no podrían sentirse parte, precisamente por no plasmarse su efectiva, cotidiana y decisoria participación política, como lo advertía Rosa al criticar la falta de democracia en la nueva Rusia). En vista de eso, sólo después y exclusivamente a través de la persuasión resultante de un ingente trabajo educativo, cabría esperar que los campesinos individuales renunciasen voluntariamente a sus pequeñas propiedades en beneficio de la propiedad común (administrada por el Estado, directa o indirectamente, pero con permanente participación y control popular, en esa fase de construcción del socialismo ecomunitarista). En A. Latina y en perspectiva ecomunitarista (necesariamente pluricultural y ecológica) a ese mosaico de la propiedad agraria y del uso de la tierra hay que agregar que la propiedad comunal indígena o negra debe ser respetada-restituída, y voluntariamente incluida en el plan productivo nacional, y que la producción agraria debe ser necesariamente orgánica y utilizar energías limpias y renovables.