Cabo de miedo (1991), en inglés Cape Fear, del cineasta ítalo-gringo Martin Scorsese, es un remake trasgresor de la obra que en 1962 hizo Jack Lee Thompson, con guión de James L. Webb basado en la novela Los verdugos, de John MacDonald, al igual que lo hizo el libretista Wesley Strick para la versión de Scorsese. Versión cuya sinopsis es muy sencilla: tras pasar 14 años en la cárcel, Max Cady sale a buscar a Sam Bowden, quien fue su abogado cuando a aquél lo acusaron de violación. Sam escondió evidencias que hubieran podido contribuir a la reducción de la pena… Ahora Max Cady se encuentra en New Essex, North Carolina, y se dispone a tomar venganza contra Sam Bowden y su familia, compuesta por su esposa Leigh y su única hija Danielle, de apenas 15 años (1). Al mismo tiempo que cae en las redes de la impotencia, que lo catapulta de la desesperación a la psicopatía, va en busca de la redención.
Sam, Leigh y Danielle no conforman ciertamente una familia ideal, pero sí son perfectos para los fines de Cady, un singular psicópata que, de acuerdo con el guionista Strick, “en un principio era un abanico de actitudes sádicas, pero al que queríamos elevar a un nivel más alto de psicosis”. Y agrega: “Cady posee la cualidad más peligrosa, la de la fijación, que verdaderamente lo hace implacable. Nunca se detiene”. Entonces, a pesar de las conjeturas que sobre Cady se puedan tejer —ciertos críticos hablan de un personaje propio de un ‘cine desalmado’que hace ‘apología de la violencia’a través de una ‘fantasía gratuita’—, hay que decir que él es puro, mientras los Bowden están confundidos. Cady está obsesionado, aquéllos desmoralizados. Cady en apariencia es culpable, pero son ellos, los Bowden, quienes verdaderamente están dominados y atomizados por la culpa y, antes, por la responsabilidad.
Hecho que marca un abismo entre uno y otros… y que es factor generador de la terrible violencia, del temible acoso que se desata en Cabo de miedo por parte de Cady sobre aquellas víctimas de un terror tal vez no justificable, aunque sí comprensible pese a sus excesos: “El juego de De Niro es excesivo, esa fue su intención y yo la encuentro buena”: Scorsese en Cahiers du Cinema No 500 (1996), de cuya edición estuvo a cargo; todas las citas restantes del director son de la obra citada (2). Exceso deliberado y violencia purificadora que obedece al intento desesperado (por saberlo imposible) mas solo en apariencia inútil, a la postre, de Max por recomponer su historia. Personaje al comienzo analfabeto que durante su estancia en prisión aprendió a leer desde cuentos infantiles y comics hasta libros de derecho pasando por la Biblia. Texto este del que, con sorprendente lucidez, cita pasajes mediante los cuales intimida aún más y con suprema ironía tanto a los Bowden como al indefenso espectador.
Actitud reforzada por los tatuajes de Max, el que para Scorsese constituye un ‘arma mortal’:la escritura sobre su cuerpo puede ser símbolo de dominación antes que de sometimiento. Y aquí, desvirtuando una eventual apología de la violencia, cabe afirmar que Cady encarna la astucia en su doble acepción: habilidad para engañar y para evitar ser engañado. También, que tal astucia se desprende de la ira represada como producto del peor de los sentimientos que puede abrigar el ser humano: la impotencia. Si para resolver la de Max, Marty se vale de la violencia no es para exacerbarla sino para reflejar en pantalla lo que solo puede entregar a condición de encontrar tal elemento. Y esa necesidad de violencia es como la del alcohólico frente a la bebida: para alimentar su estado, no para saturarlo; además, para catapultarse a otro universo. El que más allá del deseo, de la ira contenida, de la imprecación, reclama, como en estos tiempos de inquietud, la llegada de la siempre subjetiva e incompleta justicia.
Por eso el Max Cady de Robert de Niro —¡venias por su personaje!— es un individuo cuya extrema complejidad lograda en un ambiente fantástico, vale siempre considerar antes de detenerse en una rastrera bestialidad, en una indoblegable psicopatía o en la simple maldad, elementos rara vez exentos de posturas maniqueístas. Como dice Scorsese, Max Cady “es la encarnación de todo aquello a lo que tenemos miedo, de todas las cosas que merodean nuestras pesadillas”. O como aludiendo a la incorporación de un sentido de falsa moral en aquél, Strick sostuvo: “Cady ha salido de la prisión y ve un mundo muy materialista. Asimismo, observa la incomodidad en la que viven los Bowden. Durante 14 años, Cady ha planeado hacer sufrir intensamente a Sam Bowden, pero ciertamente cree que éste acabará por salvarse del sufrimiento”. O como, por último, el propio De Niro asevera sobre Cady: “Es la venganza en persona y la venganza se presenta a menudo como un rodillo de vapor”.
