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Carne tersa y menuda

Fuentes: Rebelión

La memoria irrumpe una y otra vez. Tanta es la afrenta, que bien vale el trazo recurrente… Hasta la cita propia, entresacada de páginas hirsutas y apenadas: «Estaba yo sentado frente a un entrevistado -un médico internacionalista cubano- en un villorrio enclavado en las montañas centroamericanas, cuando escuché un llanto estentóreo. El llanto agudo y […]

La memoria irrumpe una y otra vez. Tanta es la afrenta, que bien vale el trazo recurrente… Hasta la cita propia, entresacada de páginas hirsutas y apenadas: «Estaba yo sentado frente a un entrevistado -un médico internacionalista cubano- en un villorrio enclavado en las montañas centroamericanas, cuando escuché un llanto estentóreo. El llanto agudo y desesperado de un pequeño que (luego supe) había perdido al padre en una muchedumbre enfrascada en la preparación de una feria popular. Instintivamente, me dispuse a socorrerlo… Varios pares de férreas manos me amarraron virtualmente al asiento: ‘¿Estás loco?; ¿quieres que te linchen?’

«De súbito comprendí. Grupos enardecidos habían convertido en lentas piras a ladrones y presuntos ladrones. Entre ellos, a quienes eran sorprendidos tratando de secuestrar niños, para trasegar con sus órganos en asépticos hospitales de asépticas naciones norteñas…»

Aún escucho el grito.

La memoria suele ser despiadada. Si no, me evitaría el desasosiego. A mí, padre rayano en obsesivo -lo reconozco-. A mí, que debo embridar la tendencia a sobreproteger a Beatriz. ¿Por qué se empecinará la memoria en encabritarme el alma, trayéndome una y otra vez «la breve estructura corporal de aquella adolescente -ah, pueril remedo de lascivia- que, insistente, pretendía franquearme la puerta de un tugurio en un país centroamericano?

Minúsculos cuerpos de mujeres precoces en el vicio, ¿quién las vindicará? Y ¿quién vindicará a aquellos infantes de mirada vidriosa que yacen en las calles tras haber inhalado pegamento, esa forma expedita de escapar de una realidad que escarnece, abusa impunemente de la niñez…?

Ahora entiendo. La memoria es sabia. Vino de nuevo a incitarme la razón. A utilizarme como fusta. Y no tengo otro remedio que entregarme. Escribo, pues.

¿Necesidad obliga?

Ellos tuvieron suerte. Los setenta y cuatro fueron liberados en Benín -África negra y profunda-, donde eran obligados a laborar en minas de granito, rompiendo y cargando pesadas rocas, con pocas horas de sueño y escasa alimentación. Así lo denuncia una agencia noticiosa. Y el mismo lenguaje directo, impactante en su desnudez, nos sigue imponiendo la pesadilla del conocimiento.

«Los menores, algunos de cuatro años, tenían la piel maltratada y callos en las manos». Mientras recibían alimentos, ropa y cuidados médicos, respondían con la llaneza propia de la edad: «Nosotros picábamos la piedra y los hombres se la llevaban en camiones». Uno de alrededor de diez años electrizó al revelar que «los capataces enterraban a los niños que morían en fosas cercanas a la mina, y azotaban a los que intentaban escapar», pocos entre los cerca de 15 mil pequeños siervos de Benín, según fuentes conservadoras.

Parece que, últimamente, la suerte se ha prodigado. Ya duermen en sus hogares los «173 niños esclavos ghaneses, de edades comprendidas entre tres y 14 años, que fueron liberados por la Organización Internacional de Migración (OIM)». Pero continúa la galería de horrores. «Mal nutridos y en algunos casos maltratados, los niños, entre los que hay varios pequeños de no más de cuatro años, mostraron regocijo al volver a los brazos de los padres». Paradoja pura. Visión quemante. «Los padres oscilaron entre la alegría del reencuentro y su preocupación por sacarlos adelante sin disponer de medios.»

Utilísimos eran estos pescadores de talle minúsculo. Sus breves manos resultan ideales para manejar las redes, del alba al anochecer. Si esas artes quedan atrapadas en el fondo del lago Volta, los patrones los conminan a sumergirse para soltarlas. Los que sobreviven a la inmersión tendrán que dormir hacinados. Como cerdos; no como privilegiados especialistas en profundidades.

