Parece extraña la afirmación de que a la personalidad hay que buscarla allí donde el esfuerzo personal es menos intenso. Pequeños gestos inconscientes, nimias proyecciones, muecas informales revelan nuestro carácter en mayor grado que en cualquier otra actitud legal, la cual solemos preparar meticulosamente. Quizá una estrategia evolutiva compleja nos obliga a descargar, en esos […]
Parece extraña la afirmación de que a la personalidad hay que buscarla allí donde el esfuerzo personal es menos intenso. Pequeños gestos inconscientes, nimias proyecciones, muecas informales revelan nuestro carácter en mayor grado que en cualquier otra actitud legal, la cual solemos preparar meticulosamente. Quizá una estrategia evolutiva compleja nos obliga a descargar, en esos crujidos secundarios mal lubricados del comportamiento, la angustia patológica, en suma: el mal. Una hermenéutica de lo superfluo, de lo accesorio es capaz, según se dice en la psicología médica vienesa, de penetrar cosas secretas, arcanos ocultos y vergonzosos a base de hilachas poco apreciadas o inadvertidas, de Abhub, detritos como le llamaba Freud, «desperdicios» de nuestra observación. En el caso de los líderes, jefes de estado, políticos de primera clase, dictadores y reyezuelos sucede lo mismo: una hipoteca ilustrada nos hace analizar su ideología desde el canon clásico republicano. Rastreamos señales de identidad en sus discursos oficiales, sus charlas en la chimenea, su campaña, su programa, su matrimonio, su riqueza acumulada. Sherlock Holmes ya había dado una lección anticipada al hiperracionalista Holmes al develar un asesinato por una parte ridícula y menospreciada del cuerpo humano: la oreja. La máxima sobre este método es de Virgilio: «Flectere si nequeo Superos, Acheronta movebo». Lo oculto y menor es tan importante como lo manifiesto. Estos datos marginales eran indicadores preciosos, porque constituían los momentos en que el autocontrol del hombre, ni hablar de ese actor posmoderno llamado político, se relajaba y cedía su lugar a impulsos ideológicos sin elaborar, puramente individuales (en realidad después sabríamos que eran individuales qua clase social), pulsiones que se le escapan sin que el personaje se dé cuenta. Lo que nos impresiona es que en esos momentos (escasos, hay que reconocerlo) nos impresiona la identificación del núcleo íntimo del político con emisiones ideológicas que escapan al control momentáneo de la conciencia. El discurso del método en cuanto a la Nueva Clase de políticos debería buscar la verdad ya no tanto en el discurso oficioso o en actos públicos (no tanto en la anatomía cartesiana de la ideología), sino en una suerte de sintomatología, en una semiótica de errores y traspiés. Aprehender la verdad de la ideología dominante es un trabajo de reconstrucción de técnicas de interpretación y develamiento que se remontan a la especie humana como cazadora, a pseudodisciplinas basadas en las nimiedades y en los signos débiles, como la adivinación en Grecia y la lectura de la fisonomía y los prodigios en Roma. Un trauma craneano puede ser detectado por un leve estrabismo bilateral; una ideología imperial mesiánica puede ser atisbada por la mal interpretación de un cuadro.
