Siempre se ha especulado hasta dónde habría llegado el genio de Alejandro García Caturla si un fatídico día de noviembre de 1940 no lo hubieran asesinado cerca del parque de Remedios, a manos de un matón traicionero y vulgar. También valdría decir lo mismo de Amadeo Roldán, muerto prematuramente por enfermedad. Porque lo cierto es […]
Siempre se ha especulado hasta dónde habría llegado el genio de Alejandro García Caturla si un fatídico día de noviembre de 1940 no lo hubieran asesinado cerca del parque de Remedios, a manos de un matón traicionero y vulgar. También valdría decir lo mismo de Amadeo Roldán, muerto prematuramente por enfermedad.
Porque lo cierto es que la vanguardia musical cubana en la música de concierto nació con Roldán y Caturla como compositores emblemáticos, en una época favorecida por los aires de afirmación de la identidad nacional y, al mismo tiempo, de modernidad cosmopolita, que soplaron en medio de una década de grandes tensiones en la vida cubana como lo fueron los años veinte del pasado siglo.
Caturla y Roldán irrumpieron en un territorio fertilizado tanto por las nuevas percepciones poéticas de Nicolás Guillén, José Zacarías Tallet, Regino Pedroso, Agustín Acosta y Rubén Martínez Villena, la prosa cinematográfica de Pablo de la Torriente Brau, la ingente labor promocional y adelantada de Alejo Carpentier, los primeros atisbos de la vanguardia pictórica en Víctor Manuel y Carlos Enríquez y la extensión del son por toda la Isla, como por el fermento social que marcó la reacción popular y de las mentes intelectuales más conscientes contra la república mediatizada y frustrada que había convertido a Martí en un mero trozo de mármol.
El mérito mayor de Caturla, nacido en Remedios el 7 de marzo de 1906, fue haber desatado su enorme talento en un medio municipal alejado del centro de la vida nacional. Ciertamente, estuvo en La Habana e incluso viajó a París, donde recibió clases de Nadia Boulanger, a la sazón pedagoga de extraordinaria fama, pero terminó siendo juez en varios puntos del interior de la Isla, y se consagró a la magistratura con la misma verticalidad con que defendió la novedad musical.
En una época donde las comunicaciones postales eran dilatadas, Carturla entró en contacto con medio mundo y se hizo conocer. Logró sorprender con su música a auditorios de París y Nueva York, pero también sembró inquietudes en el entorno provinciano. Hoy día se cuenta entre sus mayores hazañas la constitución en 1932 de la Sociedad de Conciertos de Caibarién.
Su corta vida le alcanzó para graduarse como jurista y al mismo tiempo ocupar plaza como violinista y violista de la Orquesta Sinfónica de La Habana, la de Gonzalo Roig, y la Filarmónica de La Habana, la del español Pedro Sanjuán, uno de los responsables del movimiento de actualización musical en la capital del país.
Hilario González, magnífico compositor y estudioso de la obra de Caturla, calificó su arte «como una síntesis ejemplar de nacionalidad y universalidad, de tradicionalismo y actualidad e inclusive futurismo de los recursos puestos en juego para integrarlos. En su obra se hermanan el son y el minuet, el bolero y la pavana, la comparsa y la giga, la guajira y el vals, el bembé y el poema sinfónico, la rumba y la forma sonata, devueltos en un lenguaje que aúna la tradicionalidad de nuestras fórmulas cadenciales, el modalismo de los cantos folclóricos y la peculiaridad estructural de la melodía a la criolla, con la agresividad cromática de la vanguardia europea de su tiempo, la poliarmonía y la polirritmia, como frutos sembrados en su mente prolífica e imaginativa, por los múltiples modos de hacer música de su pueblo».
A un siglo de su nacimiento, varias de sus partituras nos son imprescindibles: el sinfonismo cubano alcanza gran estatura en Tres preludios para orquesta (1925), Tres danzas cubanas (1927), La rumba (1933) y Obertura cubana (1937); la música de cámara cuenta con un paradigma en Bembé (1929); la pianística rezuma sus esencias de renovadora cubanía en Berceuse (1937) y Son en Fa (1938); y no hay coro entre nosotros que pueda dejar de incluir en su repertorio su versión de Caballo blanco y El canto de los cafetales.
Caturla entendió en su verdadera esencia lo que representaba tener bien puestos los pies en su tierra de negros, blancos y mestizos. Si desde la poesía Nicolás Guillén abogó por el color cubano, Caturla lo consiguió en música.