La Revolución de 1959 fue nacionalista, más que socialista. Lo último se vio obligada a serlo a instancias del contexto internacional en que triunfó, ya que de haberse dado veinte años antes se habría aproximado de manera natural a los países del Eje Berlín-Roma, no a Moscú.
El socialismo de los nacional revolucionarios de 1959 estuvo dado por su necesidad de conseguir apoyo externo, e interno, ante la magnitud de lo que se proponían hacer: desafiar la hegemonía de los Estados Unidos en Cuba, y en toda la región llamada por Martí de Nuestra América. En lo externo, declararse socialistas los pondría bajo la protección de la Unión Soviética, y les permitiría obtener su apoyo económico; en lo interno, una política de redistribución de la riqueza de corte socialista les permitiría arrastrar tras de sí, y de su programa nacionalista, a los grandes sectores sociales que se habían sentido excluidos durante la República.
En todo caso el socialismo, como control de la economía por el estado, ya formaba parte del programa nacionalista revolucionario cubano desde la anterior Revolución, la de 1933. Solo desde ese control los nacionalistas concebían posible resolver el principal problema de Cuba: nuestra fuerte dependencia económica a los Estados Unidos, que a su vez era la causa de nuestra dependencia política a Washington. Únicamente un estado fuerte, en control total de la economía, creían, podría imponerle las reglas del juego a los capitales americanos en la Isla, y a su vez permitirle a los cubanos negociar con mayor poder real a sus espaldas los acuerdos comerciales, financieros, aduaneros… entre los dos países.
El socialismo era para los nacionalistas revolucionarios, a posteriori del fallido Gobierno de los Cien Días, el medio para eliminar la dependencia económica y consecuentemente la política, no un fin en sí mismo. Esa visión, en menor o mayor medida, fue la de todos los gobiernos republicanos a partir de 1934, y condujo al elevado grado de control de nuestra economía por el estado durante los años cuarenta y cincuenta.
La diferencia entre el socialismo de los comunistas, y el de los nacional revolucionarios, se descubre en una tesis de Blas Roca, primer secretario del Partido Comunista desde los treinta hasta entrados los sesenta, repetida por él en múltiples ocasiones entre 1938 y 1944: En Cuba solo habrá socialismo cuando antes lo haya en los Estados Unidos.
Para Blas y los comunistas cubanos el socialismo era un destino, un fin en sí, que solo podría alcanzarse integrados en un sistema económico más amplio, no mediante el nacionalismo, interpretado como una traba; para los nacional-revolucionarios, en cambio, era solo un medio para alcanzar su fin: la eliminación de la dependencia económica y política a los Estados Unidos, para crear en Cuba una sociedad tan independiente y soberana como había sido la aspiración del nacionalismo cubano desde mediados del siglo XIX; cuando nuestros ancestros tomaron sus estándares de independencia y soberanía nacional nada menos que del aislacionismo americano de la época.
Analizado de manera racional, tras abstraernos de los sentimientos por la comunidad humana en que se ha nacido -el patriotismo-, nos es evidente que la asunción por los nacionalistas cubanos de los estándares del aislacionismo americano, para definir cuál era para ellos la medida aceptable de independencia y soberanía a tener la nación cubana, implicaba un enfrentamiento perpetuo del nacionalismo cubano con los Estados Unidos. Al menos mientras ese país continuara existiendo casi a la vista de nuestras costas, organizado según los mismos principios económicos, políticos, sociales o filosóficos adoptados por sus élites desde 1787. Porque dado el devenir histórico de ambos países, dada su cercanía, sus recursos naturales o demográficos, su situación geográfica, Cuba solo habría podido escapar al destino de convertirse en una pequeña economía subsidiaria de los Estados Unidos si estos nunca hubieran llegado a ser, si hubiesen desaparecido antes de nuestra separación de España, o si los cubanos hubieran logrado arrancar a la Isla de su lecho marino para arrastrarla a las antípodas de ese país. Lo cual, tan temprano como en 1901, Enrique José Varona ya había adivinado era en esencia “el proyecto” del entonces naciente nacionalismo revolucionario cubano.