Si los síntomas pueden elaborar historias, el caso de la extraña simbiosis del presidente Bush con una ilustración lo demuestra. Si Nerón gustaba de rodearse de camafeos, esculturas doradas, frescos y grabados sobre Alejandro Magno (en un proceso mimético que rodeaba a su persona y resignificaba a su propia ideología imperial), a Georg Walker Bush le fascina ver corporizado su destino individual y el de su nación en una pintura que cuelga del Salón Oval de la Casa Blanca. Parafraseando la cuestión planteada por André Bretón, diremos que el problema actual ya no es saber si un cuadro aguanta en un campo de trigo, sino si aguanta al lado de un político y su entorno, que es una jungla. George W. Bush, desde que lo ha confesado en su autobiografía, es famoso por su giro agustiniano en su vida de sibarita. En un momento de su vida se sintió iluminado y surgió de la encrucijada existencial como «un verdadero cristiano nacido de nuevo». Como San Agustín el vástago del ex director de la CIA tuvo su momento kairológico. No sabemos si escucho la voz de un ángel diciendo «Toma y lee, toma y lee». Es también popular el apego de Bush por ciertas formas de arte convencional. «Each president can put whatever paintings he wants on the wall. I’ve chosen some paintings that kind of reflect my nature,» dice Bush en un video tour de la Web de la Casa Blanca. portarretratos obvios de Lincoln («The job of the president is to set big goals for the country») y Washington («You couldn’t have the Oval Office without George Washington on the wall»), sendos bustos de Lincoln («You can tell he’s one of my favorites»), Eisenhower («steady») y Churchill («gift of the British prime minister … Churchill was a war leader … resolute, tough»). No tiene nada de malo: el candidato demócrata Barack Obama tiene en su escritorio una gran fotografía de Cassius Clay (Muhammad Ali) nockeando a Sony Liston. Pero Bush tiene un especial orgullo al señalar dos cuadros tejanos que ha colgado en lugares destacados como insignia de mando de su mandato. Son las nuevas águilas del César. «The Texas paintings are on the wall because that’s where I’m from and where I’m going,» dice Bush. Allí está el significado hacia donde voy (Bush individuo, los EE.UU. y lamentablemente el mundo). Uno de ellos es una pintura anodina realizada por Wilhelm Heinrich Dethlef Körner, un emigrante alemán que modificó su nombre en su forma anglicana, William Henry Dethlef Koerner. Vivió de niño en una pequeña ciudad de Iowa, se trasladó a Chicago para tratar de triunfar como dibujante. Trabajó en diversos medios, diarios y revistas, como el «Chicago Tribune», pero el medio que lo llevó a una fama moderada y un buen pasar fue el «Harper’s Magazine» de New York. Allí publicó cincuenta y cinco ilustraciones desde 1910 a 1925. Ante sus iconos favoritos Bush confiesa: «I thought I would share with you a recent bit of Texas history which epitomizes our mission. When you come into my office, please take a look at the beautiful painting of a horseman determinedly charging up what appears to be a steep and rough trail. This is us. What adds complete life to the painting for me is the message of Charles Wesley that we serve One greater than ourselves» («Pensé en compartir con Ustedes un fragmento de la historia de Texas que caracteriza nuestra misión. Cuando lleguen a mi oficina, por favor echad un vistazo a la bella pintura de un jinete cargando con determinación lo que parece ser un sendero empinado y abrupto. Somos nosotros. ¿Qué le añade vida por completo a la pintura para mí sino el mensaje de Charles Wesley de que ‘servimos a Alguien mayor que nosotros mismos’?»). Wesley no es otro que el fundador del metodismo religioso, un autor incansable de seis mil himnos y odas al Dios protestante. Como Bush, Wesley también tuvo su particular renacimiento. Si Nerón imitaba o creía ser un nuevo Alejandro llevando hasta una réplica de su amuleto de la suerte, Bush se entrega a una imitatio Wesley, incluso en los más pequeños vericuetos o banalidades biográficas. El otro cuadro favorito es sobre la batalla de El Álamo, del artista-militar tejano Julian Onderdonk. No sólo pinturas: entre sus trofeos tiene la famosa pistola de Sadam Hussein. Allí lo tenemos al presidente más poderoso del mundo, rodeado de la conquista de territorio mexicano, de un cowboy impetuoso por acometer la tarea divina y el trofeo de su ¿triunfo? en Irak. Una Weltanschauung patética pero que nos hace temblar. En cuanto al ilustrador Koerner su trabajo se centró en gran medida en el Oeste americano. Las imágenes drásticas de sus dibujos están en perfecta consonancia con Teddy Roosevelt, sugieren la robustez de una nación joven saliendo a la palestra de los asuntos mundiales, amor por la vida al aire libre, la iniciativa individual por sobre todo, un fuerte sentido de la aventura y la toma de riesgos. Pero de carácter religioso nada. La alusión pictórica de Bush es extraña: creer que la imagen muestra a abnegados propagadores de la ideología WASP y el metodismo en el siglo XIX. Bush se ve a sí mismo, y a la fracción de la burguesía americana que lo acompaña, como un vaquero-misionero con un destino mesiánico ineludible. El Imperio como un proselitista metodista que arrasa obstáculos naturales y humanos. En una entrevista al conservador «The Washington Post» declaró «Me encanta… es un decidido jinete, en un sendero muy difícil. Y como ven, al menos, dos personas están tras él, y tal vez un millar más». Bush agregó que la pintura está basada en un viejo himno. Por supuesto, de Wesley. «Y el himno habla de servir al Todopoderoso. Así que habla de mí personalmente». Cuando era gobernador de Texas y la pintura estaba colgada en su oficina, Bush escribió una nota de explicación a su staff: «Se trata de nosotros».