De dichas citas es posible inferir cuáles son los temas capitales en Cabo de miedo, conocer la hondura argumental de su director e intuir hasta dónde llegan las repercusiones del filme en cuestión. Quién como Scorsese podría definir mejor aquellos temas: “Sí, seguro. Culpa, obsesión. Todo el viejo material. Todos mis viejos amigos”. Sobre la hondura argumental y las repercusiones de su obra, bastaría señalar las modificaciones que hizo al original de Jack Lee Thompson: de la familia modelo años 60 pasó a la desintegrada tipo años 90; del canalla, presumido y superficial Cady, interpretado por Robert Mitchum en 1962, Scorsese hizo con Max un verdadero psicópata, nada ostentoso a pesar de sus desmanes y de su metafórica fuerza sobrehumana y bien profundo aun con sus estigmas y prejuicios que, sobre esa clase de seres, la humanidad ha puesto y sentido desde siempre. Y, para citar apenas otro ejemplo, a la dependiente y huidiza Danielle del 62, el director de Toro salvaje, Buenos muchachos y Casino, entre otras joyas para el ojo y el oído, la convirtió en una independiente y seducida criatura, indigna del menor reproche: sus méritos son los de Cady y su seductora mentira.
En cuanto a la forma, Scorsese cambió el b/n por el color e hizo uso de algunas secuencias de película invertida, lo que de acuerdo con él mismo constituye una metáfora para examinar la infelicidad y el malestar existencial de esos personajes. Cabo de miedo es una obra maestra de suspenso o, si se prefiere, un thriller psicológico, como el famoso director precisó: “Adoro los thrillers psicológicos desde los años 30 y 40. Y créanme, fue más difícil hacer Cabo de miedo que Buenos muchachos”. Sus valores están muy por encima de la excesiva violencia que recrea —por qué no reiterarlo en un ex país como Fosa Común, donde hay exceso sobre el exceso— e incluso de las tergiversaciones que algunos críticos han hecho. Ryan Murphy, del Miami Herald, v. gr., escribió que “De Niro[ya no Cady, como es] viola materialmente a Jessica Lange y a Nick Nolte”, de por sí un exabrupto… Pero, el más grave desatino del citado crítico tiene que ver con lo que, precisamente, no vio y lo que aun así no le impidió afirmar sobre un segmento del filme: “La escena es pálida comparada con la central de Cape Fear, la cual, según quienes la han visto, se pasa de la raya”. Con ello se refiere a la secuencia en la que Cady maltrata, viola y arranca de un mordisco nada amoroso un pedazo de mejilla a la amante de su abogado y no, como asevera Murphy —uno de los padres de la II Ley de la Termodinámica en el cine, en el sentido de que todo lo vuelve mierda— a Jessica Lange (ya no Leigh, como también es) pues ésta encarna a la esposa del leguleyo Sam Bowden.
Valores de Cabo de miedo: la personal adaptación del guión; una puesta en escena basada en el conocimiento y rigor del oficio y en la incontestable dirección de actores; la actuación integral de Robert de Niro y de Juliette Lewis, a quienes quizás nada importe que en 1992 se les haya arrebatado el Oscar (para dárselo una vez más a Jodie Foster, cuando también se lo merecían exaequo Geena Davis y Susan Sarandon por Thelma & Louise, de Ridley Scott); el montaje de Thelma Schoonmaker, marcado por la impronta del nerviosismo, la agilidad y la certera síntesis, mezcla que produjo un sobrecogedor suspenso; la música, original de Bernard Hermann —el mismo que trabajó con Hitchcock y Truffaut— y reorquestada por Elmer Bernstein, que subraya la psicología de los personajes, creando a su vez un estado de trance en el espectador; y, desde luego, el razonable radicalismo conceptual y cinemático de un verdadero maestro del cine estadounidense actual: el inefable Martin Scorsese.