Necesidad impele, han de pensar el padre adusto y la madre callada. «Ciento ochenta euros -la fuente informativa es europea- son ciento ochenta euros, al fin y al cabo», han de justificarse los progenitores.

Y la misma necesidad se manifiesta en el caso de los «250 millones de menores de 14 años que -según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia- son obligados a laborar, incluso en condiciones de esclavitud, en un altísimo número de países, con énfasis en los situados en América Latina, Asia y África». El Sur.

Ese Sur preñado de desigualdad social, guerras, crisis económicas y otros errabundos jinetes de un Apocalipsis que se intuye más inminente de lo que teme uno que otro sanguíneo empresario norteño, o sureño, indistintamente, empeñado en soslayar la larga lista de naciones en quiebra. Caídas como extenso dominó de fichas erguidas y apretadas.

Las noticias sobre el tema se arraciman. Ímproba tarea la de resumirlas. Y acaso lo logramos, gracias a un colega que acude a un reciente informe de la Organización Internacional del Trabajo, la cual difiere ligeramente del UNICEF en la cifra, que no en la magnitud del problema (si aquel organismo refiere 250 millones de menores de 14 años forzados a ¿ganarse? el pan, este aduce 246 millones de entre cinco y 17 años):

«Asia y el Pacífico tienen un bochornoso primer lugar entre quienes explotan a la infancia, con 127 millones de trabajadores, casi el 60 por ciento del total. Y le siguen otras regiones del Tercer Mundo: 23 millones en América Latina y el Caribe; 13,4 millones en el norte de África y el Medio Oriente.»

Como si no bastaran los guarismos, la OIT arremete con un torrente de datos sobre nuestras conciencias, a punto de saturación. Aleladas. «En Colombia, uno de cada cuatro jóvenes entre 14 y 17 años era (hace un lustro) económicamente activo… Las naciones de la subregión con mayor número de niños-trabajadores entre los 10 y los 14 años son Brasil, con 3,5 millones; México, 1,2 millones, y Perú, 800 mil, en este caso incluyendo a los de seis a 14 años…»

Pero aguardemos. Favor de no cerrar aún la capacidad de atención, porque la funesta relatoría prosigue: «El 30,23 por ciento de los obreros de Ecuador tiene entre 10 y 14 años, y en Guatemala, el 23,48 por ciento». Del millón 772 nicaragüenses con edades de entre cinco y 17 años, «314 mil tienen que emplearse para subsistir en condiciones miserables».

La Argentina del presidente Kirchner deberá deshacer un (otro) entuerto. Conforme a un documento del UNICEF publicado en el diario El Clarín, «un millón 500 mil niños de entre cinco y 14 años se ven obligados a trabajar» en el coloso sudamericano, «mientras el 40 por ciento de ese grupo abandona la escuela», práctica extendida en la irredenta América Latina, donde «el 70 por ciento de la deserción escolar está asociada a problemas económicos».

Si nos dirigimos al planisferio, los círculos rojos nos encandilarán. «El 80 por ciento de los niños de Bangladesh trabaja…» Mas ¿qué sucede? Los lugares sombreados se reproducen. Parecen clonados. Un vistazo raudo nos lleva a la confirmación de que el capitalismo, la globalización neoliberal, no entienden de fronteras. Si entendieran, no dejarían su cruel suecuela en tan selecto rincón. «El informe de Ginebra (de la OIT) señala que 2,5 millones de niños que se ven obligados a trabajar viven en los países del mundo primero, industrializado y rico (¿feliz?), y otros 2,4 millones en lo que llama economías de transición.»

Los ejemplos abundan. Sobran. En la Italia de Berlusconi, «un total de 31 mil 500 niños (entre siete y 145 años) son víctimas de explotación laboral, el 30 por ciento de ellos nunca ha recibido un salario, como tampoco los empleados en actividades que se definen como de ayuda a la familia (en granjas, bares y restaurantes, fundamentalmente)».

