Jorge Majfud, en su reciente artículo ¿Cree usted en Dios, sí o no? ha evidenciado la trampa que conlleva la exigencia de » un claro sí o un claro no » a la pregunta consignada en su título. Y dignamente ha acotado: Lo siento, pero ¿por qué insiste usted en someterme a la tiranía de […]
Jorge Majfud, en su reciente artículo ¿Cree usted en Dios, sí o no? ha evidenciado la trampa que conlleva la exigencia de » un claro sí o un claro no » a la pregunta consignada en su título. Y dignamente ha acotado:
Lo siento, pero ¿por qué insiste usted en someterme a la tiranía de semejante pregunta? Si de verdad les interesa mi respuesta, tendrán que escucharme. Si no, buenas tardes. Nada se pierde.
La condición de bivalencia del álgebra de Boole que tantos réditos ha producido en el ámbito informático, por permitir expresar la estructura del pensamiento humano en la simbología circuital del sistema binario -para que una frase de una o más palabras constituya una proposición, debe conformar un juicio falso o verdadero, mas no falso y verdadero simultáneamente; el interruptor de un circuito eléctrico simple puede estar abierto o cerrado, mas no abierto y cerrado al mismo tiempo-, no es aplicable al universo de los valores.
El tono inquisitorio con que frecuentemente se formulan interrogantes existenciales que nos resistimos a aherrojar en la prisión semántica de una escueta afirmación o negación es sintomático del malestar que nos aflige. Ante el notorio derrumbe de referentes axiológicos otrora incuestionables -y la constatación cada vez más firme de que ninguna certeza nos vendrá del cielo – se hace patente la precariedad de las creencias que desde épocas inmemoriales expresaran nuestra sed de trascendencia. Y si bien heredamos el hado del homo religious -cual notara Mircea Eliade décadas atrás-, su prestigioso influjo nos inhibe de recurrir a bastones o amuletos. La milenaria savia que nutre nuestras raíces busca brotes alternativos a las venerables ramas en las que floreciera la epistemología mítica de nuestros ancestros. Ni mitos, ni ideologías ni ciencias resultan aptos para describir el torbellino del universo en expansión, desconocido por nuestros antepasados y apenas vislumbrado por nuestra generación. Asistimos al desafío de revivificar el misterio de la inaprensible infinitud que nos constituye, interpela y rodea. Y para afrontarlo con sensatez tenemos a nuestro alcance -por vez primera en nuestra historia- tesoros de sabiduría legados por maestros espirituales de todos los tiempos.
Si en nuestra movediza arena cultural aspiramos a transitar un camino interior no proclive a la esquizofrenia, es preciso abrir compuertas al insoslayable vendaval que hoy derriba creencias religiosas y laicas imposibles de apuntalar -admitir con honestidad y realismo la inviabilidad de vivir a su socaire-; asumir la desnudez hacia la que nos conduce la inexorable caída de credos e ideologías; afrontar con valentía y pasión la saludable intemperie de nuestro nuevo hábitat axiológico.
Arriba en el oeste se levantó un viento, como una ola de inmoderada felicidad, y rompió hacia oriente por sobre Inglaterra, arrasando consigo el helado perfume de las selvas y la fría embriaguez del mar. En miles de agujeros y de rincones confortó al hombre como una bebida y lo sorprendió como una trompada. Por entre follajes y enredaderas, en las piezas más íntimas de casas intrincadas, surgió a manera de explosión doméstica, y, desparramando por el suelo los papeles de algún profesor, los hacía tanto más preciosos cuanto más fugitivos; o apagando la vela a cuya luz un muchacho leía La Isla del Tesoro, lo sumía en tinieblas pavorosas. Pero por todas partes llevó drama a vidas poco dramáticas y paseó por el mundo la trompeta de la crisis..
— CHESTERTON Gilbert K., Manalive, traducción castellana por Natalia Montes de Oca (Hombrevida, México, Compañía Editorial Continental S.A., 1955), p. 11.