Hasta se equivoca en el título: Koerner ilustró en 1912, a pedido de la revista «The Saturday Evening Post», un cuento de Zane Grey sobre el Oeste titulado «Riders of The Purple Sage» y nuevamente en 1916 acompañando la historia corta, también de cowboys, «The Slipper Tongue». En esta versión la historia es sobre un ladrón de caballos que es atrapado y logra escapar evitando ser linchado por una turba en Sand Hill, Nebraska. Justamente, el cuadro representa al ladrón huyendo frenéticamente de sus captores. En la misma revista la ilustración lleva el siguiente subtítulo: «Had His Start Been Fifteen Minutes Longer He Would Not Have Been Caught.» Si se hubiera escapado quince minutos antes… Este podría ser el verdadero título del cuadro. En 1917 se reimprime la ilustración encabezando «Ways That Are Dark», otro producto de la western pulp fiction tradition. El artista además vendió la ilustración al «Country Gentleman Magazine», que lo acompañó de otro western, ahora sí, titulado «A Charge to Keep». Aquí empieza la cadena ideológica. Cuando asumió como gobernador de Texas en 1995, su esposa Laura seleccionó para el día de su asunción un himno metodista escrito por, obviamente, Wesley, titulado «A Charge to Keep». El himno tiene las siguientes palabras:
A charge to keep I have, A God to glorify, A never-dying soul to save, And fit it for the sky.
To serve the present age, My calling to fulfill: O may it all my powers engage To do my master’s will!
Un puesto que he de mantener, Un Dios al que glorificar, Un alma inmortal para salvar, Y apta para el cielo. Servir en la edad presente, La llamada he de cumplir: Oh¡ que todos mis poderes se comprometan ¡Para hacer la voluntad de mi Señor!
Después de la ceremonia, uno de los amigos petroleros de la familia, Joseph I. «Spider» O’Neill, socio gerente de la empresa familiar y de un fondo de inversión, le dijo que poseía una pintura con el mismo título y se la obsequió al gobernador. Desde entonces el icono vaquero metodista acompaña a Bush Jr. La ideología hizo otro rizo cuando se recicló la ideología del segundo mandato como un liderazgo de pioners del Lejano Oeste encomendados a una misión divina. La inspiración se trasladó a la autobiografía (escrita a dos manos con su asesora de prensa de entonces, Karen Hughes) «A Charge to Keep: My Journey to the White House». Un ejemplo: «I could not be governor if I did not believe in a divine plan that supersedes all human plans». Bush lleva a cabo un plan divino que supera a todos los humanos… La mala interpretación nos habla en primer lugar del «Síndrome de Tostoi», esa perturbación psicológica que reduce la disonancia cognoscitiva auto engañándose creyendo que se sabe todo, y que fue definida en cuento de Tolstoi: «Se que la mayoría de los hombres, hasta aquellos que manejan problemas de gran complejidad, rara vez pueden aceptar aun la verdad mas simple y obvia, si esto les obliga a admitir la falsedad de las conclusiones que se han deleitado en explicar a sus colegas, que han enseñado con orgullo y que han tejido hilo por hilo en el tejido de sus vidas». Bush le da a la imagen el título que caprichosamente desea: «Charge to keep», una misión que mantener, aunque no lo sea en absoluto. La proyección (un mecanismo primitivo que configura el mundo exterior) puede ser entendida desde la ideología imperial como ese discurso que intenta recuperar a otro nivel de coherencia el hilo narrativo. Hilo narrativo no sólo es lenguaje, sino perspectivas, líneas de fuga, que las palabras y los conceptos