Entre otras cosas, caminar es un acto político, cultural e incluso ideológico. Desde nuestros ancestros más remotos, llevamos caminando unos 4 o 5 millones de años. Casi una eternidad. A una velocidad de 4 a 5 kilómetros a la hora, la escala humana de desplazamiento medio, nos hemos ido apropiando del mundo y la naturaleza […]
Entre otras cosas, caminar es un acto político, cultural e incluso ideológico. Desde nuestros ancestros más remotos, llevamos caminando unos 4 o 5 millones de años. Casi una eternidad. A una velocidad de 4 a 5 kilómetros a la hora, la escala humana de desplazamiento medio, nos hemos ido apropiando del mundo y la naturaleza nos ha ido modelando dialécticamente.
Hoy solo caminan de verdad las personas refugiadas, la gente desempleada buscando un trabajo, los inmigrantes huyendo de la pobreza hacia las fortalezas de la Unión Europea y Estados Unidos y las mujeres africanas y de entornos de suma precariedad vital para traer el agua a diario a sus comunidades y calmar así la sed de sus comunidades de convivencia.
Algo tan nimio como caminar es la expresión más genuina de la necesidad imperiosa por sobrevivir y de la libertad humana, de expresión y asimismo de pensamiento. En las sociedades ricas, actualmente caminar es una cuestión de pobres, indigentes y marginados: aquellos individuos que caminan son sospechosos de una rareza extrema, ya lo hagan por placer o por no tener posibilidad de uso de otro medio alternativo de comunicación.
La otra cara de la moneda, un tanto paradójica en sí, es que existe igualmente un caminar de lujo recreativo o de ocio que forma parte del estilo de vida opulento o avanzado socialmente de los países de corte occidental. Estamos ante un estilo de vida que precisa de tiempo libre, un destino comercializado y unos recursos particulares suficientes para echarse al monte de caminar por cuestiones estéticas o deportivas.
Caminar no produce nada, no crea plusvalías, solo metáforas y símbolos de recorrido casi exclusivamente privado. De ahí que las ciudades se diseñen para el protagonismo del coche, los trenes de alta velocidad y los aeropuertos, no lugares de tránsito rápido que nos trasladan a la globalidad, los centros comerciales y el trabajo eliminando la experiencia directa del cuerpo, las emociones vis a vis y el encuentro fortuito con nuestros semejantes. Salimos de un lugar privado y entramos a otro similar obviando de cuajo el trayecto, la distancia y la socialización con los otros.
Fronteras, muros, propiedad privada y prejuicios nos impiden caminar en libertad y asumir como experiencia singular cada tramo de la vida. Ese viaje único, irrepetible e intransferible, una manifestación del sí mismo en diálogo permanente con el medio ambiente, se ha sustituido por las redes sociales y el encuentro virtual a través de contactos impersonales donde el cuerpo se ha disipado en multitud de ítems y avatares pasajeros de sustancia indefinida.
Todo son obstáculos para el libre caminar, lo que es tanto como decir para la libre expresión de nuestro propio pensamiento crítico. Gentes que caminan juntas hacen de su propósito un lugar común, de ahí las manifestaciones sociales, sindicales y políticas que salen de un punto determinado y avanzan a un destino concreto. No hay reivindicación que se precie de ello y que pretenda conseguir sus objetivos que no se exprese en la visibilización de un caminar conjunto. El movimiento resulta imprescindible para dotar de enjundia toda realidad discursiva que aspire a crear un estado de opinión, una tendencia sólida o intentar incidir o cambiar la compleja realidad a la que dirige sus reivindicaciones.
Muchas son las razones para prohibir el libre caminar, por solaz, necesidad o índole política. El discurso es movimiento por antonomasia, la manera en que el cuerpo se transforma en palabra pública compartida. Por eso, el statu quo del siglo XXI prima los recintos cerrados y las rutas establecidas. Se trata de controlar los encuentros con solvencia y de dirigir las pulsiones y los deseos a metas fijas y predefinidas: producir, consumir y evadirse de la realidad que nos circunda y oprime mediante señuelos que nos den el ocio empaquetado y listo para actualizarlo y desecharlo en un santiamén.
En el pasado remoto, muchísimo antes del pienso, luego existo cartesiano, tuvo que ser el caminar instintivo hacia el alimento que cubriera la necesidad primaria y urgente de comer y saciar la sed del sobrevivir precario. Tuvimos que desplazarnos obligatoriamente. De ello no cabe la menor duda.
Una vez alimentados, es probable que surgiera el pensamiento peripatético íntimamente ligado al descubrimiento de nuevos destinos, nuevos deseos y nuevos discursos para entender lo que éramos, lo que íbamos construyendo socialmente de nosotros mismos.
Así surgió la sofisticada cultura de hoy en día y algunas cumbres de la creatividad humana. Hicieron del caminar su impulso vital, literario o filosófico, entre otras figuras señeras, Aristóteles, Kierkegaard, Rousseau, William Wordsworth, Dickens y Walter Benjamín. Incluso Marx dedicó grandes caminatas en familia los domingos para descansar de sus pensamientos y recobrar fuerzas para la ingente obra que nos legó. Caminar en zonas verdes apropiadas y no poner puertas restrictivas al campo, en la época inicial de la revolución industrial, fue una reivindicación estelar de la clase trabajadora para huir de la insalubridad del incipiente sistema capitalista.
Algo tan nimio y natural como caminar tiene connotaciones muy profundas en la vida cotidiana de todos. Las personas que huyen despavoridas de las guerras hacen del caminar una alegoría de su condición desesperada. Van juntas porque es el único modo de mostrarse al mundo como un todo, una multitud que exige humanidad a los que asistimos en silencio y atónitos ante una magnitud dramática que sobrepasa nuestra conciencia inmóvil de gentes sedentarias y ancladas en el sillón de la autocomplacencia.
Lo mismo podría decirse de las gentes sin trabajo, caminantes, estos solitarios, que buscan un imposible, compitiendo en su trayectoria solipsista hacia ninguna parte sin mirar al semejante en su igual problemática social. Caminar a solas, al resguardo del encuentro social, es una determinación sibilina del régimen capitalista para erradicar los lugares comunes que pudieran hacer frente a su monolitismo ideológico del pensamiento único neoliberal.
Nos quedan esas mujeres de grito trágico y diario en busca de la subsistencia familiar en territorios alejados de la globalización posmoderna. Son vistas como arte etéreo, como performance, como evento sin relación con el todo. Caminan por necesidad, en un trasiego antiquísimo por calmar el cuerpo que las oprime como una maldición inefable. Tal vez tuviera una poderosa razón poética Antonio Machado al afirmar caminante no hay camino, se hace camino al andar. Sin embargo, el caminar de los pobres es un círculo vicioso del que nadie pude salir indemne. Pero hay que caminar, esa es una verdad insoslayable.
No hay vida sin movimiento ni dignidad humana sin emprender un camino. Quedarse quieto es la muerte, por asimilación del sistema o por suicidio diferido. Cualquier traba al caminar libre no es más que una restricción a la libre expresión y el libre pensamiento. La escala humana viene dictada por el caminar, por sentir nuestro propio cuerpo: a mayor velocidad, sea ésta virtual o física, todo pasa pero nada deja huella real en nuestra conciencia. Y eso es lo que predica la posmodernidad ideológica: ir más deprisa, competir, estar en todas partes para no echar raíces en ninguna de manera reposada, racional y consciente.
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