«El mañana es la Gorgona, y un hombre sólo debe verlo reflejado en el reluciente escudo del pasado. Si lo mira directamente, se convertirá en piedra». G. K. Chesterton
De entre todas las patologías hereditarias que, como familia, y familia consanguínea cerrada sobre sí misma (debido a las décadas de derrota política y hegemonía neoliberal), padecemos quienes integramos la izquierda, una, y no la menos extendida, es aquélla que consiste en cierto recelo, si no directamente hostilidad, contra el sentido común. El sentido común, imposible de encontrar en ningún lugar, imposible de asir o cuantificar, es un atadillo indescifrable en el que se anudan la tradición y la razón; cierta dosis de historia y cierta dosis de moralidad universal. Por lo que tiene de histórico y consuetudinario, la veta racionalista de la izquierda, cuando opera en el vacío (sin duda, insistimos, porque nadie razona bien cuando razona solo) siempre lo ha considerado como un subproducto del modo de producción, o como una atadura irracional de contingencias de la que había que desprenderse en el camino hacia la libertad.
¿Qué significa ser de izquierdas hoy? ¿Qué significa haber sido de izquierdas en cualquier siglo? Pues bien, Santiago Alba acaba de escribir un «panfleto» (**) que fácilmente podría convertirse en una especie de Manifiesto Comunista de nuestro tiempo. El «sí menor» de la respuesta es menor como menor es el Cristo de Velázquez, que no es «nada más» que un dios de carne sobre fondo negro; como menor es la Declaración Universal de los Derechos Humanos, mucho más parcos y minimalistas que, pongamos por caso, la constitución de Puerto Rico. En estas pocas páginas se va destilando una afirmación rotunda y esencial, en la que naufraga inevitablemente todo patriotismo de partido, toda inercia identitaria. Porque ser de izquierdas, hoy, tiene que ver con aceptar esa moralidad colectiva común, que aceptan desde una «matrona griega» hasta un «conductor de autobús español», y que fácilmente se puede expresar, por qué no, en los Mandamientos. Para darse cuenta, con ello, de que es imposible aceptar esa moralidad y aceptar al mismo tiempo el capitalismo ni el patriarcado.
«La izquierda no ha sabido defender el programa anticapitalista de la mayoría mientras la derecha capitalista, que lo traiciona y lo hace imposible, se apropia siempre sus votos. Hay gente que se cree de izquierdas y que es de derechas y gente que se cree de derechas y que es de izquierdas. Esta es la mayor parte de la gente. El problema es que votamos con lo que creemos que somos y no con lo que somos realmente«, subraya.
Quizá nunca como ahora ha sido tan confusa la pluralidad de posturas intelectuales y políticas dentro de la izquierda, arrinconada en múltiples encrucijadas, ni nunca ha sido tan extremadamente urgente más claridad al respecto. En este laberinto el autor emprende una defensa del anticapitalismo, el derecho, la ecología y el feminismo que se hace cargo prácticamente de todas las polémicas internas que actualmente cada uno de esos puntos entraña. Porque Santiago Alba ha adquirido una doble madurez. Como filósofo podíamos decir que está de vuelta (en el sentido estrictamente platónico del asunto). Como poeta, comparte con Chesterton (entre otras cosas) la habilidad de concentrar en un puñado de metáforas luminosas e inapelables la solución de sesudos problemas ontológicos, antropológicos y políticos.