Los nacionalistas cubanos se impusieron desde un inicio unas aspiraciones que nada tenían que ver con la realidad del archipiélago, de la sociedad, o de la época, que les había tocado en suerte. Sobre todo era irreal la aspiración a lograr un grado de industrialización y una diversificación de la economía cubana que, dado el devenir de la evolución paralela de ambos países vecinos, dados los recursos materiales del archipiélago cubano, dada la extensión de su población, etcétera, solo podía haberse realizado por la expresa voluntad de los americanos a impulsar esa industrialización y diversificación, en base a sacrificar sus propios recursos y posibilidades nacionales. A la vista de una nación que a finales del siglo XIX levantaba la mayor industria siderúrgica del mundo, Cuba únicamente habría desarrollado su industria básica si la Cámara de Representantes de la nación vecina hubiera apoyado ese desarrollo, a costa de los intereses de sus representados. Pero vayamos un poco más a la Historia concreta: Cuba solo hubiera podido desarrollar una industria refinadora del azúcar en la segunda mitad del siglo XIX, o los inicios del XX, si hubiera sucedido lo mismo de parte de la Cámara de Representantes, echando a un lado los intereses de los productores nacionales de azúcar de remolacha.
Ofuscados por su patriotismo, incapacitados para la abstracción en muchos casos, los nacionalistas revolucionarios cubanos no vieron -ni ven-, la irrealidad de sus aspiraciones. Así, al no alcanzar a concretar sus irreales ambiciones, que como hemos visto dependían de la voluntad ajena, e incluso de los recursos ajenos, los nacionalistas cubanos no aceptaron la necesidad consecuente de replantearse a la baja sus aspiraciones soberanistas, sino que insistieron cada vez con más ahínco en ellas, a la manera del niño consentido, que cree merecerlo todo. Lo cual, unido a ciertas acciones, y sobre todo gestos de los Estados Unidos hacia Cuba a partir de 1898, dieron lugar a un resentimiento anti-americano en aumento, que en definitiva conduciría al triunfo del nacional revolucionarismo en medio de la coyuntura de la caída de la tiranía de Fulgencio Batista en 1959.
Ya en el poder, los nacional revolucionarios no impulsaron de inmediato el programa socialista. A diferencia de la Revolución de 1933, que lo hizo al quinto mes, la de 1959 no nacionalizó grandes propiedades extranjeras hasta casi el año y medio de estar en el poder. Pero el programa nacionalista histórico, resultado precisamente de esa Revolución de 1933, incluía, además del control absoluto por el estado de la economía, la diversificación de nuestros mercados de exportación e importación, como un recurso paralelo para disminuir la Dependencia. Medida más moderada que el Gobierno Revolucionario que llegó al poder en 1959 sí adoptó casi de inmediato, a partir de la elección de Fidel Castro como primer ministro por el Consejo de Ministros.
Mas dados los enormes intereses americanos en Cuba, que no solo eran económicos, incluso esa política de romper poco a poco lazos en un intento de diversificación económica no podía más que crear suspicacias y animadversión de parte del gobierno y de buena parte del público de los Estados Unidos. Más que nada porque era evidente para todos en Estados Unidos que el único lugar fuera de su país en que a la Cuba de 1959 le cabía encontrar un mercado en realidad importante para su principal producto, el azúcar, era la Unión Soviética. Había, por demás, precedentes del otro día. En 1955 Batista había vendido a la Unión Soviética medio millón de toneladas, de las que tenía retenidas en almacenes desde la Zafra de 1952, y la incomodidad de los Estados Unidos ante esa transacción había sido tan diáfana, que las ventas no se repitieron mientras el general golpista permaneció aferrado a la jefatura del estado.
