La sociedad capitalista, escribía en 1963 el filósofo y matemático inglés Bertrand Russell, «es una sociedad en la cual una minoría de propietarios somete a explotación al resto de la población, arremete contra la naturaleza y despilfarra los recursos naturales del planeta». Pues bien, pocos años después, en 1971, esa «minoría de propietarios» halló en […]
La sociedad capitalista, escribía en 1963 el filósofo y matemático inglés Bertrand Russell, «es una sociedad en la cual una minoría de propietarios somete a explotación al resto de la población, arremete contra la naturaleza y despilfarra los recursos naturales del planeta».
Pues bien, pocos años después, en 1971, esa «minoría de propietarios» halló en la estación de esquí de Davos, en los Alpes suizos, el lugar ideal para encontrarse anualmente y tomarle el pulso al devenir del mundo que ellos mismos se esforzaban por dirigir. Se trataba de un encuentro en el marco del llamado Foro Económico Mundial, solo al alcance de bolsillos multimillonarios, para la élite financiera, empresarial, mediática y política que sin duda más influencia tiene en la marcha de la economía del planeta. Allí esa élite representativa del 2%, o el 1% más rico de la población mundial se garantiza el porvenir a costa del 99% restante de la humanidad, apoyando medidas que aseguran el aumento de su propia riqueza sin importarle, realmente, la creciente polarización y desigualdad social que esas mismas medidas provocan.
Pero este año, tal vez por primera vez, el Foro de Davos, que se reúne ahora a finales de enero, va a examinar el efecto de sus propios actos. Un estudio encargado por el propio Foro, «Riesgos globales 2014» en el que han colaborado más de 700 expertos mundiales concluye que «La brecha persistente entre los ingresos de los ciudadanos más ricos y los de los más pobres es el riesgo susceptible de provocar daños más graves en el curso de la próxima década». Y la consecuencia lógica, el estudio advierte, en el marco de la gran recesión, sobre el peligro de la agitación social asociada al descontento de los jóvenes sin empleo que protestan contra la desigualdad y la corrupción, de un extremo al otro del mundo.
El que avisa no es traidor y quizá por eso, David Cole jefe de riesgos en la empresa Swis Re, que trabajó también en la redacción del estudio, se atrevió a dar la voz de alarma al propio sistema: «Soy un gran partidario del capitalismo, pero hay momentos en que el capitalismo puede ir a toda marcha y es importante tener medidas establecidas, ya sean regulatorias, gubernamentales o tributarias, que aseguren que podemos evitar excesos en términos de ingresos y de distribución de las riquezas».
A buen seguro que las palabras de Cole y las advertencias del propio estudio calarán poco en la mayoría de las 2.500 personas «dueñas del mundo» que asistirán al encuentro de este año. Están imbuidas del pensamiento neoliberal, creen ciegamente, porque así les conviene, en las bondades del mercado, porque «ellos» son el mercado y, por lo tanto, seguirán desoyendo las voces que les señalan, con mucho cuidado eso sí, que los excesos del neoliberalismo, o lo que es lo mismo el capitalismo sin disfraz, sin máscara, pueden llevar al final de un mundo tan disparatado en el que las 85 personas más ricas del planeta, según otro estudio que la organización no gubernamental Oxfam llevará al Foro, poseen tanta riqueza como la mitad más pobre, 3. 500 millones de seres, de la población mundial.
Sin embargo, dudo que por ahora, y mientras no lleguen males mayores, ni siquiera se les pase por la cabeza el astuto consejo de Tomasi de Lampedusa en su magistral novela El Gatopardo: «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie».
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