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Canto a Evangelina Rodríguez

Fuentes: Rebelión

(En homenaje a quien fuera abanderada de la causa feminista en la República Dominicana y primera mujer en doctorarse en medicina, así como al doctor Zaglul, autor de la única biografía que existe sobre Evangelina.) I De la cuna a la calle, de la calle al camino, Evangelina negra, mujer, mujer y negra, a medias […]

(En homenaje a quien fuera abanderada de la causa feminista en la República Dominicana y primera mujer en doctorarse en medicina, así como al doctor Zaglul, autor de la única biografía que existe sobre Evangelina.)

I

De la cuna a la calle, de la calle al camino, Evangelina negra, mujer, mujer y negra, a medias entre el sueño y el olvido.

Evangelina juega a los secretos, arma y desarma indicios, hilvana interrogantes y argumentos, sobresalta disfraces y apariencias ajena a los rumores de los sables que se disponen a agitar la guerra.

Tiene la risa breve la nacida de un testigo sin cargos y una sirvienta negra.

Desde Higüey a San Pedro, Evangelina carga su equipaje, su menudo inventario de permisos, sus seis primeras quejas, sus ojos indiscretos, averiguando estribos y alborotando miedos…

Evangelina negra, mujer, mujer y negra. Negra en su desnudez sin armisticio y es blanca la moral y blanco el juicio; mujer sin timidez y sin perjuicios y es masculino el tiempo y el camino.

La pequeña Lilina aún no lo sabe pero busca en la mano de su abuela la sombra de la madre que ha perdido.

Desde Higüey a San Pedro la carreta prosigue rechinando su viaje sin nada en el camino que desaire el trote de las huellas.

Era San Pedro de Macorís una quimera, una fábula dulce y desabrida, tendida al sol la mueca y la sonrisa. Fértil para hortelanos y lavanderos chinos; buena para avezados orfebres italianos dedicados al cobre y a la bisutería;

grata para ceñudos españoles en cueros y en tejidos, o diestros alemanes expertos en telares y embutidos, o turcos usureros dedicados al trueque y al retrueque. Tierra de promisión para cualquiera que no arrastre cadenas o grilletes.

Macorís inauguraba ingenios y al corte de la caña y la molienda llegaban los haitianos impuestos a las fustas y a las riendas. Macorís, mezquina y opulenta, multiplicaba fincas y burdeles, cafetines de lujo y lazaretos, distinguidos ilustres y tumultos de infelices sin paz ni providencia.

Crecía Macorís al compás del machete en los ingenios Angelita y Porvenir, reproduciendo bancos y bateyes donde sumar haciendas y favores y emparejar los hombres con los bueyes… mientras Evangelina desgranaba

su diaria mazorca de imprevistos.

«!Gofio, traigo gofio, rico dulce de maíz. Lo vendo tierno para endulzar olvidos y azucarar recelos»

Evangelina negra, mujer, mujer y negra… quería ser médica.

«¿Evangelina, aquella desgarbada fantasía escasa hasta de sombra, aquella niña tosca?»

Sí, aquella negra fea que, mientras murmuraban sus remilgos los maldicientes de chalina y toga, urdía sus auroras y utopías sin importarle bufas ni respingos… la pequeña Lilina, la dulcera, hecha ya una mujer y un desafío.

«¿Y es que no le bastaba con la escuela? ¿Qué afán el de estudiar? ¡Mejor fuera si se buscara un hombre!

¿Y qué se habrá creído la dulcera? ¡Me da que esa mujer no tiene juicio! ¡Ni juicio ni vergüenza! ¡Tiene la boca grande la sirvienta!»

No sólo fueron puertas clausuradas o saludos frugales y miradas esquivas… también en su calvario Evangelina

pudo encontrar quien le enjugara el rostro y secundara sueños y palabras.

Rafael Deligne conoce a Evangelina y acaso por poeta o alquimista, bruñe de temple el oro, perfila sus aristas,

hace acopio de nubes y raíces, alecciona nudillos y mejillas, y Evangelina rueda de sus manos… ya nunca estará sola.

II

Hay música en la calle. La costumbre festeja alborozada la quimera que augura el calendario pero, el siglo que nace, terminadas las rondas y las chanzas, no llega al otro día, no tiene quien lo emplace, quien aliviane a tiempo su resaca, quien pueda consagrarse a su rescate… y una vez la novedad consume el esplendor que escancia, rueda por la arrogancia de las copas la tediosa escasez de la costumbre. Nada ha cambiado el tiempo.