Tras un 1959 relativamente tranquilo, a inicios de 1960 el Gobierno Revolucionario se decidió a darle la razón a las suspicacias americanas, y llevar su programa de diversificación de mercados hasta sus últimas consecuencias al proponerle intercambios comerciales a la Unión Soviética. Moscú aceptó, y para colmo de males la condición pactada de usar el trueque, de azúcar cubano por petróleo soviético, tuvo el inconveniente añadido de perjudicar los intereses específicos de las petroleras americanas establecidas en Cuba, muy influyentes en Washington. Estas habían organizado un muy rentable negocio con la refinación en Cuba de su propio petróleo, y al ser obligadas por el gobierno cubano a refinar petróleo soviético perderían una parte sustancial de sus ganancias. Por lo que se negaron de plano a hacerlo. La administración Eisenhower, que en marzo no había emitido más que una discreta nota de protesta diplomática ante el anuncio de los futuros intercambios comerciales, pero que veía con preocupación ese acercamiento entre la isla situada convenientemente en su flanco sur, y sus archienemigos de la Guerra Fría, se puso de inmediato de parte de las petroleras. Ya con ese apoyo, y dada la obstinación del Gobierno Nacional Revolucionario en cuestiones de soberanía, sobre todo ante Washington, la negativa de las petroleras a refinar crudo soviético desató un proceso en escalada de respuestas, y contra respuestas, que terminó en la ruptura del verano de 1960.
Al llegarse a este punto ante el nacional revolucionarismo en el poder se abrían las siguientes posibilidades:
1 Una política de sustitución de importaciones como la que por entonces estaba en auge en América Latina, con el fin de alcanzar la autarquía económica.
2 Intentar hacer colapsar el sistema mundo de la época, para a partir del caos posterior construir un nuevo sistema de relaciones más igualitario… o al menos más igualitario en el sentido en que se interpretaba la igualdad desde La Habana -la igualdad siempre depende desde qué posición social, o geopolítica, se la mire.
3 Entrar en el sistema económico del Campo Socialista, con la misma estructura de producciones históricas cubanas, lo cual a fin de cuentas implicaba sustituir la dependencia a Washington por la dependencia a Moscú.
Las políticas cepalistas no funcionaron en Cuba, con mucha más razón que en el resto de Latinoamérica. Con un mercado más pequeño, y una mayor inserción en las cadenas de producción y valor global, con menos recursos explotables, no podía esperarse más de Cuba por el camino del cepalismo, cuando tales políticas dieron escasos resultados incluso en naciones como Brasil, México o la Argentina.
Subvertir el sistema de relaciones políticas internacionales se intentó desde el mismo 1959, con la exportación de guerrillas al que por entonces comenzaba a llamársele Tercer Mundo. No obstante, en un inicio esa exportación de guerrillas puede interpretarse como una continuidad y ampliación de la política exterior del periodo auténtico, que había hecho lo mismo en el área más restringida del Caribe. Es con la idea guevariana de multiplicar por todo el Tercer Mundo los desafíos del tipo Indochina -Viet Nam- a los Estados Unidos, al crear dos más, uno en África y otro en Sudamérica, que el intento toma ya el carácter de estrategia, propia solo del castrismo o nacional revolucionarismo cubano. No obstante, con el asesinato del Comandante Ernesto Guevara en Bolivia, en octubre de 1967, y con el consiguiente fracaso de la estrategia “tricontinental”, en no escasa medida por la acción de la Unión Soviética, esta posibilidad también terminó por cerrarse.