Ahora bien: ¿dónde colocar a las naciones del este del Viejo Continente? ¿Entre las de economía de transición? Si es así, ¿transición al desarrollo, o simple y llanamente al capitalismo más brutal? Sin abrumar con la Estadística, recurramos al académico cubano Francisco Brown, que también cita al UNICEF y a la OIT: «El hundimiento de la Unión Soviética y la miseria surgida de la economía de transición en las ex repúblicas soviéticas y los países del Este de Europa han convertido a los niños en una nueva clase de trabajadores (…) Y es que el Estado, las familias, absortos en otras preocupaciones, han dejado de asumir sus deberes respecto a los niños, verdaderos y únicos privilegiados en tiempos del socialismo…» Ello, aunque algunos pretendan ocultar o refutar el aserto, y quieran anteponerle el «paraíso» del Norte.

Paraíso perdido

Para vergüenza de un (des)orden que ese Norte defiende a capa y espada, todavía hay en el mundo problemas que resolver (más bien aumenta la cantidad de estos). Problemas que tendrá que solucionar ese propio sistema privatizador de los bienes y socializador… sólo de los sueños de «ser alguien» -como fijó en marmórea frase el teólogo y revolucionario brasileño Frei Betto- , si aspira a prolongarse un poco, al menos un poquito, en el tiempo. Porque más claro, ni el agua: Doquiera cuecen habas.

Sarah Payne, ocho años. Hallada muerta y sin ropa en un matorral. El asesinato de Sarah, así como los de Holly y Jessica, hizo recordar a los ciudadanos de Gran Bretaña que los pederastas existen. Que quizás formen legión en esos brumosos parajes. Y que los hijos están cada vez menos seguros.

Tan inseguros como en los Estados Unidos, donde sólo en 2001 alrededor de 720 mil se reportaron desaparecidos. Y la feature store (la crónica) no siempre alcanzó un final feliz. Algunos se perdieron y fueron encontrados; otros, raptados por sus propios familiares, ingresaron como pruebas en tribunales atestados de casos de esa índole.

Jonny Tello. Jarkeins Adside. Valerie Agerra. Elizabeth Smart. Nombres que fuera de contexto significan nada más que eso: nombres. Nombres que, sin embargo, se hinchan y duelen cuando sabemos.

Jonny: tres años; sacado a la fuerza de su casa por su padre. Jerkins: un año; secuestrado por desconocidos que cometían un robo. Valerie: 13 años; secuestrada mientras se paseaba con su novio. Elizabeth: 14 años; secuestrada cuando dormía en su habitación. Nombres, sí. Nombres que escuecen y desvelan si los relacionamos. «En Estados Unidos, cada año son secuestrados 58 mil niños. El 40 por ciento de ellos son encontrados muertos.»

Muertos, como los 9,1 por cada 100 mil recién nacidos asesinados en 2000, el doble de la cantidad registrada en 1970, casi la misma cifra de los difuntos de entre 15 y 19 años, también asesinados en el Paraíso, cuyo regente, George El Divino, se ve precisado a convocar, en la Casa Blanca, una reunión de crisis -tantos desaparecidos; tantos homicidios de infantes- mientras crea otra crisis: autoriza el desvío de los fondos de programas de salud para niños pobres en cuatro estados de la Unión, dejando desamparados a unos cinco millones cada 12 meses.

Y Bush se sobrepasa a sí mismo. La arbitraria eliminación de la contribución financiera el Fondo de Población de las Naciones Unidas (¿recuerda el lector?) frustrará el evitar «asuntillos» globales como cuatro mil muertes maternas y 600 mil casos de complicaciones maternas graves; asimismo, más de 77 mil muertes infantiles.

Con Milton, el gran poeta inglés, hablamos de… «Paraíso perdido». Pero perdido desde siempre.

El «dulce encanto» de la carne tierna

A la periodista española Patricia Ortega debe de habérsele volcado el estómago al reproducir en un importante rotativo cierta confesión de un ciudadano:

«Enfrente de uno de los primeros burdeles, un chico me dio la bienvenida y me preguntó si estaba interesado en chicas jóvenes. Yo estaba interesado en chicas jóvenes, pero las que me enseñaron eran demasiado jóvenes para mí: tenían sólo 14 ó 15 años. Una de estas me costaba 15 dólares. Las chicas mayores tienen unos 18 años y son de aquí la mayoría. Yo las calificaría como bonitas en general, pero algunas son guapas, y lo más positivo: todas parecen sanas (…) Un rato con una de estas chicas mayores cuesta cinco dólares.»

