Quién lo iba a suponer. Uno respira cuando se entera de que el precio del petróleo «bajó», temporalmente, hasta digamos alrededor de los 120 dólares por barril. Y no es para menos. Recordemos el triste record de 147 dólares y centavos, alcanzado a finales de julio pasado, cuando ya pocos creían en las interesadas aseveraciones […]
Quién lo iba a suponer. Uno respira cuando se entera de que el precio del petróleo «bajó», temporalmente, hasta digamos alrededor de los 120 dólares por barril. Y no es para menos. Recordemos el triste record de 147 dólares y centavos, alcanzado a finales de julio pasado, cuando ya pocos creían en las interesadas aseveraciones de que la tendencia alcista responde fundamentalmente a factores como la insuficiente capacidad de almacenamiento, pongamos por caso. O a que la oferta no satisface la gran demanda.
Es que, como prueban las cifras oreadas en público por el analista Michael Krätke en el medio digital Sin Permiso , el drástico encarecimiento apenas tiene relación con la demanda real, que solo ha subido desde 2004 poco más de 1,2 por ciento al año, mientras que el hidrocarburo se ha disparado al firmamento, con más de 250 por ciento. Y el susodicho encarecimiento tampoco guarda nexo directo con los costos de producción, que no sobrepasan los 30 dólares ni en condiciones tan adversas como la extracción en las arenas betuminosas de Alaska.
Incluso en los Estados Unidos, el país con mayor consumo (cerca de 20,7 millones de barriles diarios, o sea casi el 25 por ciento de lo gastado en el planeta), la demanda se reduce desde hace meses, dada la recesión en curso. En China, que capta el equivalente a un tercio del volumen que EE.UU. se depara a sí mismo, las importaciones de petróleo crecen desde 2000 más bien moderadamente: en menos del 0.5 por ciento de la producción mundial cada año. Por otra parte, en muchos sitios se descubren nuevos yacimientos. Arabia Saudita, el primer productor del orbe, ha anunciado el aumento de sus suministros, hasta un tercio de los actuales… ¿Entonces?
Por supuesto, llevan razón quienes incluyen entre los factores de los precios estratosféricos el aún desmedido consumo estadounidense y las tensiones surgidas en regiones donde se concentran importantes reservas de oro negro. De acuerdo con expertos citados por el portal AlterNet, la invasión de Iraq triplicó el costo del hidrocarburo, obligando al planeta a erogar seis billones de dólares adicionales para asumir los nuevos precios. Y no podemos excluir de esta lista la consabida caída del billete verde -aún la divisa por antonomasia- y las amenazas contra Irán. En fin, el factor geopolítico.
Pero, asimismo, resulta consenso que la principal causa de este problema, más que pantagruélico, es la especulación financiera en los mercados energéticos. Conocedores como Fadel Gheit, director gerente de Oppenheimer and Company, no desmayan en tronar contra «la feroz especulación financiera con las acciones petroleras que los inversores utilizan como refugio ante la crisis y caída de los mercados financieros». Sí, «grandes actores del mercado petrolero adquieren crecientes contratos de petróleo a futuro. Esto aumenta el precio de los contratos a futuro», así como el del crudo que se vende en la actualidad.
Y la situación no trasluce signo alguno de que remita. Como Michael Krätke sentencia, el comercio con materias primas y alimentos titularizados en papel tiene una propiedad que lo hace irresistible para los especuladores. Se necesita harto menos capital propio que en los mercados de acciones. Algo que atrae masivamente -miel ante las moscas- a agentes del capital como los más importantes bancos, concurrentes en tropel al comercio especulativo del petróleo. (La famosa «burbuja especulativa».)
Por ello, he aquí la gran paradoja que no todos logran resolver: si, con la demanda de los dos últimos años, ha crecido la extracción -se pronostica que la producción mundial aumentará de tres a cinco millones de barriles por día hacia el año 2010-, ¿por qué se eleva el precio del combustible y de sus derivados?
Se elevan estos y, a su vez, los conglomerados que lucran con el trasiego incrementan sus reservas, en espera de que siga el alza, con el contrasentido de que, a más oro negro almacenado, mayores precios. Y más especulación con contratos a futuro, como nos advierte el excelente poeta y agudo comentarista político Juan Gelman, quien se horripila a ojos vista cuando pronostica la continuación del encarecimiento, en razón de la gran demanda de China y de la India. Eso, sin manejar la variable de una guerra contra Irán, que lanzaría al hidrocarburo y, consiguientemente, a los alimentos al reino de lo «imposible»: no menos de 400 dólares el barril.
¿Los defensores del mercado a ultranza llegarán a comprender que la energía y la alimentación de la humanidad son cosas demasiado significativas para dejarlas en manos de los especuladores? No sé qué se habrá respondido el colega que se hizo esta pregunta en voz alta. Nosotros nos limitamos a acariciar la esperanza de que, con la crisis, se acerque la posibilidad del cambio revolucionario.