Durante los años siguientes a la muerte de Guevara, hasta mediados de 1970, Fidel Castro mantiene la esperanza en que con una gran Zafra conseguirá los recursos necesarios para un despegue autónomo de la economía cubana, sin necesidad de caer en la dependencia a Moscú. El fracaso de la Zafra de los Diez Millones, no tanto por el incumplimiento como por el despilfarro de recursos que implicó, solo le dejaran al nacional revolucionarismo cubano una solución: aceptar la naturaleza dependiente de la economía cubana, su necesidad de complementar a otra economía o sistema económico. Mientras, claro, esa economía a complementar no sea la de los Estados Unidos. Ese es el límite, porque para el régimen nacional-revolucionario sigue vigente la idea de que la dependencia económica a Estados Unidos implica necesariamente dependencia política a Washington, lo cual es absolutamente intolerable para el nacionalismo revolucionario.
Cuba pasa así a integrarse al sistema de división del trabajo creado alrededor de Moscú, como una economía menor, complementaria de la soviética. No obstante, el momento en que esto ocurre, exactamente el 23 de diciembre de 1972, cuando entre Moscú y la Habana se firman los acuerdos que según Fidel Castro no tienen precedentes en la historia de la humanidad por su generosidad, no puede considerarse como aquel en que termina la Revolución. Más exactamente es aquel en que tras alcanzar el pico revolucionario el proceso nacionalista comienza a perder potencia movilizadora de la nación… aunque muy lentamente.
Sin lugar a duda el socialismo ha venido sustituyendo al nacionalismo como el núcleo de la ideología del régimen desde la ruptura con los Estados Unidos, en 1960. El socialismo, que como hemos visto era únicamente una herramienta del nacionalismo: el recurso que le permitía a la élite nacional revolucionaria controlar la relación externa, y ganar apoyo interno, sube de estatus cuando el régimen se ve obligado a acercarse al campo socialista. Sin embargo, la élite dirigente con Fidel Castro y Ernesto Guevara al frente -no así Raúl Castro-, se resiste a subordinarse a Moscú. Como hemos explicado más arriba, durante todos los sesenta el régimen trata de provocar una cadena de revoluciones en el llamado Tercer Mundo, que les dé la oportunidad de imponer su juego no solo al llamado mundo libre, sino incluso al socialista -en un colapso mundial como el soñado por la élite nacional revolucionaria cubana es poco probable Moscú hubiera conseguido no ya imponerse como el centro del nuevo sistema mundo, sino incluso salir indemne.
El fracaso de la estrategia guevariana de “los muchos Vietnams”, primero, y después de la Zafra de Los Diez Millones, no le dejan al régimen otra opción que subordinarse a los intereses y sobre todo a la ideología de un mundo ajeno, centrado en una capital lejana, física y culturalmente, Moscú. Pero solo en apariencias, porque en lo profundo el motivo dominante, casi único del nacionalismo cubano, sigue muy activo: el complejo contraste de amor-odio con los Estados Unidos. Incluso en los años de más aparente fidelidad al marxismo-leninismo, entre 1976 y 1986, lo que en realidad anima al régimen, lo que le garantiza su fuerza movilizadora incuestionable entre las masas, es el motivo central y único del nacional-revolucionarismo cubano. De hecho la política exterior cubana entre 1972 y 1989, aunque en muchos aspectos y problemas se subordina a la soviética, pone como límite sagrado el no abandono de su enfrentamiento al imperialismo yanqui, “por los caminos del mundo”.
En gran medida el nacional-revolucionarismo cubano lo que hace es descargarse de, primero, la administración del país al dejarla en manos de una burocracia copiada de la soviética, y segundo, de una multitud de problemas de política exterior al dejarlos en las de la cancillería moscovita, para así concentrarse en su guerra de baja intensidad contra el poder global de los Estados Unidos, ahora que ante él se abre la posibilidad de aprovechar los inmensos recursos de la Unión Soviética. La intervención en Angola, sin haberse buscado antes el visto bueno de Moscú -probablemente los soviéticos no la apoyaron en un inicio no tanto porque rompía con su política exterior de distensión, sino porque nunca creyeron que el régimen cubano fuese capaz de hacer lo que hizo en Angola-, o el nuevo intento de Fidel Castro de hacer colapsar al sistema mundo, al tratar de convencer a los tres grandes deudores del mundo de negarse a pagar, ya en la década final del campo socialista, y con Gorbachev al mando de los destinos soviéticos, dejan clara una realidad: tras la gruesa armazón de acero prestada por la Unión Soviética, el nacional revolucionarismo cubano sigue muy vivo, y es quien de hecho le da su vitalidad al régimen revolucionario.