El siglo que comienza es el mismo decrépito episodio que antes de coronarse con la aurora ya bosteza cansino sus salmodios, sin nada en las alforjas.

Ajena a los alardes del siglo que despunta también Evangelina llega tarde al avieso reparto de fortunas.

No perdonan su origen campesino, su temple levantisco, su osadía, su curtida memoria importunando

la amnesia colectiva, su trajinar repulsas a los necios expertos en florainas y en engaños, su impaciencia, su estima, sus redaños, su negativa a resignar el vuelo, su derecho a elegir, su voz, su vida.

«¿Será posible tanta desvergüenza? ¿Es que no hay nadie que componga a la negra? ¡Y aún se atreve a salir sola a la calle! ¡A Higüey que se devuelva y mejor pronto que tarde! ¡Esa negra está loca, hay que encerrarla!

¡Quiere hacer medicina, magisterio… por Dios que es insolente la sirvienta!»

Poco tardan las descocadas lenguas en volver a escupir su retahíla. Los que ayer la acusaran de buscona

no dudan en tildarla al otro día, mudando la calumnia, de ser una machorra, una mujer tardía que equivoca

el sesgo natural de la liturgia.

«¡Se ha buscado un amante la ramera! ¡Y ahí viene por la calle! ¡Vuelve la vista, niño, no la veas!

¡Algo se habrá de hacer con esa negra!

III

Grano a grano Lilina elabora su polen, un primer arrebato en el que imprime la voz de su universo y camina resuelta el entresijo del mundo que aún ignora y que ya arenga, Evangelina negra, mujer, mujer y negra, a medias entre el sueño y el olvido.

Crece el siglo dormido en su rutina, sin nadie que recuerde sus venturas ni olvide sus agravios y vuelve la indigencia a la retina y el desaliento al labio.

Desde el Norte, la ramería sacude sus disculpas y acomete canalla nuestra bisoña cuna de esperanzas. En nombre de la paz vierten la sangre, acollonando agallas y repulsas. Han venido brutales y certeros, como enjambre que zumba, siempre dispuestos al fuego y la metralla, siempre abocados al robo y al saqueo.

Han venido y se quedan sin procurar siquiera un mal pretexto que haga menos infame el desafuero, como siempre se quedan, por la fuerza, por no tener quien pueda partirles el respeto.

Cuentan para su infamia con cipayos dispuestos a quitarse los sombreros y saludar el paso del desdoro, pijoteros de escorzos y arrumacos a bien con Dios y a bien con el Diablo, orondos ordenanzas del mercado

atentos a la oferta y la demanda, diestros volatineros de la farsa a un tiempo soberanos y comparsas, eruditos del fasto y la falacia malbaratando labia en disimulos, pero no es todo el país el que declina ni arrastra la cerviz ante el intruso. Evangelina encumba su derecho, su bien nacido orgullo y convierte su verbo y su repulsa en tribuna de escarnio ante el verdugo. Se va cerrando el cerco en torno a Evangelina y hastiada del acoso de tantos embozados virtuosos en las artes del plomo y de la filfa, abandona San Pedro y encamina hacia San Francisco sus enconos.

En el Cibao encuentra Evangelina alivio a la obstinada comunión de afrentas y renueva propósitos y espaldas

mientras tenaz alienta su aventura y da vuelo a sus alas soñando con París.

IV

De Samaná a La Vega, de La Vega a Santiago, Evangelina ronda y desempiedra de casa en casa el valle.

A pesar del recelo que su color infunde, del miedo a la mujer, de la ignorancia, del secular temor al intelecto

cuando no se disfraza de varón, Evangelina se gana la confianza de quienes sólo tienen el respeto con que saldar el cargo y la atención. Con la ayuda de amigos que compensan su natural torpeza en el provecho Evangelina empaca sus certezas y regresa a San Pedro en procura del barco que haga posible el sueño.

El mar tiene otra orilla y en la Sorbona espera Evangelina hacer su doctorado.

Tres años han pasado desde que se firmara el armisticio que abrió París de nuevo a la concordia. Tres años que se han ido en algarazas, en cantos de victoria, para que volviera París a ser la misma, perdida la mordaza y la custodia, capital de la luz y luminaria del mundo y de la historia.

