La de Carlos Quijano (1900-1984) fue auténticamente una vida en el siglo y su pensamiento el que, acaso con mayor hondura, marcó al menos a tres generaciones en este Uruguay que tanto lo desvelara y cuyos avatares siguió (y hasta profetizó, en la medida en que es profetizable la historia), lúcidamente, muchas veces solo y […]
La de Carlos Quijano (1900-1984) fue auténticamente una vida en el siglo y su pensamiento el que, acaso con mayor hondura, marcó al menos a tres generaciones en este Uruguay que tanto lo desvelara y cuyos avatares siguió (y hasta profetizó, en la medida en que es profetizable la historia), lúcidamente, muchas veces solo y a contracorriente. Puede afirmarse que nada de importancia acaeció en Uruguay en los años que corren entre 1917 y 1984 que no tuviera en Quijano un testigo insobornable, cuando no un actor visceralmente comprometido.
Fue capaz, como pocos, de atisbar tempranamente los lejanos estremecimientos de la tempestad (cultural, económica, política) que empezaba a cernirse en el horizonte, cuando la clase dirigente, tras los fastos de los dos centenarios, dormía su «siesta feliz», confiada en la eterna bienaventuranza de aquella «Suiza de América», de aquel remanso de paz en un continente azotado por los malos vientos de la miseria, el analfabetismo, las pestes y las dictaduras.
Esa vocación revisionista funcionó así desde su impetuosa adolescencia, signada por las luchas estudiantiles de la Reforma Universitaria, hasta su muerte en el exilio mexicano, dispuesto ya a emprender el regreso y a reanudar la lucha desde adentro, desde su tribuna por excelencia, Marcha. («La muerte siempre gana», había premonitoriamente titulado uno de sus editoriales).
Nacido con el siglo, Quijano vivió apasionadamente su estremecida peripecia, los ojos puestos sobre todo en su país, la «patria chica», entrañable, pero también en América Latina, esa patria grande a la que, inevitablemente, habría de arribarse un día a pesar de los innumerables escollos, de las inevitables traiciones y renuncias.
Fue fundador en 1917 del Centro de Estudios Ariel, de proclamada raíz rodoniana, militante en las encendidas luchas universitarias que por ese entonces sacudían al Uruguay y a la Argentina: abogado a los 23 años tras un curso brillante que le valió la Medalla de Oro de la Facultad de Derecho, profesor de Literatura en Enseñanza Secundaria entre 1918 y 1923 y desde 1924 «peregrino alucinado» en esa Europa de la primera posguerra.
La obra de Quijano, ha dicho Arturo Ardao, «excede con amplitud al conjunto, por sí mismo amplísimo, de los escritos salidos de su pluma», al tiempo que señala lo difícil que resulta establecerla en todos sus aspectos. Es que Quijano fue, en efecto, uno de esos hombres que requieren instrumentos idóneos para el cumplimiento de sus altos fines. Así, creó en Montevideo, en París y en México, instituciones culturales: el ya mencionado Centro de Estudios Ariel, en Montevideo; la Asociación General de Estudiantes Latinoamericanos (AGELA), en París, en 1924, poco después de su llegada; la Agrupación Nacionalista Demócrata Social, en 1928. Fue asimismo diputado entre 1928 y 1931, y sobre todo fundador de un diario, El Nacional (1930), del semanario Acción (1932) y de Marcha (1939).
Los cuatro años de París suponen una línea de partición de aguas. Aquellos fueron tiempos de afiebrada actividad (política, estudiantil, periodística), de reafirmación de convicciones en muchos terrenos, de revisión y apertura en otros. París fue, en primer lugar, el encuentro con los compañeros de generación provenientes de toda América Latina: Haya de la Torre (a quien había conocido en Montevideo y de quien se alejará bien pronto), el cubano Julio Antonio Mella, el mexicano Carlos Pellicer, el guatemalteco Miguel Angel Asturias, Toño Salazar, de El Salvador y el nicaragüense León de Bayle.
