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Capitalismo en vena

Fuentes: Rebelión

Hay virus que entran por la sangre. Otros por la pantalla. El capitalismo contemporáneo ha perfeccionado su método: ya no necesita convencerte, solo inocularse. No se presenta como ideología, ni siquiera como sistema económico. Se disfraza de oportunidad, de juego,  de libertad, incluso de herencia. Y lo más brillante —y perverso— es que ahora se reproduce sin esfuerzo. Como un virus bien diseñado, se replica en cada ciudadano que lo abraza sin saber que ha sido infectado.

Así que lo más brillante del capitalismo actual es que ha dejado de ser discutido. Ya no necesita defenderse. Se presenta como aplicación, como curso, como testamento. No se impone: se ofrece. Y tú lo aceptas porque parece libertad, parece juego, parece futuro.

Pero lo que estás aceptando es otra cosa: un sistema que convierte tu deseo en deuda, tu tiempo en rendimiento, tu cuerpo en activo. Un sistema que, incluso, lleva camino de no necesitar bancos ni fábricas, solo ciudadanos que se comporten como algoritmos. Que inviertan, que alquilen, que optimicen. Que se reproduzcan como él.

Armani y la elegancia del algoritmo

Giorgio Armani, el emperador de la silueta, al parecer dejó a sus herederos algo más que trajes y villas. Les legó una plataforma de inversión automatizada, de la que no daremos su nombre para no engordar su negocio privado, y  donde la Inteligencia Artificial hace miles de microtransacciones al día. ¿El mensaje? “No heredáis riqueza, heredáis el sistema que la genera”. Un virus elegante, con interfaz minimalista y rendimiento mensual. Armani no dejó millones: dejó una máquina que los fabrica sola. Como si el capital ya no necesitara humanos, solo replicantes que lo alimenten con clics y café.

Mientras tanto, se estrena una serie que promete enseñarte a jugar al Monopoly real. “Libertad financiera”, lo llaman. Cuatro capítulos para aprender a comprar pisos, alquilarlos y vivir de las rentas. ¿El truco? La “deuda buena al cuadrado”. Una fórmula mágica que convierte tu nómina en palanca, tu ansiedad en activo, y tu piso en cajero automático.

No importa si eres camarero, enfermera o profesor interino. El sistema te dice: “Tú también puedes ser capitalista. Solo necesitas hipotecarte con estilo.” Y así, miles de ciudadanos se convierten en microinversores, replicando el modelo sin saber que están alimentando el mismo monstruo que los exprimía antes. La escuela, la salud, el arte, el deporte, la infancia, la amistad, la espiritualidad y hasta el  amor incluso, todo esta impregnado del adn del capitalismo salvaje. Veámoslo. 

En cada vez más países, los programas escolares incluyen desde los 8 años talleres de “educación financiera”, “miniempresas” y “proyectos de emprendimiento”. Se enseña a los niños a crear marcas, calcular beneficios, simular inversiones y competir por “el mejor pitch”, por la mejor “presentación persuasiva”. No se habla de cooperación, justicia social o sostenibilidad: se habla de rentabilidad, escalabilidad y liderazgo.

La escuela deja de ser espacio de pensamiento crítico y se convierte en incubadora de futuros replicantes del algoritmo económico. Es como si en lugar de enseñar a leer, enseñaran a redactar anuncios. En vez de aprender historia, aprenden a venderla.

El cuerpo como unidad de rendimiento

La explosión de apps de salud, relojes inteligentes, suplementos, biohacking y clínicas de “rendimiento humano” promete no solo salud, sino productividad. Ya no se trata de estar sano, sino de ser más eficiente, más despierto, más rentable. El cuerpo se convierte en un proyecto de inversión: cada célula debe justificar su ROI (retorno sobre inversión).

Es como si tu corazón tuviera que presentar informes trimestrales. Como si tu sueño fuera evaluado por su impacto en tu productividad.