Cuando el «hombre vivo» simbolizado en aquel viento comenta su irrupción inicial en La Casa del Faro -el establecimiento de pensión en el que se desarrolla la novela- y se disculpa ante su propietaria por la singularidad de «haber entrado por la pared en vez de por la puerta de calle», atribuyéndola a la costumbre de «ser ordenado y prolijo», tal cual había aprendido de su madre, a quien «nunca le gustó que perdiera la gorra en la escuela», entonces la sobrina de la propietaria alude a la rareza de que la prolijidad consista «en saltar paredes y escalar árboles», tal como el excéntrico protagonista había hecho, con notable intrepidez, para recuperar diversos objetos que el referido viento había desparramado en todas direcciones, arrebatando su sombrero y el de un lacónico habitante de la casa de pensión. La alusión provoca a su vez el asombro del protagonista:
-Mi querida joven -dijo-, yo estaba ordenando el árbol. No lo querría Ud. ver con sombreros del año pasado así como no querría verlo con hojas del año pasado, ¿no es así? El viento sacó las hojas, pero no pudo con el sombrero; ese viento, supongo, había ordenado hoy bosques enteros. Extraña idea es ésa de que el orden es una especie de cosa tímida y tranquila; el orden es faena para gigantes. Ud. no puede arreglar nada sin desarreglarse Ud. misma; mire un poco mis pantalones. ¿No sabe eso Ud.? ¿Nunca ha hecho una limpieza de primavera.
— Ibíd., p. 35 (en nota al pie la traductora recuerda que spring cleaning alude a la costumbre inglesa de limpiar a fondo las casas en primavera).
Toda operación de poner orden reproduce gestualmente el gran acto cosmogónico: «faena para gigantes». Cuando por efecto de nuestro letargo la maravilla universal se desvanece, es oportuno que una ráfaga nos la recuerde. El equívoco en que incurrimos con frecuencia -acaso como reacción instintiva a la entropía- es confundir el orden con la preservación del sistema vigente. Cual parece ser el caso de la mayoría de nuestros dirigentes religiosos, políticos y empresariales (y el de no pocos tecnócratas). Parapetados tras fortalezas de plástico e imbuidos de ideología -en el sentido peyorativo marxista: la idea proyectada que la sociedad tiene de sí misma, que se hace absoluta y tiende a legitimarse, a entronizarse por gracia divina, a mantenerse in statu quo-, se perciben muy seguros sobre sus mullidas poltronas. Mas no por ello resultarán inmunes a la furia de Eolo. Para construir un nuevo orden que salve a nuestro planeta, será preciso arribar a nuevos proyectos y postulados axiológicos que sólo dependerán de nuestra calidad humana individual y colectiva. No somos el ombligo del universo -nos costó aprenderlo hace quinientos años y lo olvidamos con frecuencia- y, si no devenimos capaces de venerar la parcela cósmica que nos tocó en suerte habitar, acaso nuevas especies tomen el relevo. El flujo vital que por nosotros discurre siempre encontró canales aptos para perpetuarse.
La actual revolución digital o segunda revolución industrial -parcialmente superpuesta a lo que aún va quedando de la primera- altera aceleradamente nuestro estatus biológico. En cuanto vivientes culturales hemos de adaptarnos al pujante avance combinado de ciencia y tecnología, so pena de ser arrasados por el torrente evolutivo. Ello supone nuevas formas de trabajo y de organización social y, en consecuencia, nuevos valores o referentes legitimadores de nuestro accionar. Nuevas exigencias de calidad humana que sólo nosotros habremos de aportar mediante proyectos colectivos sustentados en postulados axiológicos que ciencia y tecnología podrán ayudarnos a delinear, sin que ello signifique atarnos a sistemas absolutos de referencia (religiosos, ideológicos o científicos).