Durante ese período, Quijano dedicó una parte sustancial de su tiempo a los estudios económicos (que de ahí en más teñirían su pensamiento), al conocimiento de Marx. Pero en la hora de las definiciones, como lo señala Ardao, optó por el nacionalismo contra el internacionalismo, como «encauzamiento aconsejable» en América Latina. La elección no fue fácil: «Me ha costado cuatro años, los cuatro años de Europa, de desgarramientos, de dudas, de observación, pero al fin creo que he encontrado mi «verdad», y que ella ha de servir para que encontremos «nuestra verdad», la verdad de toda la generación a la que pertenecemos […] creo que nuestra fórmula de acción debe estar en tres palabras: nacionalismo, socialismo y democracia». 1
En cierta ocasión, en un editorial escrito precisamente en París en 1960, Quijano repasó esos años de sueños y esperanzas, y confesó haber experimentado la tentación de la renuncia. En un emotivo pasaje, imagina un diálogo con su propia sombra, con aquel joven de los años veinte: «Esa sombra está aquí, en el estrecho cuarto poblado de papeles y recuerdos, en esta minúscula, perdida y alejada isla, en esta fecunda y lacerante soledad. […] A miles de kilómetros está mi tierra. Hacia ella miraba, cuando, joven, aquí me corroían la nostalgia, el ardor. Hacia ella miro, ahora, desde este París que una vez quise no abandonar y sobre el que ha caído la noche». 2
En París, Quijano completará una rigurosa formación económica, revisará parte de las convicciones, devociones o certidumbres que llevaba en sus maletas al embarcar. Muchas de esas «ideas fuerza», sin embargo, se afianzarán, serán afinadas. En un editorial escrito muy poco antes de su partida, hizo algo así como una profesión de fe personal y un programa de las tareas que aguardaban a la Nueva Generación, la suya: «Repudio del positivismo y orientación filosófica idealista, y además socialismo exento de todo dogmatismo sectario, nacionalismo antiarmamentista, liberalismo democrático. Por último: hispanoamericanismo como postulado básico en materia internacional o como instrumento eficaz de redención social, difusión de la cultura, he aquí los elementos comunes, principios y medios del movimiento. Puede que todavía, alrededor de las tres ideas nucleares (nacionalismo, liberalismo y socialismo) no se hayan podido consolidar mucho los conceptos; pero lo que es evidente […] es que una renovación ideológica de trascendencia se está produciendo y que la nueva generación, colocada por mandato del tiempo en las izquierdas, está buscando superar el contenido, ya envejecido entre moldes rígidos, del marxismo, y dotar, lo que es más importante, a América, de una ideología nueva, que no sufra la deprimente y extraña tutela europea». 3
Uno de los temas cuyos fundamentos políticos e históricos serán analizados a la luz de una argumentación siempre fervorosa, pero sobre todo economicista, será el del imperialismo. En agosto de 1925, Quijano participa en París de una acto de solidaridad con el presidente de México, Calles, por ese entonces enzarzado en un duro enfrentamiento con Estados Unidos. En su discurso, sostendrá que «el conflicto actual entre México y EE.UU. no es sólo un episodio más de la lucha entre el imperialismo yanqui y América Latina […] -Es también un episodio de la lucha entre dos concepciones económicas diferentes. Combatir al lado de México, es combatir por la revolución contra el capitalismo […] El imperialismo yanqui es una cuestión económica, un sistema económico; el latinoamericanismo debe serlo también; pero un sistema opuesto al yanqui». 4
El tema ocupará buena parte de su correspondencia, de sus notas periodísticas. Fruto de esas reflexiones será su primer libro Nicaragua: Ensayo sobre el imperialismo de los Estados Unidos. 5