Cuando se alude a su razonable radicalismo conceptual y cinemático se habla de la validez y vitalidad de la tradición realista que recorre su filmografía y para eso se cita una parte: La última tentación de Cristo (1988), basada en la novela homónima del griego Kazantzakis, con guion de Schrader y la actuación de Dafoe como Cristo y de Keitel como Judas, uno pelirrojo como el Van Gogh de Minnelli. Cuando en 1972 Scorsese estaba en la filmación de El tren de Bertha, drama político que transcurre durante la Depresión de 1929, en medio del rodaje la actriz Bárbara Hershey, protagonista del filme y futura María Magdalena, le presta a Marty un libro que, seguro, será de su agrado: The Last Temptation of Christ, novelaen clave ficcional que describe los días postreros y la pasión de un Cristo más humano y terrenal que el de la Biblia: plagado de dudas, debilidades e incertidumbres, aunque también de emociones, retrato que se distancia del que tanto se divulga y tan poco se conoce.
Goodfellas o Buenos muchachos (1990) deja a la Humanidad tres lecciones: 1. La ética por honestidad: hay que decir la verdad, aunque duela. 2. No se trata de la autoridad como argumento sino al revés: aunque duela, solo se puede ser honrado. 3. Se puede ser objetivo, aunque lo más subjetivo sea el arte, para el caso, el cine: así ser honrado no satisfaga a nadie, hay que decir la verdad. Solo de tal modo, para Kant, se pasa de la minoría a la mayoría de edad: la de un pueblo civilizado. No la de un troglodita como Henry Hill que, aun así, siempre prefirió, desde que tuvo uso de razón, ser gángster antes que presidente. Actitud que aquí sí le permite cobrar validez a la vaga expresión desvirtuadora: “Por algo será… por algo será…”
Raging Bull o Toro salvaje (1980), filme en el que frente a la rechoncha imagen de un boxeador en decadencia, Jake La Motta, a la inocente pero agresiva manera de relacionarse con su mujer, a la sencilla representación en b/n, Scorsese salta al ring con uno de los retratos más desgarradores del boxeo, deporte anclado más que ningún otro en el pantano del ardid, la componenda, la diversión sórdida, sin medias tintas ni concesiones vulgares a la podrida actividad deportiva, con sus managers patrocinadores de la muerte. A la par, ofrece una de las más tristes visiones de la familia patriarcal con su implícita violencia, la que contra lo que se piensa no es endógena sino exógena: en tanto es producto del desplazamiento forzado, de la represión oficial, de la desigualdad que deriva de la corrupción y de la injusticia. Acerca de Toro salvaje, Scorsese dijo: “Puse en ‘Toro Salvaje’ todo lo que sabía, todo lo que sentía y pensé que eso sería el final de mi carrera. Es lo que se llama un filme ‘kamikaze’: se pone todo dentro, se olvida todo y después se intenta encontrar otra manera de vivir”. En una lista de las 100 mejores películas de todos los tiempos, Toro salvaje ocupa el quinto lugar.
The King of Comedy o El Rey de la Comedia (1983) recurrea la poco cuestionada figura del entertainer: para ello, Scorsese hace una de las más ásperas/rotundas postulaciones acerca de la soledad, el vacío, la mezquindad del capitalismo, que el cine haya hecho, con base en Rupert Pupkin, contenedor en sí del asalto sin piedad a las estructuras de la familia nuclear patriarcal y de la industria del entretenimiento, a los deseos/fantasías insatisfechos, a las frustraciones cumplidas que dichas estructuras generan. En suma, un asalto a las premisas fundamentales de una cultura que parece no terminar de cuajar su inevitable decadencia. Otros filmes relevantes más recientes son: La edad de la inocencia (1993), con base en la novela homónima de Edith Warton, un pretexto de filme de época para ir sobre el presente lleno de turbiedad y prejuicios, para volver sobre el arribismo y la avaricia de grupos sociales que signan su desarrollo en la fatalidad y/o sumisión a las costumbres: el joven abogado y aristócrata Newland Archer, encuentra en su amor por la delicada/bella condesa Olenska la inflexible fusta de las convenciones de clase: Archer será un ‘anticuado’ hasta el final.
