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Brotes de memoria roja

Fuentes: Rebelión

«El olvido está en los recuerdos. Advierto que mi aprendizaje de vejez no es otra cosa que la forma que adoptan ahora en mí el pasado y sus sombras.»   Antonio Gamoneda, Un armario lleno de sombra (2009) Recordar es vivir de nuevo, vivir -la mayoría de las veces- con dolor o resentimiento. Saco fuerzas […]

«El olvido está en los recuerdos. Advierto que mi aprendizaje de vejez no es otra cosa que la forma que adoptan ahora en mí el pasado y sus sombras.»

 

Antonio Gamoneda, Un armario lleno de sombra (2009)

Recordar es vivir de nuevo, vivir -la mayoría de las veces- con dolor o resentimiento. Saco fuerzas de la inevitable flaqueza que me acompaña -demasiados años caminando, demasiados familiares y amigos muertos a la espalda- y revuelvo cajones a la búsqueda de fotografías y papeles: un instante (dulce) para la melancolía. Las descoloridas imágenes, con sus arrugas, el papel también se marchita, conforman un pasado que ya no nos pertenece, aunque las vivencias fueran nuestras; un tiempo pretérito que ha quedado asumido, fagocitado, por la historia oficial y sus amanuenses con terno gris. Los historiadores profesionales (y los otros, incluso algunos atrevidos jóvenes novelistas) se empeñan en contarnos cómo fue aquello que pasó cuando éramos capitanes (Teresa Pamies dixit) o cuando éramos protagonistas indirectos (los primeros actores guardan todavía sus secretos de alcoba o los vendieron a cambio de prebendas). Leo libros que transmiten, de cara a las futuras generaciones, impresiones equivocadas o malintencionadas: la historia oficial. Aparecen, casi a la vez, dos libros del fotógrafo Agustí Centelles. Un diario, apuntes del natural, notas sobre vida cotidiana y emocionados alegatos, y un álbum de fotografías tomadas en el campo de concentración francés de Bram. Centelles quiso dejar constancia de las vicisitudes con palabras e imágenes: la combinación mágica de la era moderna. Las democracias europeas, traicionando sus valores y principios rectores (si los tenían, si los tienen), dieron la espalda a la joven República española (cerraron las fronteras, impidieron la llegada de ayuda civil y militar) sin que la Historia se haya detenido mucho en este instante. Han pasado décadas y la vida está, si acaso está viva, en otra parte. Abro y cierro cajones. Encuentro papeles. Tomo un párrafo largo.

«La memoria configura, junto a la sangre y los recuerdos, nuestra leyenda e identidad, la conciencia colectiva, los mitos y símbolos, lo que somos y jamás seremos; pegada a la sombra proyectada y a las huellas del pasado, camina a fogonazos, incertidumbres, destellos, igual que circulan las estrellas fugaces por la bóveda celeste; la memoria va y viene, recuerda cuando le conviene y se olvida de las obligaciones contraídas con el tiempo, de su existencia; se erige en dueña de las fronteras, las imaginarias y las reales, vigiladas por soldados, se pierde en las novedades, en los presentes azarosos y discontinuos, en los flujos y reflujos del rencor, en la constitución material del ser y de las cosas y sus relaciones; baúl de la miseria singular y colectiva y de los acontecimientos de otras vidas, maldita memoria, recuerda el daño y poco olvida y atesora en su jardín, polvoriento jardín, malas hierbas, insectos, margaritas y tréboles de cuatro hojas, cuando había, cosas de niños; atesora también el espasmo del dolor y la pesadumbre del dolor, la espera; la memoria va y viene y en su devenir cruzado, cambiante y torrencial, agitado por el fuego del tiempo que se recrea, perseguido por la fiebre, dispone las secuencias vividas, sentidas, en alacenas, en los estrechos nichos, cemento y arena, de los cementerios civiles, osarios de evocaciones y flores marchitas, más baratos -el Santo Entierro, se pagaban cuotas trimestrales para asegurarse el entierro- que los ilustres panteones -memoria impresa en el mármol, letras de molde-, memoria viajera, perdida en un anden, memoria aprisionada, recuperada en las miradas blancas, cataratas de espanto, de un viejo, en los sabañones y heridas abiertas de una vieja, en las tímidas lágrimas de una niña, en los pliegues y miedos de un hombre sin porvenir, enfermo, alcohólico, sifilítico, tuberculoso, castigado por su condición de hombre, en las miradas ausentes de los amigos perdidos, muertos: el recuerdo; ahora apenas quedan fotografías en papel -no quedan fotógrafos callejeros, quizá vuelvan con la precariedad, como han vuelto los limpiabotas-, ayudaban, todo es digital, y la memoria, los hechos constitutivos de la memoria se difuminan, se esconden y almacenan en los ordenadores, discos duros externos, cajas negras de aviones estrellados, en recodos, angosturas y penitencias de los sistemas informáticos, lugares inhóspitos donde puede morir, para siempre, el recuerdo, maldita memoria, maldita memoria, viajaba también, cuando cruzamos, el plural es necesario, la frontera de Francia, puente de Hendaya, por ejemplo, o por Gerona (ahora Girona enferma de nacionalismo pueril y provinciano), en maletas de cartón, cuadernos, tarjetas postales de barcos y paisajes, hojas sueltas, escrita en servilletas -un número de teléfono, una cita- archivos, documentación, el recuerdo (que conforma la historia) es documentación oficial, burocracia de estado y de gobierno, y sentido, lo que hace que las cosas adquieran su razón de ser, sentido y referencia, la identidad del ser: se hablaba de la memoria aclaratoria o escrutadora, soñadora o indagatoria; la memoria es una mirada esquiva, oblicua, torcida, que, con el paso de los años, se hace más ausente como el recuerdo de aquella comida, cuando éramos jóvenes y nada nos sentaba mal y comíamos y reíamos y soñábamos y bebíamos y luego pasaba el tiempo, lento, sentados, tumbados, mirando el ventanal, cuando teníamos un ventanal y un punto de vista sobre el mundo, no como ahora que somos multifocales, como las gafas.»

Las palabras dejan huellas en el fondo del cajón, huellas de humedad y desconsuelo, marcas en la pared, desconchones de vida, igual que quedan grabadas las cicatrices en la piel. Las palabras dejan huellas pese a la celeridad del presente, una aceleración que provoca, amén de otras enfermedades menores, pérdida de conciencia colectiva. Por eso, lógico, pasa lo que pasa.