Otro de los temas acuciantes (y no sólo de este período «parisiense», ya que su íntima discusión se prolongará hasta mucho más tarde) es el de la revisión de su fervor rodoniano: «Todos estos procesos que Quijano vivió tan intensamente durante su experiencia europea no podían sino cuestionar y desafiar al menos ciertos componentes de su anterior fervor rodoniano», entienden Caetano y Rilla. 6 Según este punto de vista, las bases centrales del idealismo de filiación arielista estaban estrechamente vinculadas al desinterés. Actitud que, piensan, no podía compadecerse con las exigencias de su forja ideológica, «mucho más proclive a un compromiso de neto cuño político y por ello más realista en sus aspiraciones. […] Su renovada adhesión a la democracia como sistema, su apertura al socialismo, su antiimperialismo mucho más concreto y militante, y sobre todo, el carácter de su nueva conciencia latinoamericana, constituían todos factores que tendían a debilitar en Quijano las resonancias de la filosofía del «Maestro», contribuyendo así a un planteo revisionista que era, al mismo tiempo, el punto de partida de un nuevo marco de pensamiento». 7
Quijano hará públicas estas objeciones en 1927, poco antes de su regreso al Uruguay, en una Carta a un lector (El País de Montevideo 26/9/27), incluida en este volumen. Allí, entre otras cosas, escribió lo siguiente: «… para cerrar esta serie de cartas, nada mejor que hacer conocer a Ud. las impresiones que una reciente lectura de un viejo libro nos ha producido: la lectura de «Ariel» que durante estos años de Europa no habíamos vuelto a abrir. Por extraña coincidencia, el libro cayó en nuestras manos en un ambiente que contribuía a dar a su lectura cierto carácter simbólico. Estábamos trabajando […] empeñados en conocer las vicisitudes de la política de Estados Unidos en Panamá, cuando buscando unos libros, tropezamos con el de Rodó. Nos pareció bien releerlo. […] ¿Será necesario decir a Ud. que nuestro respeto y nuestra admiración por Rodó no son menores ahora que antes? Y, sin embargo, ¡cuántas objeciones a su «sistema» esta nueva lectura nos ha hecho aparecer!»
Creemos que vale la pena detenerse aquí, para profundizar en esta inflexión (política, histórica, filosófica incluso) del pensamiento de Quijano. En esa misma carta, Quijano escribe que «… en un continente que todavía no ha sabido ganarse su pan, Rodó predica la educación autiutilitaria, el culto de la belleza; en un continente enfermo de «dilettantismo», la cultura integral; en un continente enfermo de idealismo y de pereza, el «ocio noble», la despreocupación del presente; en un continente idolátrico y atrasado, en marcha todavía detrás del «hombre», el culto del héroe; y en un continente que no sabe lo que es la democracia y que menos lo sabía en la época de la aparición de «Ariel», cuando las oligarquías y las dictaduras se expandían de Norte a Sur, se lanza a combatir los presuntos y en todo caso lejanos peligros de aquel régimen. Lo repetimos, nosotros no discutimos a fondo la tesis de Rodó. Discutimos su oportunidad libresca, pero no la observancia de la realidad […] En América no habrá ni cultura, ni arte, ni ciencias propias, ni organización política estable, mientras no hayamos resuelto nuestra independencia económica, mientras no adquiramos la disciplina del trabajo; mientras no seamos fuertes y ricos, es decir, mientras nosotros no explotemos nuestras propias riquezas. En alguna parte perdida de su libro, Rodó debe reconocerlo. Lo malo es que no saque las conclusiones que se imponen».
Caetano y Rilla piensan que «Las diferencias se expresaban muy nítidamente en el cotejo entre la nueva conciencia latinoamericana que Quijano había adquirido en sus «años europeos», y aquel americanismo algo difuso, de cuño moral y cultural, que defendiera desde las filas del Centro Ariel y desde la redacción de su revista, antes de su partida a París». 8
Arturo Ardao, en cambio, entiende que esa «revisión» del espíritu arielista fue matizada. Reconoce que «a la primeriza conciencia antimperialista, tal como emergía de las páginas de Ariel y perduraba de algún modo en el propio Ingenieros […] aportaron a Quijano los años de París el sólido fundamento económico, entendido como científico, de que hasta entonces había carecido. Pero no sólo en esta dirección, sino en todas las demás de su pensamiento político, el economismo […] pasa a primer plano, como dominante inspiración del realismo a que se inclina cada vez más».
