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Caminando con Juan Gelman

Fuentes: La Jornada

Es mediados de noviembre pero el aire neblinoso y el frío que arrecia ya anuncian la llegada del invierno. A contrasol los árboles se deshojan o las hojas pierden su color o se vuelven de color flavo. Por las veredas arcillosas y de loseta rósea del Parque México, desde hace un siglo y medio converso, […]

Es mediados de noviembre pero el aire neblinoso y el frío que arrecia ya anuncian la llegada del invierno. A contrasol los árboles se deshojan o las hojas pierden su color o se vuelven de color flavo. Por las veredas arcillosas y de loseta rósea del Parque México, desde hace un siglo y medio converso, partiendo dos ciudades, partiendo a dos ciudades, con el poeta Juan Gelman, en un siempre que niega su jamás. Las pisadas despaciosas se oyen más en el pasado, como eco del eco, que devuelve meditalumbres, pesamundos, destinos rotos, el péndulo de la balanza que permanece insomne, una vida, sin embargo, que valió la vida, o en el caso de Juan, que valió las vidas. «Valió la pena», se oye a sí mismo murmurando, como viendo el ayer en un instante, y luego, emocionado: «Valió las penas». Mientras baja desde el follaje de los árboles el sonido de los dos violines del concierto de Bach, Juan recuerda de los años fraternales el corazón de Paco Urondo descorazonado, anécdotas que regalaba González Tuñón a mitad del cigarrillo en las mesas del café Tortoni, la magia, parada en dos vocales y un sombrero, de Olga Orozco, la aventura periodística de Poesía Buenos Aires, la desvertebrada Argentina de Aramburu que Rodolfo Walsh vertebró en su no-ficción.

La tarde apremia. El reloj del parque da las horas en azul y blanco. Palmeras y pinos se enderezan para alcanzar las nubes y Juan charla en voz baja de la Cuba de los sesenta, en la que una generación quiso creer, de su expulsión del Partido Comunista luego de que él mismo se expulsó, del difícil hábito de la clandestinidad, de la guerrilla sin prefijo, de los compañeros caídos como hojas en un bosque a las que nadie recogió, del exilio penoso en la Italia de los setenta donde cada frase llenaba de raíces cortadas sus oídos sin crecer la hierba, de su poesía atada al cordón del sayal de San Juan de la Cruz. Recuerda al hijo, al que sobre todo halla en sus pesadillas vestido con su sobretodo, ese hijo al que la tortura volvió el Hijo sin siquiera una esponja con vinagre para aliviar la herida, a Él, a quien clavaron en la sombra de la madera vertical y en la noche de la madera horizontal a la edad de los veinte años, la leve edad cuando en el puño se guarda el fuego de la estrella y las imágenes de los sueños, y recuerda a la nuera, que nada debía y a nadie debía, que sólo porfiaba en ser la esposa de su hijo, la hermana de su hijo, a quien disparó en la cabeza de sus diecinueve años un policía en Montevideo sólo para quedarse con la hija recién nacida y dársela a un jefe de policía. Recuerda luego a la nieta, ya en el borde de los treinta años, al principio renuente, pero pronto orgullosa de tener el apellido Gelman, el buen humor en el apellido Gelman, el corazón grande en el apellido Gelman.

«No me satisface ni me alegra -dice Juan-, haber perdido con Mara muchos años en la búsqueda de la justicia, y que los militares, que segaron la espiga de mi hijo y de mi nuera, estén en la cárcel, pero mentiría si dijera que eso no me alivia de alguna manera. En los países nuestros la justicia nunca llega o llega tarde, y en la Argentina y en el Uruguay tardó tres décadas. Después del ’83 no acabó el Tiempo de los Asesinos: no sólo no perdieron sus trabajos, sino ganaron ascensos y se gloriaban de haber pasado por encima el tren y triturado y molido el cuerpo de un enemigo en fuerza cincuenta veces más débil. En el país de los desaparecidos los únicos aparecidos en las calles de las ciudades argentinas y uruguayas en los últimos treinta años fueron los genocidas», dice con una voz que apenas se oye en el amarillo apagado de la tarde.

Juan conversa y camina, con el paso a despaso, porque las muchas vidas y las muchas muertes se le caen al cuerpo hasta romperle el alma en una música callada y profusamente dolorosa. «Uno no sabe cuál es el hilo de la vida hasta que te ponen una pistola en la sien, y sólo esperas que lo corten para pasar de una pesadilla a la otra.»

En avenida Nuevo León, bajo el sol muriente, nos detenemos en la librería de Lulio para hojear libros, y un paso más tarde, mirando de sesgo las palmeras en el camellón de la avenida, recalamos en la cafebrería de El Péndulo, donde entran y salen ligeras y espléndidas muchachas, que llevan en la mano izquierda una siempreviva, y mientras bebe de dos sorbos un café cortado y enciende de nuevo un cigarrillo y dice: «Quiero ser enterrado en México», contemplo en los ojos de Juan travesías fluviales en los años de su juventud por las aguas del Plata hacia el Océano Atlántico o por el gran Paraná, que no ignora los lindes del término del mundo. Quien ha navegado por el Paraná, quien se ha visto en él, me lo digo al oído, ya conoce de semanas en un mes el asombro indómito de la belleza azul, mientras las cuerdas de los dos violines, rasgadas por el arco, me rasgan el alma y no me dejan respirar, o casi. ¿Pero por qué me emociona esta música, si no podría explicar una sola nota y trato de entender de ella lo que no alcanzo a entender? Violín o corno o piano o chelo u oboe, no es que se prefiera uno u otro, sino sólo aquel, que en su momento, obliga a que regresen los pájaros viudos al sur para que se oiga su trino en el mediodía justo.

«Creí que en la Argentina la utopía era una nueva desaparecida, pero cuando muere una utopía debe crearse otra, porque no podemos vivir sin el lúcido deseo de una pradera de violetas.»

Y Juan calla, pero en su mirada, sin darse cuenta, se dibujan sucesivamente del ayer lejano boliches y casas bajas del barrio de inmigrantes de Villa Crespo, el curso del arroyo Maldonado, su hermano adolescente que recita versos de Pushkin en idioma ruso, la madre Dolorosa que esperó cuarenta años una carta, la barra querida y volandera que no sabía de despedidas, los rumorosos cafés a lo largo de calle Corrientes donde la poesía duraba lo que el humo del cigarro, los cabarets de rompe y rasga del barrio de El Retiro con sus minas y cafishios al alza, el Teatro Esmeralda y el Splendid con ecos lejanos de canciones criollas, las letras tangueras de Discépolo y de Manzi que lo hacían bailar el sábado a la noche buscando con el cuerpo en inclinado triángulo el cuerpo de la mujer, y la mirada de Juan se aleja, se va, y los dos violines del concierto se van oyendo en su mirada, y tras de las ventanas del café se ve la luz de los faroles en los muros, y por la acera arbolada miro alejarse a Juan hacia calle Atlixco, donde Dios y él se esperan siempre para después separarse.