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Capitalismo, precariedad y corrosión de las biografías

Fuentes: Viento Sur

En el transcurso de nuestra vida, mediante el conjunto de decisiones que tomamos y de situaciones en que nos vemos envueltos, nos vamos convirtiendo, por decirlo así, en los protagonistas de ese relato que es nuestra propia biografía. Puede decirse sin duda que cada cual es fundamentalmente ese relato del que ha sido protagonista, o […]

En el transcurso de nuestra vida, mediante el conjunto de decisiones que tomamos y de situaciones en que nos vemos envueltos, nos vamos convirtiendo, por decirlo así, en los protagonistas de ese relato que es nuestra propia biografía. Puede decirse sin duda que cada cual es fundamentalmente ese relato del que ha sido protagonista, o sea, que cada cual es, ante todo, la historia de su propia vida. En ese sentido, no diremos nada novedoso si afirmamos que ese relato es el único modo de responder de manera completa a la cuestión de «quién es cada cual». En efecto, cuando preguntamos quién fue tal o cual personaje, el único modo de responder de una forma más o menos completa es mediante su biografía, o sea, mediante el relato de su vida.

Desde luego, es evidente que no cualquier relato es ya una biografía. Para serlo, es imprescindible que cumpla una condición fundamental: su protagonista (ese personaje que cada un* es en su propia historia) debe mantener siempre cierta capacidad de decidir quién quiere ser. Debe ser pues, en cierta medida, un sujeto libre (y entiéndase que con esto, claro está, no nos referimos a la pura cuestión de hecho de si las condiciones exteriores reconocen legalmente esa libertad, sino a la cuestión de iure según la cual un esclavo como Espartaco es, inequívocamente, un sujeto libre).

Sin embargo, para que podamos considerar algo propiamente una biografía no basta con que su protagonista sea un sujeto libre. Hace falta además que se cumpla una condición previa: es imprescindible que sus acciones puedan enlazarse unas con otras de tal modo que constituyan propiamente un relato -es decir, que mantengan una mínima coherencia interna, que establezcan una cierta estructura lineal al menos-. Pero esto sólo es posible si las acciones tienen, al menos hasta cierto punto, un mundo estable donde realizarse. Para que un conjunto de acciones constituya propiamente un relato y no un puñado de episodios sueltos incoherentes, es imprescindible que los episodios transcurran sobre la base de un mundo común. Si cada capítulo se desarrollase en un mundo enteramente distinto -o, lo que es lo mismo, intentásemos protagonizar esa historia en un mundo que fuera a 3000 revoluciones por minuto-, entonces nos quedaríamos sencillamente sin relatos coherentes con los que responder a la pregunta de quién es cada cual.

Quizá se entienda mejor a qué nos referimos si intentamos hacer el siguiente experimento mental: imaginemos qué ocurriría si cada vez que nos emborracháramos lo hiciéramos en un bar distinto y con amigos distintos; cada vez que nos despertáramos lo hiciéramos en una casa distinta y en ciudad distinta; cada vez que fuésemos a trabajar lo hiciéramos en una profesión distinta; cada año celebrásemos nuestro aniversario en una fecha distinta y con una persona distinta o incluso cada 6 de enero fuésemos los reyes magos de unos hijos distintos. Imaginar esa especie de perversa «revolución permanente» puede ser útil para comprender a qué nos referimos con lo de la necesidad de tener un mundo estable bajo los pies para poder construir un relato coherente que responda a la pregunta «quién es cada cual», es decir, un mundo estable sin el cual nos quedamos simplemente con un legajo de historietas inconexas incapaces de constituir propiamente la historia de una vida.

Pues bien, es verdad que el capitalismo no ha conseguido imponer del todo esa perversa revolución permanente. Pero es importante destacar que si no lo ha conseguido, no ha sido por no haberlo intentado (pues, verdaderamente, corresponde a su esencia misma el intentarlo sin descanso) sino, sencillamente, porque se ha encontrado con una inevitable y feroz resistencia, digamos, «antropológica»: necesitamos actuar y construir la historia de la que somos protagonistas sabiendo, como mínimo, algunas cosas fundamentales del tipo: quién es nuestra familia, quiénes son nuestros amigos, qué bares frecuentamos, dónde está nuestra casa y a qué profesión nos dedicamos.

Sin embargo, esto es algo que encaja mal (es decir, encaja necesariamente de un modo conflictivo) con el capitalismo y con ese cambio a gran velocidad que le caracteriza.