Quijano -destaca Ardao- sin dejar de profundizar en las décadas posteriores a 1930 (que él llama sus «décadas de Maestro») el realismo de cuño económico que fue la culminación intelectual de sus años de París, desplegó su magisterio económico y político, social y cultural, conforme a la norma eminente de Próspero: «Que los diarios afanes por la utilidad cedan transitoriamente su imperio a una mirada noble y serena tendida de lo alto de la razón sobre las cosas. […] no tratéis, pues, de justificar, por la absorción del trabajo o el combate, la esclavitud de vuestro espíritu».
En definitiva, en el pensamiento de Quijano gravitan de manera muy importante «Rodó y Vaz Ferreira al fondo, Marx más acá, asumidos todos ellos del modo más libre o menos dogmático, como lo quería el Gorgias de la parábola y el psico-lógico de la «lógica viva»; así asumidos, para la definición de un pensamiento tan incitante y original como su acción y su personalidad». En la evolución de la inteligencia uruguaya -concluye- Quijano es el sucesor del magisterio de Rodó y Vaz Ferreira: «Por debajo de los obligados ajustes y reajustes impuestos por las épocas, al par que por la vocación y el carácter -incoercibles electores en cada paso del propio terreno y de la propia manera- la gran trilogía de maestros uruguayos del siglo XX se integra y se potencia sin contradicción ni ruptura». 9
El magisterio de Quijano está vinculado de manera estrecha, indisoluble, a la tarea periodística, rastreable ya en el diario El Nacional, en el semanario Acción, que deja de aparecer en 1938, pero sobre todo a partir de la aparición de Marcha. Y es que Marcha no fue solamente el medio que utilizó Quijano para expresar su pensamiento; Marcha fue un instrumento idóneo para indagar acerca de la crisis que padecía el país, en torno a su fácil optimismo, a sus hipocresías, para aventar sus cómodas certidumbres. También para expresar sus angustias respecto al futuro del Uruguay (la patria chica) y de América Latina (la patria grande). A través de Marcha, desde Marcha, se expresaron al menos tres generaciones, esas que Angel Rama incluye en el abarcador título de su libro La generación crítica (1939-1963), y que reconocieron a Quijano como a su Maestro.
Quijano, entonces, fue esencialmente un periodista, alguien tironeado por el diario acontecer, por el fragor de una realidad acuciante, enmascarada, cuyo auténtico rostro es necesario develar. El suyo fue «un estilo expositivo sin par entre nosotros, «periodístico» por estricto ajuste funcional pero «ensayístico», en su médula, por la libertad, la invención y el acento personal que lo norman y «literario» al fin, por su sostenido nivel de excelencia. Un estilo inconfundible es, en el que se inscriben variadamente el fervor y el humor, el sarcasmo, la ironía y una ocasional demoledora agresividad, la autoridad natural del que sabe bien de lo que habla, el manejo ejemplar de dichos, adagios, refranes y una siempre imprevisible imaginación tituladora» 10
Podría agregarse que muchos de los mejores artículos de Quijano, en particular numerosas necrológicas u oraciones fúnebres, fueron escritos al pie de la rotativa, en lucha contra el tiempo. Una memoria privilegiada, una felicidad de escritura, un vasto conocimiento de hombres y hechos, insondables lecturas, eran la clave de esa (aparente) espontaneidad.
Hombre de Marcha, Maestro de generaciones, con su divisa marinera que, de alguna manera, resumirá y asumirá el sentido de su vida: Navigare necesse Vivere non necesse. Marcha fue un instrumento, dijimos, pero extremadamente afinando; también un atalaya y un ámbito privilegiado, dentro del cual Quijano luchó y (puede decirse con entera verdad) murió. «Nuestra lucha se da en Marcha y desde Marcha», escribió en un editorial.
En 1974 Marcha fue definitivamente clausurada por la dictadura y Quijano debió abandonar el país en dramáticas circunstancias.