La Historia no puede ser como «la Balsa de la medusa», un recinto tan lleno de necesidad, de ley, que no quepa margen alguno para la dignidad, para la moral. Y si puede serlo en algún momento, hay que evitarlo a toda costa. Pero mientras no estemos en la balsa de la medusa es posible ser de izquierdas, y ser de izquierdas no puede consistir sino en blandir ese programa de la decencia común, ese sentido común, podríamos decir, sobrehegemónico. Porque el sentido común, ese conjunto simple de principios universales coagulados en la historia, es en cierto modo antihegemónico (en una sociedad que, como conjunto, no para de atentar contra todo sentido común), pero a la vez es siempre más hegemónico que cualquier hegemonía, puesto que interpela a la humanidad en su conjunto, desde Grecia hasta los mandamientos, desde la Puerta del Sol hasta Tahrir, desde los muertos hasta los no nacidos. Y desde esa hegemonía por encima de toda hegemonía particular debería hablar y actuar la izquierda, de un modo que permitiera al anticapitalismo consuetudinario, espontáneo, de los pueblos y las mayorías, descubrir que, mira tú por dónde, eran de izquierdas.
Y ese programa, en definitiva, se concreta en la fórmula, ya otras veces usada por el autor (pero quizá nunca tan bien expresada ni tan matizada), de la tríada «revolucionarios en lo económico, reformistas en lo institucional y conservadores en lo antropológico». Tenemos que ser revolucionarios en lo económico, porque el capitalismo no se deja reformar: si funciona a la perfección, nos destruye; si lo limitamos, nos destruye también. Ser anticapitalistas es la condición de posibilidad de que seamos, como lo es la mayoría, conservadores. Porque es imprescindible conservar las cosas, en constante asedio por parte del capitalismo, y los vínculos que en torno a ellas establecemos las personas. Porque, como dice Chesterton, que sabía que «nadie veneró más el pasado que los revolucionarios franceses» (a quienes debemos el reparto político de izquierda y derecha) el hombre es «un monstruo deforme, con los pies mirando hacia delante y el rostro mirando hacia atrás. Puede convertir el futuro en algo lujuriante y gigantesco, siempre que esté pensando en el pasado». Ahora bien, si bien no podemos partir de nada que no sean «los restos del naufragio», si no queremos que nuestro programa sea el de la pura nada, no podemos aceptar sin más la tradición, la llamada «democracia de los muertos», porque entre otras cosas es la sede del patriarcado. Contra ese sentido común tribal, subhegemónico, tenemos que edificar leyes e instituciones: derecho. El cual, como en la fábula de los trogloditas buenos, nos salve de nosotros mismos, que no podemos depender de una omnipresente virtud moral de todos y cada uno. Porque somos una chapuza, necesitamos esa chapuza que es el Derecho. Y sólo a través del Derecho, que introduce en la Historia un «progreso» que es el estricto contrario del progreso histórico del capitalismo, podemos permitir a la sociedad corregirse a sí misma, reformarse a sí misma, discernir y erradicar las malas herencias de las imprescindibles o las simplemente banales. Pero nada de eso es posible si no detenemos urgentemente, ya mismo, esa utopía con dientes que es el capitalismo, que nos conduce cada vez más rápido al abismo, donde no cabrá otra opción «de izquierdas» que la de la balsa de la Medusa, donde sólo podremos «suicidarnos dignamente tras entregar el último trozo de pan y el último beso a nuestro amado o a nuestro hijo.»
Nunca detendremos el capitalismo si continuamos confinados en nuestro rinconcito de la historia, en nuestra cuota del mercado electoral, pareciéndonos siempre a nosotros mismos, con nuestros tics y nuestras peleas de familia, encerrados en nuestras hiperintelectualizadas discusiones de escuela, como reos que en una cárcel sin ventanas no tienen nada mejor que hacer. Y para emprender esa tarea histórica, de la máxima urgencia, con la que dar un paso al frente e interpelar a la gente común, es preciso en primer lugar distinguir lo esencial de lo inesencial. Aquí lo tenemos.
(*) Daniel Iraberri es filósofo e investigador. (**) ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? (Panfleto en sí menor) (Pol-len Edicions, Barcelona, 2014), de Santiago Alba Rico, se presenta hoy lunes, a las 19:30, en Enclave de Libros (calle Relatores, 16, Madrid).
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/capitalismo-derecho-cultura-la-chapuza-del-ser-humano/5464