La Iglesia católica no es originariamente un aparato de Estado propio del capitalismo. Sus orígenes históricos y la mayoría de los significantes propios de la ideología que vehicula son propios del feudalismo. Las ideas de jerarquía, de obediencia a un magisterio, el llamamiento a los creyentes a someterse a los poderes terrenales son acordes con […]
La Iglesia católica no es originariamente un aparato de Estado propio del capitalismo. Sus orígenes históricos y la mayoría de los significantes propios de la ideología que vehicula son propios del feudalismo. Las ideas de jerarquía, de obediencia a un magisterio, el llamamiento a los creyentes a someterse a los poderes terrenales son acordes con un régimen fuertemente jerarquizado de dependencias personales en el que el poder no necesitaba justificarse, pues se concebía como «natural». Estas ideas, sin embargo, no encuentran fácil acomodo en una sociedad donde los principios de libertad y de igualdad obligan a que se dé razón de toda posición de poder. Efectivamente, entre hombres (no excluyo de esta denominación a las mujeres, pero no quiero torturar la lengua) libres e iguales, el poder es algo anómalo, nada natural y necesita, por lo tanto una sólida justificación. Las constituciones de las democracias liberales suelen dar cuenta -mediante la ideología jurídica- del modo en que libertad e igualdad se articulan con formas legítimas y legales de autoridad.
Naturalmente, esta articulación racional de autoridad y libre igualdad no es todo. Existe también en todo orden social toda una serie de realidades fundamentales que escapan a esta supuesta racionalidad y legalidad universal. Existe, por ejemplo, la policía, institución que se rige por normativas suficientemente laxas para no depender enteramente de las leyes y poder siempre superar sus límites: no existe ni puede exisitir policía que no pueda maltratar o torturar a los ciudadanos que caen en sus manos. El corpus jurídico inspirado por la policía (leyes antiterroristas, leyes de excepción contra individuos esencialmente peligrosos y un cada día más largo etcétera) delimita un auténtico estado de excepción permanente hasta en el más democrático de los países. Existe, naturalmente el ámbito de lo que se denomina economía, donde libertad e igualdad dejan de exisitir en cuanto se trascienden la puertas del lugar de trabajo.
Existe también la Iglesia. La Iglesia católica, como aparato ideológico de Estado del capitalismo español tiene algunas particularidades históricas, pues fue desde los Reyes Católicos hasta Felipe IV, a través de la Surprema Inquisición de España, el único aparato de Estado propiamente español. Sin embargo, no hace falta remontarse a fechas tan remotas para encontrarnos con que la Iglesia católica ocupa un lugar de excepción. La inscripción de la Iglesia en la constitución formal y material del Estado español no se corresponde, ni mucho menos, a la de ninguna otra institución de carácter privado. La Iglesia es el único culto religioso que se menciona en la constitución y aquél a que se destinan los ingresos de un impuesto religioso pagado, por defecto, por todos los ciudadanos. Sin hablar de sus privilegios fiscales o de que se le permita controlar una parte sustancial del sistema educativo. Dentro de un ordenamiento jurídico teóricamente basado en la igualdad y la libertad, el estatuto de la Iglesia española es anómalo.
La Iglesia goza de la posición excepcional de los aparatos de Estado e instituciones sociales que deben permanecer a la vez dentro y fuera de la ley (policía, ejército, monarquía, mercado, empresa etc.). En el caso de la Iglesia católica esto es particularmente flagrante, pues su estatuto depende de un acuerdo internacional, un acuerdo con otro Estado, la Santa Sede. La maltrecha soberanía nacional del pueblo español queda así mermada por el hecho de que otro Estado tenga una potestad particular en los asuntos que deberían ser mera incumbencia del poder legislativo. Conforme al Concordato la Iglesia funciona como un Estado -extranjero- dentro del Estado. No sería así si sus secuaces se limitasen a obedecerle en el ámbito privado y a regir su vida por sus preceptos, pero la Iglesia española quiere decidir más allá del ámbito cada vez más estrecho del catolicismo practicante. La Iglesia católica determina las decisiones del poder legislativo e influye sobre el funcionamiento de aparatos como el escolar y universitario, o sobre el de los servicios de salud. La Iglesia es un poder en posición de excepción que se articula, dentro de la formación social capitalista española con los otros poderes excepcionales antes indicados: aparatos repressivos, poderes económicos etc.