Convendría detenerse, aunque sólo sea brevemente, en la extrema acuidad de la mirada con la que Quijano desveló una realidad travestida, llegó a las zonas más íntimas de una país que, con falsos pudores, trataba de ocultar sus males y seguir viviendo en una artificiosa bonanza. Y ello desde una fecha que puede situarse alrededor de 1930. Y es que, si se mira bien -insistimos- es prácticamente imposible discernir la vida de Quijano del tormentoso y por momentos dramático destino del país: tras los fastos de los centenarios en 1929, seguida casi en seguida por la crisis mundial, por la proliferación de dictaduras militares en América Latina (al Uruguay esa peste llegará en 1933), por el estancamiento e incluso el retroceso del país.
«País de estancieros y de empleados públicos […] El campo es la estancia, el latifundio, el patrón un si es no es paternal que se considera distinto y superior a sus peones, a quienes maneja a su antojo y que hace de ellos carne de aventuras o fuerza electoral. […] La jubilación y la «casita»; he ahí la única meta de miles y miles de nuestros ciudadanos. […] Se acorta el horizonte, así; pero al mismo tiempo se crea una clase media estable, cómoda y poco dada a la aventura. (Ver el editorial Un país que se busca a sí mismo, Acción, 1/2/34, Mensajes)
«Quijano, crisis del país, conciencia de la crisis, aparecen como términos indisolubles de una ecuación muy uruguaya que conviene rescatar en sus perfiles más notorios. […] En tren de simplificar, puede afirmarse que [Quijano] representó la conciencia de un cambio, de un momento decisivo en el que el país y el mundo jugaban su destino, la afligente, lúcida y casi solitaria convicción de estar parado en el cruce de caminos, la necesidad de someter a la duda todas las certezas complacientes y de levantar propuestas sobre las bases más sólidas». 11
La argumentación de Quijano apunta, sobre todo, a destruir una serie de lugares comunes, de frases hechas, detrás de los cuales se agazapan la pereza mental, cuando no la estulticia, el optimismo «panglosiano» de gobierno y oposición, la frivolidad de una clase política que se negaba a enfrentar los verdaderos problemas del país. Claro que Quijano no se limita (ni siquiera le concede una prioridad) a criticar el sistema político uruguayo, su «política del avestruz», su ceguera: para él, la crisis uruguaya proviene sobre todo del agotamiento de un modelo. Hecho éste que nadie quería admitir.
Ataca asimismo la desenfrenada burocratización, el clientelismo, la improvisación, la postergación de los grandes intereses nacionales fustiga el engolado discurso oficial, pero también el no menos vacuo de unos opositores siempre dispuestos a acortar distancias a cambio de prebendas. «Hay que rascar hasta el hueso», repetirá.
Con Quijano, entienden Caetano y Rilla, surge en el Uruguay un nuevo tipo de intelectual, «agrio, criticón, orgullosamente desvinculado del amparo oficial y sin mayor mecenazgo que el de sus pares». 12 Tono éste (o impronta) que marcaría a fuego a los jóvenes congregados en torno a Marcha a partir de los años 40, quienes trasladarían a sus áreas propias (literatura, plástica, teatro, música) esa visión corrosiva («lúcida» es la palabra clave) del Maestro.
En muchos artículos, algunos temas se hacen presentes de manera casi obsesiva: el de la soledad, el la fidelidad a los principios, a los fervores juveniles. Quijano fue un «profeta del desencanto» se ha dicho. En cierto modo, lo fue, a pesar de que sus análisis iban, a menudo, acompañados de propuestas alternativas, ya que no de fórmulas «milagrosas» (su prédica negó siempre ese facilismo de un Paraíso a la vuelta de la esquina), de caminos posibles en la medida en que se abandonara la pereza intelectual y la esperanza en una curación a base de «cataplasmas».