Nos imaginamos a Patricia ante la cuartilla. O la pantalla. Repugnancia. Transpiración gélida. Decisión al citar: «Cuando pregunté a una de las chicas qué edad podría tener la chica más joven disponible… me contestó en tono muy serio: un mes.»

Como aclara la Ortega, ese país del sudeste asiático es uno de los supermercados mundiales de turismo sexual. «Este es uno de los miles de relatos que se intercambian turistas occidentales en Internet sobre sus correrías sexuales en países deprimidos. El hombre que escribió este diario en la página web worldsexarchives.com viajó solo… y compró sexo de todo tipo casi todos los días durante un mes.»

¿Será el fin de una civilización? Difícil responder sin caer en la trampa del tremendismo filosófico. Pero, en honor a la verdad, lo parece. Occidente luce viejo y cansado de placeres. Tal vez por ello busque el sexo en todas sus variantes. Y una variante para muchos civilizados occidentales resulta la pornografía infantil. Y la prostitución de niñas y niños. Fenómeno este último que, «junto con el resto de formas de explotación sexual comercial de la infancia, constituye el tercer gran negocio ilegal a escala mundial (general anualmente unos cinco mil millones de dólares en todo el mundo), justo después del tráfico de armas y los estupefacientes.

«El temor al SIDA ha disparado la demanda de vírgenes con las que mantener sexo seguro, lo cual ha impulsado el descenso de la edad de las personas prostituidas.» A la vez, «el fácil acceso a Internet (prebenda primermundista) propicia el intercambio de información acerca de los lugares donde tener el mejor sexo». Y con frecuencia el «mejor sexo» viene envuelto en carne fresca, tersa. Menuda.

No sólo de sexo vive el hombre

Niños soldados. Otra imagen patética. Tanto, que la comunidad internacional ha adoptado un Protocolo Facultativo que prohíbe la utilización de menores en conflictos armados. De acuerdo con estimaciones de la ONU, cerca de 300 mil integran fuerzas gubernamentales o rebeldes, en 30 conflagraciones en todo el planeta. Arrebatados de sus hogares, sirven de combatientes, vigilantes, esclavos sexuales, cocineros o espías. Y la guerra tiene más de un rostro…

Ojalá los estados, en pleno, se convenzan de la necesidad de bregar por la desmovilización y el desarme de los guerreros imberbes, y por la rehabilitación y la reintegración de estos a la sociedad. Ojalá, porque, sinceramente, ya estamos escaldados por la realidad. Recordemos que los tratados internacionales para la protección de los civiles en caso de confrontación bélica son incumplidos de forma reiterada.

Contrariamente a los esfuerzos realizados en el ámbito jurídico para salvaguardarlos -Declaración de Ginebra para los Derechos de los Niños y otros numerosos convenios específicos-, no termina la siega de vidas recién brotadas en un orbe más vasto que un trigal, por cierto. Miles de niños, niñas, adolescentes y jóvenes yugoslavos, palestinos, afganos, iraquíes, han viajado a la nada en andas de artilugios como bombas inteligentes, portadores volantes de bombas sin pilotos, bombas gigantes. Y «gracias» a la contaminación nuclear…

¿Quién ha afirmado que los números son fríos? No siempre se muestran tales. Conmueve el UNICEF con los suyos: «Un millón de niños crecen solos en el mundo por haber quedado huérfanos o separados de sus padres a causa de las guerras. En los conflictos bélicos de los últimos diez años murieron dos millones de menores, seis millones resultaron heridos, 12 millones quedaron sin hogar y 20 millones fueron desplazados de sus hogares.»

Por eso, y porque en el planeta uno de cada seis pequeños trabaja, y uno de cada 12 muere antes de cumplir los cinco años, y 1,4 millones de menores de 15 años han enfermado de SIDA, y 13 millones de chiquillos sufren la orfandad a causa de ese flagelo… Por eso, y porque queremos un mundo donde socorrer a un niño que llora no implique la posibilidad de ser linchado; un mundo donde no haya minúsculos seres precoces en el vicio e infantes de vidriosa mirada que vindicar…

Por todo eso, digo, nos atrevemos al trazo recurrente, como catarsis y misión. Voluntaria encomienda de contribuir a que la carne fresca y tersa, menuda, no siga figurando en el festín inmundo de tantos y tantos hombres-bestia que fueron, son, y amenazan con ser. ¿Hasta cuándo?