¿Entonces no podemos ya creer en nada? En una obra editada en los albores de nuestro milenio, bajo el título Dos formas de no creer en nada, Mariano Corbí expresaba:
La religión no es creer nada, no es sumisión a creencias sino, por el contrario, liberación de toda creencia. Pero hay dos maneras de no creer en nada, una es religiosa, la otra no.
Una, la más frecuente, es fruto del escepticismo. El escepticismo es una forma de inmadurez porque arranca del ansia de seguridad en el conocimiento. La seguridad en el conocimiento llega a importar más que el conocimiento mismo.
Cuando se busca en el conocimiento la firmeza y la seguridad por encima de todo, hay tendencia a deslizarse hacia el escepticismo. El conocimiento siempre se produce en la precariedad y se mantiene en ella; por tanto, difícilmente puede dar el tipo de firmeza y seguridad que se le exige. Cuando se va al conocimiento con esas exigencias se termina desconfiando del conocimiento. Esa desconfianza tiene algo de protesta, de objeción levantada frente a la precariedad del conocimiento y de la naturaleza humana. En otras ocasiones el escepticismo es protesta y rechazo de quienes sostienen poseer verdades de certeza indudable, pero que se apoyan más en la ideología y la creencia que en el conocimiento.
Hay otra forma de conocimiento que no necesita creer en nada, y no lo necesita por madurez, por apertura sin condiciones a la realidad. En ese caso, no creen en nada y no es por falta de fe o por desconfiar de las cosas, de la naturaleza humana o del conocimiento; no creen para no adherirse a ninguna fijación, para ser libre de cualquier formulación del lenguaje. Esa libertad se consigue por el amor y la entrega incondicional a las cosas mismas. Cuando se logra una entrega abierta y confiada a las cosas, una presencia total a las realidades, no tiene ya ningún sentido hablar de creer.
No es necesario creer, porque la presencia real e inmediata de lo que nos rodea genera una certeza firme, sólida y vacía. Es a la vez una certeza sólida y vacía porque su inmediatez la hace libre de toda formulación, figuración y libre de toda posible sumisión a cualquier formulación y figuración.
La apertura incondicional a la presencia inmediata, inmensa y profunda de las realidades, abre a la comprensión de todas las afirmaciones de todas las tradiciones religiosas; abre a su aceptación y a su veneración, pero libera, a la vez, de la sumisión y de la sujeción a ninguna de ellas.
Un hombre así ya no cree en nada, pero no como fruto del escepticismo y de la desconfianza, sino como fruto de la apertura, entrega y aceptación completa de la realidad que realmente hay. La entrega es interés y amor. La apertura y la entrega es a la realidad misma, no a una formulación o a una figuración.
Una actitud así frente a lo que hay es la única verdadera y radicalmente libre.
— CORBÍ Marià, El camino interior más allá de las formas religiosas1 (Barcelona, Ediciones del Bronce, 2001), pp. 38-39.
«¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?» (Mt. 20,22; Mc. 10,38). Los hijos de Zebedeo respondieron «Sí, podemos» y, gracias a ellos y a pioneros de su porte -cristianos o no- el informe vino sagrado ha llegado hasta nosotros. Mas requiere nuevas copas para ser degustado. «¡A vino nuevo, odres nuevos!» (Mt. 9,17; Mc. 2,22).
«Has creído porque me has visto -recriminó Jesús de Nazaret al apóstol Tomás-. Dichosos los que aun no viendo, creen» (Juan, 20, 29). Acaso la apertura y entrega propiciadas por Corbí -«a la realidad misma, no a una formulación o una figuración»- requiera subvertir la frase atribuida al Maestro (y paradójicamente ser fieles al sentido más genuino de su mensaje vital): «Dichosos los que aun no creyendo, ven». «Quien me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado» (Juan 12, 45).
«¡Levántate para ver, para ver, para ver!»… (nos decía Rumí en su Masnavi).
Imagen publicada con licencia Creative Commons. Autora: Sandra