Los editoriales y notas incluidos en «Cultura. Personalidades. Mensajes.» Vol. VI, abarcan un período que va del año 1919 (Los restos de Rodó, Revista «Ariel») hasta 1983 (Derrotas que serán efímeras. Cuadernos de Marcha, Tercera época, N°1). Los recopiladores acordamos dividir el material en tres grandes grupos: Cultura, Personalidades, Mensajes. (El título de este último apartado nos fue sugerido por Arturo Ardao). Nos consta que la selección pudo ser más amplia, pero creemos que el material escogido es representativo de los intereses e inquietudes del Quijano juvenil y del Quijano ya maduro, el que empieza a escribir alrededor de los años treinta.
Aparte una o dos notas (el reportaje a Unamuno en el París de los años 20), los temas dominantes del apartado Cultura son el de la Nueva Generación (la suya), su tarea y su destino, y el de la Enseñanza como un todo, en función de las necesidades y carencias del país. El tema de la Nueva Generación, surge primero como evocación misionera de un trabajo, como repaso (melancólico) después. Son ejemplares los editoriales La nueva generación, escrito en 1924, y Mensaje de Navidad, que es de 1960.
El de la Enseñanza, cuya inadaptación a las necesidades del país es tempranamente subrayada y analizada, mereció una serie de editoriales, entre ellos uno particularmente lúcido. (El mundo es una gota de agua). En esa serie, Quijano analiza los fines de la enseñanza, la aparente oposición entre Ciencia y Tecnología por un lado y Humanidades por otro, preguntándose si la querella encubría (encubre) una falsa oposición. Y concluye con esta grave interrogante: «¿De qué valdría la autonomía, puramente formal, por otra parte, en un país sometido al extranjero, en un país que tiene necesidad, o cree tenerla, de recurrir a la asistencia técnica de los ajenos para resolver sus problemas y dar consuelo a sus cuitas?»
En el último editorial dedicado al tema (Cara al desafío), sostiene que la democratización de la enseñanza se ha detenido en los umbrales, que está esclerosada, que es una inversión, no un consumo y que existe un divorcio entre «la vida y la escuela». En conclusión, piensa que no habrá una reforma sustancial de la enseñanza sin una reforma en profundidad del país y sus estructuras. «Unamos el destino de la enseñanza al destino del país. Situemos a aquella, bien hondas las raíces, en la dramática realidad nacional».
Quijano fue asimismo un Maestro en la necrológica, un género al parecer «insanablemente rutinarizado», como dice Real de Azúa, atiborrado de lugares comunes, previsible, casi siempre engolado. Algunas de las piezas escogidas para este capítulo, el de Personalidades, son memorables. Baste mencionar las dedicadas a Luis Alberto de Herrera, Juan Andrés Ramírez, Luis Batlle, Frugoni, en lo nacional; y de Gaulle o Kennedy en el ámbito internacional.
En ellas, Quijano fue capaz de apresar en una frase, en un giro a veces, aquello de secreto y entrañable que lleva consigo cada ser humano, más allá de las contingencias, de las horas fastas o funestas de una existencia. Con una agudeza sorprendente (y con un conocimiento de causa admirable) Quijano supo captar aquellos rasgos que definen a un personaje, ciertas insistentes fidelidades a causas o ideas que no tenían por qué ser las suyas, más allá de distanciamientos y de largos silencios.
En casi todas ellas, lo que importa es eso que Real de Azúa llamó «la melancolía de las posibilidades individuales nunca alumbradas, su conciencia de un «patrimonio humano» nacional por encima de diferencias y de bandos, filiaciones e ideologías y (aún), penumbrosos entresijos de su propia intimidad».
El de la fidelidad sin fallas a ciertos principios juveniles es un tema que vuelve una y otra vez, con sus graves acentos. En un nota acerca de Washington Beltrán, escrita en 1932, aparece ya ese motivo: «Buscó su verdad, a ella permaneció fiel, por ella conoció la pobreza y la lucha, por ella dio, generosamente, su vida».