Por otro lado, las plataformas de streaming, redes sociales y ferias de arte han convertido la creación en contenido. El algoritmo decide qué obra merece ser vista, qué canción se viraliza, qué exposición se financia. El artista ya no pregunta “¿qué quiero decir?”, sino “¿cómo puedo gustar?”. El arte se convierte en KPI (indicador de rendimiento).

Es como si Picasso tuviera que pagar por promocionar el Guernica en Instagram. Como si Lorca necesitara un community manager.

Sigamos con el “mercado de los afectos”, Las apps de citas no solo conectan personas: las clasifican, las optimizan, las monetizan. El deseo se convierte en swipe (ese leve gesto de deslizar el dedo por una pantalla táctil). El vínculo en suscripción. El algoritmo te empareja según tu valor de mercado emocional. Y si no encajas, puedes pagar por “boost” para ser más visible.

Es como si Cupido trabajara en marketing digital. Como si el corazón tuviera que pasar por un embudo de ventas.

Retiro espiritual en Bali, 2.500 euros. Curso de meditación online, 49,99 al mes. Coaching cuántico, 300 por sesión. Se vende paz, se alquila iluminación, se monetiza el silencio. El alma se convierte en cliente.

Es como si Buda tuviera que pagar por desbloquear el siguiente nivel de conciencia. Como si el karma viniera con factura. Y asi la espiritualidad se convierte en mindfulness con tarjeta de crédito. 

El deporte amateur ya no es juego: es métrica. Hay cientos de aplicaciones que miden tus pasos, tus pulsaciones, tu VO₂ (consumo de oxigeno) máximo. Relojes que te dicen si has sido suficientemente productivo en tu entrenamiento. El cuerpo se convierte en dashboard, es decir, en un cuadro de mandos que organiza y presenta datos e indicadores clave de forma visual y  centralizada. Y el esfuerzo, en estadística.

Es como si correr no fuera para despejarte, sino para justificar tu existencia. Como si sudar fuera una forma de cotizar.

Viajemos a la infancia. Los juguetes ya no se eligen por diversión, sino por “estimulación cognitiva”, “desarrollo de habilidades” y “preparación para el futuro”. Cada juego es una inversión en capital humano. Cada cuento, una herramienta de liderazgo. La infancia se convierte en incubadora de rendimiento. Es como si los peluches vinieran con informes de productividad. Como si el escondite tuviera patrocinadores.

El duelo y la muerte no escapan en este cambio de paradigma. Hoy puedes contratar funerales personalizados a la carta, urnas biodegradables con código QR, memoriales digitales con suscripción anual. La muerte se convierte en experiencia de usuario. El duelo, en oportunidad de negocio. Se monetiza el recuerdo, se gamifica la ausencia. El funeral diseñado como una startup. o una marca para crear una identidad única para la eternidad.  

La amistad hace tiempo que se mide en utilidad. ¿Te aporta algo? ¿Te conecta con alguien? ¿Te ayuda a crecer? Si no, se descarta. El vínculo se convierte en capital social. El café con un amigo, en reunión estratégica. El afecto, en ROI emocional. Es como si los abrazos tuvieran cláusulas. Como si la confianza viniera con condiciones de uso.

¿Y tú, ya te has infectado?

La pregunta ya no es si estás dentro del sistema. La pregunta es si el sistema está dentro de ti. Si cada vez que ves un piso piensas en rentabilidad. Si cada vez que heredas algo, buscas cómo monetizarlo. Si cada vez que te hablan de arte, preguntas por el retorno.

El capitalismo en vena no se nota. No duele. Solo te convierte en replicante. Y cuando te das cuenta, ya estás jugando. Ya estás invirtiendo. Ya estás soñando con libertad hipotecaria (otra variable de la “libertad” de Ayuso) y algoritmos que trabajan por ti.

Y entonces, el sistema sonríe. Porque no ha tenido que hacer nada. Solo dejarte jugar.

Txema García, periodista y escritor

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.