Uno de los ejes fundamentales de la actuación de la Iglesia es el de una supuesta «moral sexual». Puede sorprender que una institución que se proclama heredera de una tradición mesiánica, en lugar de preocuparse por el fin de lo tiempos y la salvación de las almas de sus secuaces, hable fundamentalmente de sexo. Sin embargo, quien siga las declaraciones de sus prelados puede comprobar que hablan siempre «de lo mismo», que sólo hablan «de eso». Esto no es una novedad, pues como ya explicó Michel Foucault, la Iglesia fue un actor importante del establecimiento, junto al poder soberano, de una nueva modalidad de poder «pastoral», directo antecesor de la biopolítica. Este poder pastoral es un poder ubicuo que sigue a los individuos en cada momento y ocasión de la vida, pocurando constituir un saber sobre éstos, sobre sus deseos, sus necsidades, sus inclinaciones, sus pensamientos más recónditos y sus actos más insignificantes. No es un poder basado en la prohibición, sino en el control permanente; no es un poder que silencia, sino un poder que hace hablar. La institución eclesial tuvo que abandonar toda identidad cristiana y mesiánica, pues esta era incompatible con su nueva función. La Iglesia no habla ya del fin de los tiempos ni de la salvación, ni de la segunda llegada del Mesías. La Iglesia no vive en el «tiempo que queda» paulino, sino en el tiempo indefinido de la gestión de las poblaciones y de la valorización del capital. En los países católicos, su función es regular la «libertad sexual», no aboliéndola, sino transformando su práctica -necesaria en una sociedad capitalista permisiva- en fuente de culpabilidad. La Iglesia dobla así al propio capitalismo: el capitalismo genera la deuda económica, que no es sino una forma de culpa -el término Schuld recoge en alemán indistintamente ambos significados, según recuerda Walter Benjamin-, la Iglesia produce a partir de la propia libertad de transacciones sexuales del capitalismo otra forma de culpa intrínsecamente enlazada a la primera. No hay mercado sin culpa-deuda, ni culpa-deuda sin mercado.
La protesta de algunos estudiantes en la capilla de Somosaguas contra la inexplicable existencia de un local religioso en un centro universitario y contra la ideología siniestra que desde él se propaga se expresó mediante un ritual que responde especularmente a la doctrina de la Iglesia. Desnudándose parcialmente en público en una capilla, pretendieron los estudiantes protestar contra este subterráneo poder que el Estado español concede a la Iglesia. Probablemente este inocentísimo acto, que reproduce una celebra escena de la vida de San FRancisco de Asís, no tenga la radicalidad que ingenuamente le atribuyeron sus protagonistas. Basta hojear un manual de confesión escrito del siglo XVI para acá para descubrir un universo de perversiones de enorme riqueza que, como hoy sabemos sirvió de fuente directa al marqués de Sade. Hay que ser muy ingenuo para intentar descubrir nada sobre la sexualidad a la institución que más hizo para inventarla y un buen número de cuyos sacerdotes y prelados ha tenido problemas con la justicia en relación con ciertas prácticas sexuales poco compatibles con la libertad e igualdad de los individuos. La ingenuidad de que hicieron gala los jóvenes de Somosaguas ante la institución eclesial, ingenuidad compartida por muchas personas de su generación que estudian en este y otros centros análogos, debería ser motivo suficiente para que se supriman todas las capillas en los centros de enseñanza públicos. No sólo se cumpliría así un precepto democrático elemental y se respetaría la igualdad y la libertad de los ciudadanos, sino que, incluso se obedecería a un precepto evangélico: proteger a los jóvenes del escándalo. Pues como se afirma en Mateo 18.6 (en texto que coincide con Marcos 9.42 y Lucas 17. 1-3): « Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuera arrojado al mar.»
Fuente: http://iohannesmaurus.blogspot.com/2011/03/capilla-de-somosaguas-quien-escandaliza.html