Sin embargo, el sistema de división internacional del trabajo alrededor de Moscú no sería eterno. A partir de 1989 comienza su “desmerengamiento”, al decir del propio Fidel Castro, que con la imagen explicita lo que dicho sistema significó para la Cuba del periodo 1973-1989: una fuente cuasi ilimitada de “merengue”, para mantener las muchas intervenciones africanas o latinoamericanas de la época, o el intento exitoso de hacer rivalizar a los sistemas de salud y educación cubanos con los mejores a nivel global.
En esta nueva situación, con la certeza de que por el camino de la sustitución de importaciones no había futuro, y ya sin las energías revolucionarias para reintentar hacer colapsar al sistema mundo, el gobierno cubano, que durante los “maravillosos años soviéticos” no había vuelto a protestar por el “Bloqueo”, comienza a enviar resolución tras resolución a la Asamblea General de las Naciones Unidas, con el fin inmediato de lograr una condena de las sanciones de los Estados Unidos.
Las condenas casi universales se consiguen, pero en los noventa, tras el colapso interno del mundo soviético, los Estados Unidos son el hegemón indiscutible del planeta, y el Exilio cubano ha conseguido imponerse como el más importante actor en la política americana hacia Cuba. En consecuencia, más que relajar o eliminar el Embargo, la respuesta de Washington a las anuales resoluciones de las Naciones Unidas es la articulación jurídica del mismo por el Congreso, y la explicitación de las condiciones que deberán cumplirse en Cuba para su desaparición. Si los cubanoamericanos no están dispuestos a ceder en un momento tan crítico para La Habana, en que parece el régimen va a caer de un momento a otro, a parte del Establishment político le resulta imposible creer en las nuevas intenciones de Fidel Castro de convivir con ellos; alguien que saben es, y será, mientras viva, su archienemigo desde la Hispanidad.
Lo evidente, y no solo para el Establishment político de los Estados Unidos, es que si bien ante la gravísima crisis de inicios de los noventa Fidel Castro ha tenido que admitir ese intento de acercamiento a los Estados Unidos, en paralelo no ha dejado, ni dejará, hasta su salida del poder en 2006, de intentar encontrarle sustitutos al mundo soviético, como en una Iberoamérica unida o en la República Popular China. Salta a la vista, por tanto, que su intención verdadera con sus anuales campañas ante la Asamblea General de Naciones Unidas no ha sido el lograr que Washington le levantara el Embargo. Sólo victimizarse, para llamar la atención de la solidaridad del resto del mundo.
Para Fidel Castro el aparente intento de abrirse a los Estados Unidos es solo un recurso para ganar tiempo, hasta que el mundo, adivina él -con innegable acierto-, retorne a la multipolaridad, y vuelva a abrirse la oportunidad de integrarse a un nuevo sistema de división del trabajo, autónomo del centrado en Washington; un nuevo sistema interesado por razones ideológicas en usar a Cuba como una vitrina de sus logros ante Occidente. De que esa es la verdadera intención, y la real estrategia de Fidel Castro, da cuenta que no solo intenta encontrarle sucedáneos a la Unión Soviética, sino incluso sale a crearlos, como en el caso de la Venezuela de Hugo Chávez: una creación evidente de los órganos de inteligencia cubanos, a cuya disposición ha puesto todos los recursos y contactos que aún conserva el país; bajo su estricto control, no obstante.