Era aquella ciudad norte y enseña de todo el que indagaba las distancias en el quehacer del arte y de las ciencias

y ningún otro centro superaba la Escuela de París de Medicina. En ella matricula sus urgencias y en cinco años no sale de París.

No es que la aturda la inercia alborotada que en las calles dispendia esperanzas y agallas. Tampoco le interesan los flamantes asombros de tertulias. Evangelina escarba en la ciudad que muestra sus vergüenzas, su indubitable alma de partera y se adentra de lleno en la París que crece y que deslumbra sin aturdir el sueño o la conciencia. Aprende el nuevo idioma y de su mano emboca el entresijo de una cultura ajena que hace propia

y absorbe como esponja el pensamiento de aquel conglomerado de apetitos.

La que trama el regreso, sin embargo, no es la misma mujer. A la orilla del Sena se ha dejado algunos inquilinos, arrepentidos fardos en que cargó evangelios, yerros y desatinos contra un pueblo a quien le censurara sus holganzas sin advertir sus deudos, resabios de una fe culpable de adulterio, excesos de templanza,

desarreglos cubiertos de plegarias.

La Evangelina que regresa a San Pedro no es la misma mujer que se marchara. De aquel sonrojo antiguo,

sensible a la biliosa mediocridad del medio, ha crecido pujante y desenvuelto un corazón delante de un respeto.

Poco le importa que sigan las aceras llenándose de enojos y reproches o que acosen su nombre plañideras

las sombras de la noche, o que al pasar murmuren sus monsergas chismeros y fantoches… La Evangelina que regresa a San Pedro ya no va a darles tregua.

«¡Ha vuelto la doctora! ¿Y qué viene a hacer aquí? ¡Debiera haber seguido por Europa! ¡Tampoco la querían en París! ¡Esa mujer es loca!»

Sus antes denostadas prostitutas son el primer motivo de su esmero. Las censa, las atiende, las educa, se gana su confianza y la censura de un medio que no entiende sus arrestos, mas no ceja en su empeño Evangelina

y con sus solas manos y el amparo del doctor Defilló y otros amigos inaugura en San Pedro un lazareto donde asiste a leprosos sin recursos y un centro gratuito destinado a atender tuberculosos.

A la mezquina insidia de la calle responde Evangelina con más bríos, con más razón y arrojo, con más amor si cabe, y funda bibliotecas ambulantes, reparte leche gratis entre los más pequeños, organiza colonias para los mendicantes, crea cooperativas de labriegos y en Tata y Petronila, precursoras de la causa feminista, encuentra Evangelina quien aliente y respalde su osadía.

Le nace Selisette, hija adoptiva de una hermana de sueños en la que vierte todo el amor que le negó la vida

y a la que hará su más dulce compañía.

También la patria engendra sus desechos y pone la vergüenza de rodillas. Trujillo es desde entonces propietario

de todo lo que alcance su codicia y no hay razón ni espanto que detenga su voraz vesania y sus estragos.

Nada escapa a su ira o a su gracia, ni mujer ni varón, nada que se desaire o se respete, nada que se resista o se someta, nada que no se oculte o no se muestre, nada que no se compre o no se venda…

Después de Dios, y sólo por guardar el disimulo, Trujillo es el sumario de la patria.

A fuerza de intentarlo, los excretas que confinaran su vuelo, rompen también sus alas y Evangelina quiebra sus agallas sobre la faramalla del señuelo.

Se rasga la osadía que propiciara el reto y abatida la fe, pierde su sesgo y la razón olvida.

Evangelina calla, ya todo lo ha perdido, su voz, su ser, su hija. Apenas sí conserva la memoria embriagada en la insania del camino. De nuevo sola, condenada al constante recuento de sus pasos, Evangelina tira de su sombra

sobrellevando un yaguasil de flores mientras recita los clásicos franceses por los alrededores de la escoria.

«¡Ahí viene Evangelina! ¿Oyen la jerigonza? ¡Yo ya lo dije siempre…esa mujer es loca…esa mujer es loca…esa mujer es loca!»

Evangelina ha amanecido muerta, derribada a la vera del camino, envuelta en el sudario de un delirio

que equivocara el tiempo y el lugar. Muerta de sensatez, muerta de inanición, muerta de no saber sus enemigos. Evangelina negra, mujer, mujer y negra, a medias entre el sueño y el olvido.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.