Ese tema suele unirse a otro, muy frecuente en estas notas: el del silencio en la (aparente) derrota, el de la grandeza para aceptar el olvido, el ostracismo o la muerte. Tal el artículo dedicado a Eduardo Acevedo Díaz a propósito de la publicación de un libro: «Durante largos años, casi veinte -de 1903 al 21- Acevedo Díaz calló. Entre su expatriación y su muerte, el silencio. Y después de muerto, siempre el silencio, porque como ahora nos lo revela o confirma su hijo, no dejó nada escrito. […] Ni explicaciones ni justificaciones».
El mismo tema, con algunos matices, reaparece en la necrológica dedicada a Lorenzo Carnelli:, «…fue una extraña figura y tuvo también un destino melancólico y extraño». Quijano piensa que así como Argentina es una país de suicidas (políticos), Uruguay lo es de desterrados: «Carnelli fue un desterrado, perseguido por la calumnia, que marchó al encuentro de la soledad, impulsado por su propia rebeldía».
En ambos artículos están presentes los temas ya mencionados: el retiro o el ostracismo, la soledad, la derrota, la fidelidad a un rumbo. Habría que mencionar, por último, su inclinación a hacer las veces de un «Plutarco criollo», de enfrentar a dos personajes en una suerte de Vidas Paralelas. En ese sentido, descolla su oposición de Juan Andrés Ramírez con Luis Alberto de Herrera.
El tercer apartado recoge una serie de editoriales que aquí se publican bajo el título Mensajes. Salvo el primero de ellos, que remonta a 1934, los restantes fueron escritos en los tumultuosos años sesenta. El tema dominante, prácticamente del primero al último, es el destino del país. «El Uruguay es lo que es. Los uruguayos somos lo que somos, porque el pasado, dominado por la geografía, fue lo que fue». En suma, un país, como un hombre, es él y su circunstancia.
En los editoriales de los años sesenta es rastreable una modificación del tono, del estilo: se ha hecho más fervoroso, menos académico. Por momentos es irónico, y siempre es cálido, confidencial. Pocas veces ese estilo se hizo agresivo, y cuando así ocurrió, Quijano siempre supo arreglárselas para no incurrir en el agravio. Llegado el caso, prefirió el desdén, el humor.
Pero más allá y por encima, está su acuciosa búsqueda de eso que él llamó «el país real». Antes de la acción, dice, hay que hacer una análisis previo. El país, sostiene, ha perdido «la facultad de pensar». Carece de mitos vitales, de principios, ignora sus posibilidades y limitaciones, no tiene conciencia de su destino, colectivo y trascendente; la tarea primordial consiste en crearle esos mitos, en ayudarlo a encontrar «ese su destino».
De esta serie, acaso el más representativo sea el titulado Atados al mástil (Marcha, 26/6/64), que es a la vez una reflexión en torno a la crisis del Uruguay y un repaso de esos 25 años en los que vivió «atado al mástil» de Marcha. Allí Quijano recurre una vez más a una imagen marinera para sugerirnos el sentido de su lucha, librada desde el puente del semanario, «planteando los problemas sin la mira puesta en los hombres que tienen la responsabilidad de resolverlos».
En el último editorial dedicado al tema (Los mitos y los hechos) Quijano piensa que el país debe comprender que es débil y pequeño; que está en un continente enfeudado; que el peligro y la amenaza rondan sus fronteras; que las nuevas técnicas, lanzadas ya a la conquista del espacio y de otros mundos, llevan camino de trastornar toda la escala de valores; que la victoria será de los más eficientes y lo más capaces; que en la insularidad no encontrará refugio; que el pasado no vuelve, que sus mitos están muertos y no le sirven ya, ni de arma ni de escudo. Y, por último, nos advierte que sólo se vive cuando se vive peligrosamente y que nuestra gran aventura «es la de recrear el país y crear la gran patria o las grandes patrias americanas».
Quijano fue a menudo acusado de practicar un pesimismo enfermizo, de estar sólo capacitado para la demolición, y de haber contribuido a la formación de una o dos generaciones de desencantados, de escépticos, de hipercríticos. La verdad es mucho más matizada, más compleja que esta simplificación.