Casino (1995), basado en el libro de Nicholas Pileggi (Toro salvaje, Goodfellas), es un filme en el que, al en apariencia inofensivo soporte melodramático, se opone una crítica y desnuda mirada sobre el mundo del juego como metáfora del Poder: Poder siempre corrupto, aunque a veces, como es lógico, resulte tan seductor como ciertas palabras a las que no se examina su contenido, sino se acepta de modo irreflexivo su continente. De Niro es Sam ‘Ace’ Rothstein, un judeo/gringo dedicado a las apuestas y al juego de alto nivel que, basado en el sujeto histórico Frank ‘Lefty’ Rosenthal, supervisa para la mafia el casino Tangiers en Las Vegas. Joe Pesci es Nicky Santoro, basado en Tony ‘The Ant’ Spilotro, un personaje real y miembro criminal de la mafia. Nicky, ajustador de cuentas y ‘caporegime’ (que está abajo del ‘capo bastone’ o subjefe y del ‘Don’ o Jefe), va a Las Vegas para asegurar que el dinero ilegal que se obtiene en el Tangiers llegue a los capos. Al final, John Nance, quien llevaba el dinero a los capos, huye a Costa Rica para evitar a la Ley y guarda silencio: tras la captura de su hijo por el FBI es asesinado, para evitar que se autoinculpe en un intento por salvarlo. Ginger muere en la ruina en L. Á. por una sobredosis y Sam se salva de una bomba puesta en su carro, atentado que para él causa Nicky. Antes de que Sam lo corrobore o enfrente, aquél y su hermano Dominick caen a manos de Frankie Marino y sus viejos cómplices: según Sam, los jefes, al estar hartos de Nicky, le ordenan a Frankie desaparecerlo.
The Irishman, filme biográfico de gángsters, con guión de Steven Zaillian (el mismo de Gangs of New York), sobre el presidente del Sindicato de Transportes, Jimmy Hoffa, quien les prestaba dinero de su caja menor a los Kennedy para sacar a los negros de la cárcel a fin no de ayudarlos, sino de asegurar potenciales votantes: en una ocasión le pidieron 850 mil dólares que nunca devolvieron, cabe aclarar: luego, Hoffa fue desaparecido y los móviles del plagio aún se desconocen. En otras palabras, EEUU se ha movido históricamente, desde sus orígenes hasta hoy, dentro de las estructuras mafiosas: para ello, basta saber que el ‘salvaje Oeste’ en sus inicios fue una actividad de pillos basada en el fraude, la violencia, el crimen; que casi todos sus ‘padres fundadores’ se hicieron a fortunas ilegales: compra de bancos y de empresas a bajo precio que, al día siguiente, valían fortunas; que, hoy, el 70% de los ingresos a sus bancos provienen de actividades de narcotráfico (3), en primer lugar, y, en segunda instancia, de las guerras, el comercio de órganos, el tráfico de ‘blancas’ (negras) y de negros.
Lo esencial de dicha práctica realista responde al compromiso del director con su sujeto: subject, según lo toma Henry James como equivalente al asunto de una pintura, o sea, como núcleo dramático o situacional. El sujeto en sí no es insignificante ni trascendente, no. Su valor proviene de lo que el artista hace con él, las implicaciones que le encuentra, los caminos, temáticos/dramáticos, por los que lo lleva un proceso que implica una constante y compleja interacción entre conciencia e intuición. En la obra de Scorsese, el subject es al comienzo simple/concreto: la carga autobiográfica de su alter ego (De Niro) que recorre las peligrosas calles de NY; la violencia de un exveterano de Vietnam que deviene taxista allí; la ultraviolencia de unos gángsters italianos; las relaciones de amor y traición que se cruzan con el negocio del juego, detrás del cual hay una reflexión sobre el Poder; la caída de un boxeador también superviolento y en paralelo una mirada sobre la familia, ese otro ring de boxeo; la obsesión de un hombre dotado de poco talento por volverse comedy star: la cómica y a la vez trágica historia de un ser poseído por la idea de celebridad al que se le abre una inmensa brecha entre realidad y fantasía, además de la marginalidad a la que es sometido en la (in)cultura del consumo, la competitividad, el éxito: falsos ‘valores’ del capitalismo de los que pocos huyen y que no deberían acogerse más, porque implican la ruina material/afectiva del ser humano. Como se ve hoy con el virus/negocio apartheidista de laboratorio.
Un aspecto común a todas estas obras es cómo Scorsese rebasa el campo ideológico a través de lo artístico pues, hábil, le sale al paso a toda contradicción que la ideología dominante pugna por esconder, falsear o legalizar, o sea, hacer pasar por normales o correctas. Lo hace yendo de frente al combate con tensiones y líos ideológicos básicos de una cultura híbrida, múltiple, dado el carácter inmigrante de casi todo su pueblo. Cultura por definición diversa, de pensamiento complejo, a la que se pretende imponer (como en todas partes) el pensamiento único globalizado o ‘neoliberal’: ni nuevo ni liberal, neoesclavista. Conceptos que van por vías distintas pues mientras la globalización apunta a un proceso económico: afianzamiento del comercio internacional, poder creciente de las transnacionales y celeridad con que se mueven las corrientes financieras y su ánimo especulativo, el neoliberalismo apunta también a la homogenización ideológica, al control político y social, a la no disensión frente a posibles pero improbables agresiones, al logro de una (inaceptable) resistencia cero: a aceptar acríticamente una supuesta superioridad del pensamiento hegemónico/alienante.