dibujan y que facilitan la legitimidad de la acción. El involvement, la adhesión ingenua, de abandono vulgar a la seducción fácil de su proyección ideológica dice mucho más que un discurso. Una herradura ideológica que va de Norman Rockwell a Jack Bauer, de la estética del Wild West a la teocracia neocapitalista, del garrote de la «Monroe Doctrine» de Teddy Roosevelt al unilateralismo agresivo de Bush Jr; de la «política del big stick» y la «gunboat diplomacy» del ‘900 al evangelismo marcial del «Eje del Mal». Aquí está concentrado el «New Imperialism» con una capacidad única de lograr ventajas económicas con medios extreconómicos (mesianismo, fuerza militar unilateral) como nunca se vio en la historia. La acumulación por desposesión (El Álamo es Irak) o la acumulación por imposición (señoriaje del dólar). Y que el capitalismo del siglo XXI no puede existir sin briosos y agresivos vaqueros, sin esa fuerza extraeconómica sostenida por el estado más deficitario del mundo. Pero la interpretación solapada de ideología del cuadro puede ser leída también desde la falsa conciencia. El motto bushiano de que el cuadro «trata de nosotros» nos habla de un discurso de identidad hacia la propia fracción de la clase dominante, darse apariencia de unaminidad entre los propios grupos dominantes, un gran esfuerzo por alimentar una imagen pública de cohesión y creencia común. La fachada de los EE.UU. tienen una misión superior otorga una fachada eficaz de afinidad que incrementa el poder aparente de las elites. La apariencia de unanimidad entre los que mandan, sobra decirlo, incrementa y legitima su poder (sea este legal o no). De alguna manera la proyección de Bush va dirigida al seno del propio grupo en el poder. Se naturaliza la propia arbitrariedad y obliga a tomar en serio su propia retórica. Finalmente Bush se nos muestra como profundamente antikantiano. Mientras para Kant el juicio estético debía distinguir «lo que agrada» de «lo que produce placer», para poder discernir el desinterés, única garantía de la cualidad estética de la contemplación, Bush (que espera, como miembro de la clase dominante, que cualquier imagen desempeñe una función, incluso la del signo) manifiesta en el distanciamiento estético referencias a las normas de la moral teocrática. El naturalismo agresivo de las ilustraciones de los westerns genera juicios que son siempre respuestas a la cosa representada. Una estética imperial que subordina forma y existencia de la imagen a su función propagandística-ideológica más burda y tosca. Casi hablando de Bush, Kant escribe: «El gusto es siempre bárbaro, cuando mezcla los encantos y las emociones a la satisfacción y es más, si hace de aquellas la medida de su asentamiento». Enfrentado a una obra de arte legítima, Bush, desprovisto de competencia específica, aplica espontáneamente el ethos neoconservador más rastrero, el mismo que estructura su percepción ordinaria de la existencia ordinaria. Más que un puesto a mantener, Bush debe planear con cuidado su retiro imperial. En la obra «Los Biombos» de Jean Genet, los peones árabes, que trabajan en una granja colonial en Argelia, matan al perverso capataz europeo cuando descubren que ha estado usando un relleno en sus ropas para darse una apariencia imponente. Una vez reducido a sus dimensiones naturales, los peones dejen de temerle, se derrumba la dramaturgia del poder. ¿No será que en realidad estamos viendo a un pobre ladrón de caballos que se escapa a toda prisa
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