«Hay quienes piensan que la obligación del director de opinión pública es la constante sugestión de arbitrios, remedios, recetas, fórmulas «para ir tirando». Olvidan (entre muchísimas otras cosas) que puede existir la conciencia de un deber antagónico: el de aventar ilusiones, el de desarmar errores mil veces reiterados, mutuamente sostenidos y reforzados, el de tajar toda maraña viciosa, el de dejar que el curso de las cosas siga hasta el final la pura dialéctica de su nocividad y todo ir sea un ir hasta el fondo de los males para que los males tengan remedio, para que, en último término, en la intemperie dura, tónica, la tarea de una pueblo pueda reiniciarse en toda su ambición y desde el limpio principio». 13
El malentendido viene de lejos. Contra lo que Quijano luchó, desde sus años juveniles, fue precisamente contra el facilismo, contra el panglosiano optimismo, contra la arraigada creencia de que todo, o casi, está al alcance de la mano y que sólo basta estirar el brazo para recoger el fruto; contra «los vendedores de baratijas» y los mercaderes de ilusiones. Pocas veces propuso soluciones puntuales. Como el Gorgias de la parábola rodoniana, Quijano estaba dispuesto a brindar «por quien me venza con honor en vosotros». La suya jamás fue una prédica dogmática, sino libre y abierta. En el ya citado editorial Atados al mástil escribió: «No hay retornos, decíamos en el comienzo de este largo autoexamen. Sí, los hay. Y no dejan de ser conmovedores. Porque después de haber andado tanto, debemos reconocer que hemos vuelto, sin quererlo ni buscarlo, a los mentores de nuestra adolescencia. A Rodó que nos enseñó a reverenciar a los que nos vencerán con honor en los otros. A Vaz Ferreira que nos enseñó a desconfiar del espíritu de sistema y de las verdades acuñadas».
Y esto, tan revelador: «El fin de la economía es el hombre. Su libertad, su dignidad, su poder creador».
1 Cuadernos de MARCHA, Tercera época, Montevideo, junio de 1987, N° 20, p. 3. Citado por Arturo Ardao en su Introducción al tomo I de las obras de Carlos Quijano, Montevideo, Ed. de la Cámara de Representantes, 1989.
2 «Mensaje de Navidad», MARCHA, 30/12/60.
3 «La nueva generación», El País, Montevideo, 11/2/1924, p. 3, recogido en esta recopilación. El artículo fue publicado parcialmente en el libro El joven Quijano, de Gerardo Caetano y José Pedro Rilla, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1986, y citado por Arturo Ardao, op.cit., p. XXXIV, XXXV.
4 G. Caetano y J.P. Rilla, op. cit. p. 51. El artículo fue publicado en el diario El País, de Montevideo, en dos ediciones consecutivas (12 y 13/8/1925, p. 3), bajo el título «¿Existe un imperialismo yanqui?»
5 Carlos Quijano, Nicaragua: Ensayo sobre el imperialismo de los Estados Unidos, 1927. Existe una edición de la Cámara de Representantes, Montevideo, 1989, con prólogos de Arturo Ardao y Pablo González Casanova.
6 G. Caetano y J.P. Rilla, op. cit. p. 57.
9 Arturo Ardao, op.cit. p. XLV.
10 Carlos Real de Azúa, prólogo a la Antología del Ensayo Uruguayo Contemporáneo, Tomo II, Publicaciones de la Universidad de la República, Montevideo, 1964, p. 319.
11 G. Caetano y J.P. Rilla, op. cit. p. 225.
13 Carlos Real de Azúa, op. cit. p. 326.
Este texto corresponde al prólogo de: «Cultura. Personalidades. Mensajes.» Vol. VI, recopilación por Omar Prego, Gerardo Caetano y José Rilla (Mdeo., Ediciones de la Banda Oriental, junio 1992, 375 pág.) de la obra «Carlos Quijano», editada por la Cámara de Representantes de la República Oriental del Uruguay.
Publicado en la web de la Fundación «Lolita Rubial»