En cada caso de cada filme mencionado antes, Scorsese lleva las implicaciones de su asunto a un punto mucho más allá de los límites marcados por la ideología dominante. No sin reparo, aunque sí con implacable decisión, empuja la acción a un lugar donde las más esenciales perplejidades y dilemas culturales, su primordial angustia, su básica descolocación, son expuestos de manera abierta. Los temas no son simplemente reiterados ni, mucho menos, repetidos: cada filme lo explora desde una óptica diferente y cada uno termina por desmitificar la supuesta trivialidad o la posible pesadez de este o aquel. Así, por ejemplo, en Casino a la aparentemente inofensiva estructura melodramática Scorsese opone una crítica y desnuda mirada sobre el mundo del juego como metáfora del Poder, un poder siempre corrupto, aunque a veces, como se dijo, resulte tan seductor como aquellas palabras a las que no se les examina su contenido (diría también Platón, para quien seducción = mentira), sino que se acepta de manera irreflexiva su continente, sin que importe el vacío que arrastren.
En conclusión, Cabo de miedo, puede registrarse como la búsqueda de la redención a través de la violencia: como el ejercicio de la individual que deriva de la institucional, a causa de las injusticias de un sistema nada democrático que, por ende, conduce a la creación de grupos de justicia privada, psicópatas, vigilantes, autodefensas, paras: eufemismo para grupos amparados por las FFAA o autoridades oficiales de cualquier país que, como en Fosa Común, llaman a las masacres ‘homicidios colectivos’, con lo cual se pretenden librar por ‘crímenes de lesa humanidad’. Hoy, para colmos, mercenarios: ya se habla del ex país como exportador de estos mensajeros de la muerte pues se han encontrado vínculos muy estrechos entre Alfred Santamaría, dueño de la empresa ‘Black Horses’, Antonio Intriago, ‘jefe’ de ‘CTU Security’, ambos íntimos de ‘White Dog’, menos conocido como Juan Guaidó, y el subpte., aunque éste los desmienta en El Tiempo (4), pero con terquedad reaparecen en Las2Orillas (5). Pero, claro, los tentáculos de tan singular suspenso e intriga internacional llegan hasta su jefe inmediato.
Así, la afirmación en torno a que el desesperado intento de Max Cady por recomponer su historia fue solo en apariencia inútil, acaba por imponerse; al cabo, la muerte es la salvación para esa suerte de Prometeo Encadenado, de justo sometido como el bíblico Job, mientras la supervivencia, ya no la vida (y pese a lo dicho por Strick en cuanto a creer que Bowden ‘acabará por salvarse del sufrimiento’), es la condena para quien nunca podrá ignorar lo que es perder; ni olvidar aquella especie de monólogo doble de Cady en el barco, sobre la supuesta ecuanimidad humana para premiar virtudes y castigar culpas; para quien, por último, nunca podrá borrar de la memoria la implacable mirada ni el rostro abotagado del mismo Cady, hundiéndose en el agua: aquél abogado/alegoría de la injusticia terrenal frente a la cual la justicia divina, de existir, siempre se vería impotente: pero, claro, debido a las comprobadas condiciones de la justicia terrenal, debe decirse que siempre se verá impotente.
Notas:
(1) https://www.filmaffinity.com/co/film147394.html
(2) https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/66206
(3) https://www.alainet.org/es/articulo/183610
FICHA TÉCNICA: Título original: Cape Fear. Título en español: Cabo de miedo. País: EEUU. Año: 1991. Formato: 35 mm.; color, b/n, 127 min. Género: Thriller / Drama / Suspenso. G: Wesley Strick, basado en la novela The Executioners, de John McDonald. D: Martin Scorsese. M: Elmer Bernstein sobre las partituras de Bernard Hermann. Mo: Thelma Schoonmaker. I: Robert de Niro (Max Cady); Nick Nolte (Sam Bowden); Jessica Lange (Leigh); Juliette Lewis (Danielle); Robert Mitchum; Gregory Peck; Martin Balsam. P: Barbara Da Fina. Estreno: 13.nov.1991.
Luis Carlos Muñoz Sarmiento. (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, 2012, y columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao Editores, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución fue lanzado por UFES, el 20/feb/2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en el portal Rebelión. E-mail: [email protected]