La Revolución nacionalista continúa en los noventa -aunque con sus energías muy mermadas. El gobierno, encabezado todavía por Fidel Castro, si bien parece reconocer la necesidad para Cuba de volver a la dependencia económica del vecino “yanqui”, en verdad solo está tendiendo una cortina de humo para ganar tiempo. No obstante, al hacerlo asume de paso algunas decisiones que entran en contradicción con la esencia del proceso nacional revolucionario, como la de abrirse a las emigraciones. Con ello desvirtúa la concepción de la nación como un ejercito cruzado enfrentado al imperialismo americano por los caminos del mundo, hiere de muerte al nacional revolucionarismo.
No obstante, a Fidel Castro lo sustituye en 2006 su hermano Raúl Castro, en un oscuro proceso de sucesión que más se asemeja a un golpe de estado, y con él, el intento de acercamiento a los Estados Unidos deja de ser parte de un rejuego para convertirse en el núcleo de la política del nuevo régimen. Nuevo, porque en este momento termina el nacional revolucionarismo, y toma el poder aquel aparato burocrático modelado del soviético al cual a partir de 1972 se le había permitido hacerse con la administración del país, aunque bajo el control del líder carismático -Max Weber sostiene que en una economía moderna el empresario es el único contrapeso al poder anquilosante de la burocracia, y aquí me atrevo a afirmar que en un sistema socio-económico como el cubano el único contrapeso a ese poder es la existencia del líder carismático.
Si en los inicios de los setenta el régimen nacional revolucionario había admitido la imposibilidad de la economía cubana de vivir por su cuenta, y por tanto la necesidad de economías principales complementarias, aunque sin aceptar que ese lugar lo ocuparan los Estados Unidos, ahora Raúl Castro da el paso definitivo que su hermano Fidel nunca hubiese dado -Fidel Castro, apartado del poder y ya con sus fuerzas intelectuales muy mermadas, dejó clara su oposición al acercamiento obamista desde su mismo comienzo. A partir de 2006 la dictadura de la burocracia “soviética” admite que solo le queda reinsertarse en el sistema de relaciones económicas centrado en los Estados Unidos, como una economía subsidiaria suya. Para evitar la tan temida dependencia política está ella, la burocracia, que así justifica su existencia por los siglos de los siglos, al auto designarse como la salvaguarda última de los “sagrados y más genuinos” intereses de la Nación.
El Raulato y su heredero, el Canelato, encabezado por ese buró con zapatos que es el señor Miguel Díaz-Canel, dan en la idea de que pueden gestionar la dependencia económica a los Estados Unidos, al a pesar de la relación en lo económico, que solo puede ser de dependencia, imponerles desde lo político una radical limitación a su interferencia en nuestros asuntos. O sea, regresan al nacionalismo previo a 1960, en su creencia de que una élite política comprometida con los intereses de la Nación puede, mediante un control estricto de la economía, evitar las consecuencias políticas de la dependencia económica a los Estados Unidos.
La dificultad está en que ni los cubanoamericanos, con su elevado control de la política de los Estados Unidos hacia Cuba, ni parte del Establishment económico y político americano, aceptan esa mediación de la burocracia post-revolucionaria, heredera declarada del régimen político que obligó a emigrar a unos, y empeñada en imponerle a la inversión en Cuba unas condiciones tan poco atractivas como si se tratara de un país infinitamente más interesante para ella. Como por demás esa burocracia y sus representantes carecen del atractivo, o el carisma necesario para atraer a nuevos mecenas sustitutos de la Unión Soviética, o la habilidad y los recursos para crear nuevas Venezuelas, en un mundo que, sin embargo, ha retornado de a lleno a la multipolaridad predicha por Fidel Castro, el país ha quedado sin alternativas, estancado o más bien en un proceso de abrupta involución económica, demográfica o cultural.
¿Cómo superar esta situación? Solo mediante la eliminación del régimen burocrático, para nada eficiente, excepto por desgracia en cuanto a su propia conservación.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.