No cabe duda, para empezar, de que el capitalismo es terrorífico para la consistencia y estabilidad de las cosas (y, con ellas, del mundo). Ya casi nadie se extraña de que se intenten fabricar coches que duren lo menos posible o que resulte una verdadera obsesión para las grandes compañías que el ordenador o el móvil queden obsoletos cuanto antes. La obsesión por que las cosas duren lo menos posible es inevitable en el instante la condición fundamental de la existencia de las cosas es que su venta reporte beneficios empresariales. Esta sociedad no produce nada que no sea a priori beneficio capitalista. En estas coordenadas es falso que se produzca para satisfacer necesidades humanas y, por lo tanto, sería ingenuo pensar que se produce con el objetivo de que las cosas duren cuanto más, mejor. Una vez vendidas, lo ideal es que vuelvan a demandarse unidades nuevas cuanto antes. Si hay algo en lo que Marx sin duda no se equivocó, es en el análisis de cómo el modo de producción capitalista -en el que no se fabrica nada con el objetivo de que sea usado (y por lo tanto con el objetivo de que dure lo más posible) sino con el único objetivo de que reporte beneficios económicos a sus fabricantes- se dispara un mecanismo en el que el sistema productivo en su conjunto no persigue más que producir por producir subordinándolo todo a las necesidades de la producción misma -y producir en una escala siempre creciente, produciendo siempre más que en el ciclo económico anterior con el único objetivo de poder producir todavía más en ciclo económico siguiente, (en una especie de espiral que necesita metabolizarlo todo a gran velocidad, que necesita arrasar todo lo anterior para poder volver a saturar el mercado de nuevo) -.

Marx se ocupó de demostrar que las necesidades de la «producción de beneficios» son completamente ajenas a las necesidades de los hombres y mujeres, e incluso directamente incompatibles con ellas: una sociedad obligada a satisfacer sus necesidades supeditándolas a la producción de beneficios empresariales queda inevitablemente encorsetada en una cárcel estructural en la que, con frecuencia, quedan invertidos todos los términos «antropológicamente razonables» hasta el punto de que lo que es un problema para las personas (y una catástrofe para las cosas), aparece como una solución a los problemas de la economía. Qué duda cabe de que para las personas es un problema que no duren casi nada esas cosas que cuesta tanto trabajo producir. Sin embargo, para la economía sería un alivio que las cosas durasen todavía menos. La producción y reproducción del capital tiene sus propias razones y sus propios problemas, los cuales no tienen por qué coincidir con los problemas y las razones de las personas. Allí donde se trata de producir por producir, para obtener más beneficios, a una escala siempre creciente y en un movimiento aceleradamente acelerado, nos encontramos, de un modo inevitable, con las cosas siempre intentando ser trituradas y con las personas enteramente subordinadas a las necesidades de una producción que no atiende en absoluto a «razones humanas».

Esto es una catástrofe no sólo, en efecto, para las cosas, sino también (y por lo mismo) para las personas: introducir nuestras biografías en ese auténtico torbellino, meter nuestras biografías en esa trituradora que es el capitalismo, tiene consecuencias verdaderamente demenciales. Y, desde luego, la primera es que, en vez de una biografía, lo que te sale muy probablemente son un montón de fragmentos deslavazados, una historia literalmente descuajaringada.

La precariedad que necesariamente acompaña a esta subordinación de los individuos a las «necesidades de la economía» tiene un efecto verdaderamente corrosivo sobre las biografías (de ahí que en el libro de Sennet La corrosión del carácter[1], al menos el título resulte verdaderamente afortunado). La precariedad funciona como un eficaz disolvente de la coherencia y la linealidad de las historias individuales.

En efecto, en un mercado laboral precarizado, para empezar, se cambia normalmente varias veces de profesión. No es que se cambie varias veces de puesto dentro de una misma profesión pasando, pongamos por caso, de aprendiz a técnico o a maestro soldador en una línea en la que los progresos van siendo acumulativos (es decir, en la que lo que se ha hecho en el pasado ha resultado un aprendizaje que se añade a lo que se hace ahora). No. De lo que se trata es de cambios de profesión (pasando, por ejemplo, del telemarketing a la hostelería, o de bibliotecario a publicista) lo cual implica, para empezar, el cambio de compañeros de trabajo y, por ejemplo, el cambio cada pocos meses de sección sindical y con ello de posibles compañeros de lucha en un momento dado; pero, además, a poca cualificación que requieran los puestos, ese cambio obliga a rehacer de nuevo toda una base de formación profesional -de ahí los miles de cursillos que te permiten en pocos meses adquirir una base de cualificación nueva (en efecto, basta escuchar la radio para saber que en pocos meses uno deja de ser auxiliar de enfermería para convertirse en peluquero o técnico en prevención de riesgos laborales) o la obsesión con la formación continua que nos están imponiendo en las Universidades-. Esto, claro está, cuando no se está obligado a cambiar también (además de cambiar de compañeros de trabajo y de base de cualificación) de lugar de residencia (algo cada vez más frecuente). En este caso, no sólo se cambia de casa, de bares y generalmente de amigos, sino que, además, es común deshacer y tener que recomponer las propias relaciones familiares -a no ser que ocurra, como de hecho ocurre muchas veces, que se consiga mantener al menos la unidad familiar pero a costa de una tremenda injusticia: la de subordinar la trayectoria profesional de uno de los miembros a la del otro (y, por supuesto, es evidente que en la práctica totalidad de los casos es la trayectoria profesional de la mujer la que se subordina)-.

Cuando decimos que es necesario saber qué bares frecuentamos, dónde está nuestra casa, a qué profesión nos dedicamos, quién es nuestra familia y quiénes son nuestros amigos, cuando decimos esto, debemos tener muy en cuenta que consolidar vínculos personales es algo que requiere un proceso muy largo (basta tener algún amigo para saberlo), o sea, que hace falta tiempo para forjar una amistad en la que verdaderamente se pueda confiar y que, evidentemente, sólo disponemos de ese tiempo si vivimos en un mundo estable, es decir, si vivimos suficiente tiempo en la misma ciudad, frecuentando los mismos sitios (ya sean los mismos bares o las mismas secciones sindicales) y teniendo trato con la misma gente.

Quizá un buen síntoma de hasta qué punto se encuentra perversamente invertido el orden de prioridades en nuestras sociedades podemos localizarlo en el hecho de que lleguen a escribirse fábulas que se dedican a ensalzar esta forma de descuartizar literalmente las biografías (apologías de estos cambios a gran velocidad que serían fábulas absolutamente imposibles en cualquier otra sociedad pensable) y que, en vez de fracasar estrepitosamente como fábulas, se conviertan en éxitos editoriales impresionantes. Pensemos, por ejemplo, en el cuento de ¿quién se ha llevado mi queso?[2] que ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo (aunque bien es verdad que una parte importante ha sido adquirida por grandes multinacionales para repartirlo entre sus empleados). Se trata de la historia de dos ratones que están en un laberinto comiendo tranquilamente de un queso hasta que, un buen día, alguna fuerza impersonal y trascendente hace desaparecer el queso o lo cambia de sitio, de tal forma que uno de ellos, el bueno y listo, se lo toma como un reto y una oportunidad nueva para ponerse a buscar por el laberinto un queso todavía mejor; mientras que el otro, el malo y tonto, se queda protestando como un sindicalista obsoleto porque alguien le ha robado el queso sin darse cuenta de que esa actitud no le lleva a ningún sitio: el queso ya no está y no va a volver, así que no se gana nada resistiéndose al cambio como un imbécil. Se trata de un cuento sin duda demencial, y la cosa empeora cuando, después, por si alguien no había entendido la moraleja, te la explica un grupo de pijos que reflexionan sobre el asunto alcanzando conclusiones verdaderamente monstruosas: desde la necesidad de deshacerse de los que se oponen al cambio hasta las ventajas de que te obliguen a cambiar de lugar de residencia por las oportunidades que ofrece de encontrar amigos mejores.

Es fundamental darse cuenta de hasta qué punto verdaderamente se trata de una fábula imposible -es decir, de algo que es imposible que se sostenga como fábula en cualquier sociedad pensable- y de que sólo el capitalismo puede conseguir convertirla en una fábula no sólo posible sino real (e incluso en un impresionante éxito editorial). No dejan de resultar curiosos los esfuerzos del capitalismo por reivindicar esa incertidumbre e inestabilidad como algo deseable por sí mismo, en vez de, como mucho, asumirla a regañadientes como el resultado inevitable de las catástrofes naturales o las guerras. Sin embargo, tampoco es casualidad: ciertamente, debemos notar que esta precarización no se nos está imponiendo como consecuencia, por ejemplo, de una catástrofe nuclear que hubiera arrasado todo el tejido productivo. No. Se nos está imponiendo en paralelo a un aumento sin precedentes de la productividad y la riqueza. Por lo tanto, tratan de encontrar el modo de intentarla defender como algo deseable en sí mismo, lo cual, evidentemente, no podrá dejar de encontrarse nunca con cierta resistencia.

A propósito de todo esto cabría recordar la propuesta que hace Santiago Alba en el prólogo al libro de Chesterton La taberna errante según la cual, como socialistas, debemos ser revolucionarios en lo económico, reformistas en lo político y conservadores en lo antropológico. Revolucionarios en lo económico, desde luego, porque hace falta cambiar de una forma radical las relaciones económicas para conseguir subordinar la producción a las necesidades humanas y no, a la inversa, subordinar las vidas humanas a las necesidades de la producción. Reformistas en lo político porque hay ciertos elementos como la separación de poderes, las garantías procesales o los derechos civiles que, si bien carentes casi por completo de eficacia bajo el capitalismo, no por ello dejan de ser formas irrenunciables para cualquier sociedad justa que queramos defender. Y, por último, conservador en lo antropológico no, desde luego, en el sentido de intentar mantener los sistemas de valores ancestrales (en muchas ocasiones discriminatorios y opresivos), sino en el sentido de intentar proteger y conservar las cosas, o sea, de intentar estabilizar un mundo en el que poder construir relaciones humanas.



[1] Anagrama, Barcelona, 2000.

[2] Spencer Jonson. M. D., Ediciones Urano, Barcelona, 2000.